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Procedimiento 1: la integración temporal

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El primer procedimiento de integración, aplicado desde el propio siglo XVI hasta el presente, consiste en el establecimiento de “relaciones” entre los pasados, presentes y futuros de las diferentes tradiciones históricas. Desde la perspectiva monohistórica, esto consiste en un proceso de normalización espacio-temporal. Esta se logra por medio de la traducción, o conversión, de los cómputos temporales y las referencias espaciales de las historias de los pueblos indígenas a las concepciones espacio-temporales occidentales. Todos los acontecimientos deben poderse anclar en la cuenta única de los años partida de los relatos bíblicos y todos los lugares deben poderse localizar en el espacio universal que estaba siendo construido a la luz de las exploraciones europeas (Navarrete 2014). Esta integración en la cuenta lineal del tiempo cristiano, y luego moderno, y en las coordenadas del espacio racionalizado, sigue siendo considerado a la fecha como condición indispensable para el reconocimiento de la historicidad de los discursos no europeos; cuando resulta imposible, deben ser por fuerza desterrados al terreno de la “mitología” o la “representación cultural”.

La cosmohistoria concibe estas operaciones, en cambio, como una búsqueda de “relaciones” a través del tiempo y el espacio, particularmente por medio del pasado, pero siempre también en función del presente. Al insertar un evento o un lugar en nuestro espacio-tiempo monohistórico que consideramos el único real, hacemos posible el establecimiento de vínculos causales, de relaciones de continuidad o de discontinuidad, de jerarquías evolutivas entre él y nuestro presente. Los sucesos se vuelven “históricos” y los espacios se vuelven “reales”, a nuestros ojos, y por lo tanto pueden servir como territorios de dominación, fundamentos de derechos políticos y de posesión, de legitimidades étnicas y de propiedades culturales. En el siglo XVI, los historiadores cristianos definieron este pasado como un tiempo “pagano”, suprimido de manera tajante por la “evangelización” y por la imposición del dominio colonial español; buscaron también signos de la revelación cristiana antes de la conquista y así intentaron valorar parcialmente ese tiempo del demonio (Lafaye 1977). Para la construcción de las historias nacionales, las grandes patrocinadoras del régimen monohistórico moderno, anclar los sucesos de las historias indígenas en el tiempo histórico occidental ha permitido convertirlos en pasado histórico, que se puede vincular con el presente como antecedente de la nación y fuente de orgullo e identidad, pero que también queda tajantemente separado del presente, pues es definido como un “periodo” cerrado de la historia (Navarrete 2010).

Los múltiples autores indígenas que elaboraron historias visuales o escritas en el periodo colonial construyeron estas relaciones desde una perspectiva diferente: conseguir el reconocimiento por parte de los poderes occidentales de la pertinencia y veracidad de sus reclamos históricos, vinculados con formas de relación política, derechos territoriales y libertad de mantener prácticas culturales (Inoue Ókubo 2001). Para este propósito era fundamental poner en relación las cuentas temporales indígenas con el calendario cristiano, aunque de manera significativa, las primeras nunca fueron disueltas en la segunda; también se encontraron equivalencias entre los lugares mesoamericanos de origen y de transformación étnica y la geografía sagrada cristiana: Tula se identificó con Babel, etc. En el caso de Santiago Mutumajoy, la estrategia es precisamente la inversa: escapar de la temporalidad lineal para buscar una relación curativa completamente diferente entre pasado, presente y futuro.

Cosmopolítica y cosmohistoria: una anti-síntesis

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