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La cosmohistoria de Santiago Mutumbajoy

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Un ejemplo singularmente elocuente de esta práctica cosmohistórica la encontramos en el pensamiento de Santiago Mutumbajoy, un chamán ingano de la Amazonia colombiana, y es relatado por el antropólogo Michael Taussig, cuya reacción de incredulidad y decepción es muy reveladora de nuestros acendrados prejuicios monohistóricos:

En 1983 viajé por cerca de dos meses con un anciano curandero Ingano llamado Santiago Mutumbajoy desde los bosques de las tierras bajas de distrito del Putumayo, en el suroeste de Colombia, hasta las montañas de Ecuador y Perú.

[Cuando llegamos a Machu Picchu] me acerqué a mi compañero indígena de las selvas del Putumayo, que estaba como yo tan lejos de casa, y le pregunté qué pensaba de todo aquello.

“Sólo los ricos,” dijo flemáticamente. “No había gente pobre aquí. Estas casas eran para los ricos.” Hizo una pausa. “Ya lo había visto antes,” añadió casualmente. “Estas montañas. Estas piedras. Exactamente iguales. Varias veces.” [...]

“¿Qué quieres decir?” Me sentía no sólo incrédulo sino decepcionado. [...]

“Sí, cuando estaba con yagé”, dijo el anciano del Putumayo. “Ya había visto todo esto, todas estas barrancas, todas estas piedras”.

[Taussig explica:] cuando el anciano me dijo que había visto Machu Picchu en sus visiones provocadas por el yagé, se debe entender que significa algo más que meramente ver algo, porque se trata de una imagen potencialmente poderosa y curativa.

Qué maravilla, pensé, que en la lejanía de su selva tropical el anciano haya podido vislumbrar este lugar espléndido por medio de una percepción mística custodiada por los guardianes del conocimiento chamánico americano. Me dio curiosidad. Quería confirmar su conexión con este lugar, Machu Picchu, tan alto, tan cerca del sol, en medio del viento frío, tan impresionantemente callado en el silencio de sus piedras inmensas. Como un flashazo se me ocurrió. “Mira el tamaño de las piedras,” le dije. “¿Cómo crees que haya sido posible construir así?” Estaba haciendo eco de los periódicos, evocando las formaciones discursivas nacionalistas mucho más fuertes que mis propias y limitadas cavilaciones. [...]

“Es fácil de explicar”, respondió sin siquiera parpadear. “Los españoles construyeron todo esto.”

Y recorrió toda la grandiosa vista con su mano con un gesto rápido.

“¿Qué quieres decir?” respondí débilmente. Me sentía engañado.

“Fue con látigos”, dijo con un tono claramente desinteresado. “Los españoles amenazaron a los indios con el látigo y así fue como cargaron estas piedras y las pusieron en sus lugares.”

En lo que a él concernía se trataba de un evento totalmente ordinario, tal como Machu Picchu misma era ordinaria. “Eso es exactamente lo que los españoles le hicieron a mi suegro” añadió. “Un indio les fue a decir que era un brujo y lo castigaron haciendo cargar piedras para construir su iglesia. Le dijeron que lo azotarían si no hacía lo que le ordenaban. Su mujer y sus hijos lo siguieron por el camino, también cargando piedras (Taussig 1992: 38-42).

Una lectura monohistórica de este texto comenzaría por hacer la lista de los errores en las que incurre Mutumbajoy en su rechazo al esplendor de Machu Picchu, como las confusiones cronológicas y entre grupos étnicos, la incapacidad de separar el pasado del presente, y la atribuiría a las deficiencias de un discurso sobre el pasado que no alcanzan a ser plenamente histórico y que debe ser relegado al mito (Navarrete 1999). El único valor que le concedería sería el de ser una “creencia cultural”, es decir, un hecho social que la ciencia histórica debe explicar en su contexto social y temporal, pero no como una visión histórica en sí misma.

Desde una perspectiva cosmohistórica sin embargo, su reticencia adquiere un sentido mucho más interesante. En primer lugar hay que enfatizar que la visión que tuvo el chamán de Machu Picchu se dio en un contexto curativo, mientras consumía ayahuasca, un poderoso alucinógeno (Taussig 1987). Esto indica que desde su punto de vista chamanístico, el despliegue de poder necesario para construir ese tipo de edificios monumentales, con sus inevitables coerciones y latigazos, es considerado una enfermedad, un mal que requiere una curación, un peligro que existe en el pasado pero sobre todo del que hay que guarnecerse en el presente y en el futuro. Encontramos aquí la contraposición tan discutida en el chamanismo amazónico entre las prácticas horizontales de los chamanes y las tendencias a la jerarquización social (Viveiros de Castro 2008; Sztutman 2012).

