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8. Las montoneras (1818-1832)
ОглавлениеDespués de Maipú (1818), el resto del ejército español se dispersó al sur del río Maule, donde vivían numerosos hacendados de origen peninsular, partidarios del Rey. Ellos dieron decidido apoyo al contingente realista en retirada (en Santiago, la aristocracia castellano-vasca había optado por la neutralidad, para salvar su fortuna), lo que originó una guerra de guerrillas que se prolongó hasta 1832.
Los hacendados realistas convirtieron a sus inquilinos y peones en milicias a caballo, las que lanzaron luego contra el ejército patriota de La Frontera. Los jefes realistas (Zapata, Benavides, Pico y Bocardo, entre otros) consiguieron el apoyo de caciques «abajinos» (Mariloan, sobre todo). El bando patriota (dirigido por los generales Freire, Rivera y Prieto, y los coroneles Viel, Beauchef, O’Carrol y Alcázar) logró, a su vez, el apoyo de los caciques Venancio y Colipí. Por su parte, las pobladas mestizas arranchadas en la precordillera de Chillán (comandadas por los hermanos Pincheira) se sumaron a la guerrilla, movidos, sobre todo, por el robo y el saqueo.
Debe tenerse presente que ni el Virreinato del Perú apoyó a los guerrilleros realistas, ni la dictadura de O’Higgins a los guerrilleros patriotas –ambos gobiernos estaban en guerra entre sí, pero en territorio peruano–, de modo que ningún bando guerrillero pudo organizar un ejército formal, capaz de poner fin al conflicto. Por tanto, la guerra se prolongó, sin vencedores ni vencidos, desde 1818 hasta 1826 (derrota definitiva del bando realista), y luego hasta 1832 (derrota definitiva del bando mestizo de los Pincheira). La guerra produjo devastación de cosechas, matanzas de ganado, saqueos pueblo a pueblo, destrucción de ciudades y una dramática disminución de la población. El encarnizamiento no tuvo límites: asesinato sistemático de prisioneros (no se les podía alimentar) y rapto o matanza de mujeres y niños. La hambruna, que también diezmó a la población, arrasó de cordillera a mar. El historiador Vicuña Mackenna la denominó: «la guerra a muerte».
Los centenares de combates se lucharon entre escuadrones («montoneras») de 200 a 500 jinetes (a veces, uno o dos millares de combatientes por bando), formados, en su mayoría, por mestizos e indígenas, comandados por criollos y españoles. No fue la identidad «ideológica» (patriotas versus realistas) la que primó en la mente de los combatientes, sino la «hermandad de pueblo» (y dentro de ésta, la «hermandad masculina») por la supervivencia. Considérese, además, que era una guerra de todos contra todos (un alto porcentaje de combatientes se pasó de un bando a otro). El frenesí de la guerra era factor de la guerra misma.
Se debe recalcar que el conflicto se luchó en territorio fronterizo, donde convivían diversas identidades étnicas, pero dominado cuantitativamente, desde el siglo XVII, por el pueblo mestizo. El conflicto entre patriotas y realistas empujó esas identidades a guerrear contra sí mismas: así, los mapuche dividieron su apoyo entre Benavides y Freire; los mestizos, entre esos mismos bandos, más los seguidores de Pincheira. Los criollos se dividieron también en tres. Sólo los españoles mantuvieron su unidad étnica, ideológica y social. El bando patriota, a su vez, se dividió políticamente entre el sector comandado por el general Freire (apoyado por la provincia de Concepción) y el dirigido por el Director Bernardo O’Higgins (provincia de Santiago). Fue, pues, una guerra sexagonal, de todos contra todos. Y en ella, el actor central fue la «montonera». La atmósfera fue de muerte, hambre y terror… Al final, la hermandad mestiza fue el factor sobreviviente y, por tanto, determinante. Logró imponer, contra Santiago, el sentido político de la hermandad comunal. El general Freire se jugó, como líder, por esa misma política. Y fue esa hermandad la que gestó el movimiento revolucionario de los pueblos soberanos que derribó en 1822 la dictadura de O’Higgins y proclamó en 1828 la Constitución llamada «popular-representativa».
Fue en la «guerra a muerte» (y en la «montonera») donde se forjó el temple rebelde y guerrero del roto mestizo, temple que se aceró después en las guerras de 1829, 1837, 1839, 1851, 1859, 1862-82, 1879-83, y 1891. La hermandad mestiza se fogueó, pues, en una guerra que, para ella, duró cien años. No en la lid política convencional, sino fuera de ella. Y como el pueblo mestizo, después, no ha sido ‘integrado’, esa hermandad no ha muerto, está allí, escondida, como germen de soberanía adormecida, un polvorín político en espera, atento al tiempo en que esa hermandad se convierta en soberanía de verdad.