Esta concepción se opone frontalmente a las construcciones discursivas de las historias nacionales que celebran y eternizan los despliegues de los poderes en el pasado a nombre de los llamados “logros culturales“ y del progreso humano, y de cuyos lugares comunes Taussig hace eco de manera irónica. Rompe así la cadena de sucesión y “avance” entre las diferentes formas de dominación que forma una parte esencial de la concepción de progreso histórico y que fue criticada por Walter Benjamin en sus “Tesis sobre la historia”:

Todos aquellos que se hicieron de la victoria hasta nuestros días marchan en el cortejo triunfal de los dominadores de hoy, que avanza por encima de aquellos que hoy yacen en el suelo. Y como ha sido siempre la costumbre, el botín de guerra es conducido también en el cortejo triunfal. El nombre que recibe habla de bienes culturales, los mismos que van a encontrar en el materialista histórico un observador que toma distancia. Porque todos los bienes culturales que abarca su mirada, sin excepción, tienen para él una procedencia en la cual no se puede pensar sin horror. Todos deben su existencia no sólo a la fatiga de los grandes genios que los crearon, sino también al vasallaje anónimo de sus contemporáneos. No hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie (Benjamin 2008: 41-43).

Al ignorar las diferencias temporales y étnicas entre los diferentes tipos de poder, Mutumajoy nos fuerza a reconocer su realidad más elemental e innegable: la coacción y la violencia. Desde esta perspectiva deliberadamente atemporal pierden relevancia las distinciones entre tipos sucesivos de poder, unos supuestamente más legítimos que otros, y resulta perfectamente asimilable lo que los misioneros españoles hicieron con su suegro, hace medio siglo según nuestra cronología, y lo que hicieron con las personas anónimas a quienes obligaron a construir Machu Picchu, hace cinco siglos, también según nuestra cuenta del tiempo.

Esta no es una deficiencia cronológica o una visión “mítica” del tiempo: se trata de una concepción radicalmente distinta de la relación entre el pasado, el presente y el futuro. Porque la violencia que las produjo sigue vigente, las ruinas ante sus ojos no pueden pertenecer al pasado, esa dimensión inalcanzable a la que nosotros relegamos lo ya sucedido para poderlo convertir en una fuente segura y explotable de identidad y de orgullo: por el contrario, siguen estando presente y por ello constituyen también un futuro amenazante. Debido a esto, podemos proponer que Mutumajoy se niega a entrar en nuestra historia, con sus pasados distantes y gloriosos, sus cronologías fijas y sus distinciones esenciales entre grupos humanos diferentes y poderes legítimos e ilegítimos, porque la considera una enfermedad que amenaza su presente y su futuro. Desde su perspectiva chamánica, la sucesión temporal no tiene sentido, como tampoco las diferencias étnicas, ni la distinción entre poderes buenos y malos; su preocupación fundamental es paliar los efectos de estos males sobre su gente. En su libro consagrado a las sociedades no-estatales en las tierras altas del sur de Asia, The Art of Not Being Governed, James C. Scott ha señalado cómo la capacidad de olvidar, asociada a la tradición oral, permite a las sociedades anti-estatales combatir de manera efectiva a la dominación política (Scott 2009).

Desde nuestra propia perspectiva cosmohistórica (que, sin embargo, nunca podrá ser igual a la del chamán ingano), esta radical indiferencia, esta capacidad de olvidar y esta voluntad de curar son las que nos permiten escapar a las falsas convicciones de la visión monohistórica: la creencia en la inevitabilidad del progreso y la necesidad de la dominación; la exaltación del arte monumental del pasado y la convicción de la supremacía de la tecnología y de la ciencia que nos ciegan a las condiciones en que son producidas; y, también, la convicción de que el ayer ha pasado y no puede, ni debe, volver más, y que por lo tanto no somos responsables de él y podemos usarlo a nuestras anchas para legitimar los poderes que existen en el presente. En suma la actitud que describe tan elocuentemente Walter Benjamin.

Cosmopolítica y cosmohistoria: una anti-síntesis

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