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El paseo matutino habitual de Auhl lo llevaba hasta los Jardines del Palacio Real de Exposiciones y a menudo a deambular por los callejones de Carlton. No es que tuviera sobrepeso y, en cualquier caso, tampoco perdía nada, pero el ejercicio tonificaba su mente.

Cuando llegó al trabajo aquel viernes Claire Pascal alzó la vista sin prestarle atención, saludó con la cabeza y volvió a su llamada de teléfono. Joshua Bugg también estaba en la oficina. Hacía días que no lo veía y, por lo general, le alegraba no hacerlo. Había algo en Bugg que le recordaba a un insecto: redondo, suave y peludo. En aquel momento, el joven detective estaba reclinado en su silla mirando a Auhl, con su panza oronda a punto de estallarle los botones de la camisa y sus lorzas saliendo como una ristra de salchichas.

—Pero si es Matusalén en persona.

—Hola, Josh —dijo Auhl.

Bugg se separó de su escritorio para acercarse al de Auhl y retirarle la silla.

—Así, abuelo, deje que lo ayude a sentarse, parece usted fatigado.

Sonrió a Claire con mirada cómplice y esta hizo una tímida mueca de comprensión a Auhl y dijo con cansancio:

—Déjalo ya, ¿no, Josh?

Bugg pareció ofenderse.

—Porque tú lo digas.

Volvió a su escritorio.

Auhl estaba revisando sus correos —sin noticias de Tasmania— cuando Helen Colfax apareció y le dijo que no se pusiera muy cómodo porque tenían que asistir a una autopsia.

Colfax condujo a través de la ciudad hasta el Instituto de Ciencia Forense. Iba a gran velocidad y concentrada, pero, aun así, captó el viejo expediente que tenía Auhl sobre el regazo y quiso saber el cómo y el porqué.

Auhl se removió en su asiento con incomodidad.

—Es el informe forense de Elphick. He pensado que el doctor Karalis podría darme una segunda opinión. —Al ver su mueca de desdén, añadió—: Dos pájaros de un tiro.

Su jefa volvió la mirada a la carretera.

—Elphick no es urgente, Alan. Si no recuerdo mal, el veredicto quedó abierto.

—Solo serán cinco minutos. Una mirada fresca.

Colfax gruñó y siguió fluyendo a través del tráfico.

Bajo el frío y brillante resplandor de las luces del techo, en el gélido aire de la sala de autopsias, se colocaron unas batas y patucos nada favorecedores y esperaron. Se oía el goteo de un grifo. Finalmente, entró el patólogo junto a su ayudante. Su equipo era de la talla adecuada y les quedaba algo mejor: pantalón verde claro, bata, botas de goma, mascarillas colgando bajo la barbilla. El ayudante permaneció al fondo, mientras el patólogo se acercó a ellos con decisión y dijo:

—Hola, Helen. ¿Serás testigo por parte de la policía? —Karalis era un hombre alto, demacrado, a punto de jubilarse. Cuando le estrechó la mano a Auhl volvió a mirarlo con sorpresa—: Creía que te habías jubilado.

—Sin mí están perdidos —dijo Auhl.

Karalis pasó rápidamente a la camilla de autopsias, pronunció su nombre y la fecha ante el micrófono que había arriba, se puso la mascarilla y contempló el desastre que tenía ante sí. Una colección de huesos mugrientos con jirones de ropa y tierra. Las deportivas baratas habían aguantado mejor el tipo. Rodeó la camilla, deteniéndose para mirar y levantar un par de extremidades óseas, anotando sucintamente sus impresiones iniciales acerca del cuerpo.

Una vez hecho eso, dijo:

—Ahora toca mirar más de cerca. —Bajo su supervisión, el ayudante extrajo el calzado y los restos de ropa y los colocó en una mesa adyacente. El patólogo los observó, se irguió y dijo—: No me cuentan nada en particular. —Y ordenó que los enviaran al laboratorio de análisis forense—. Ahora los huesos. —Se quedó de pie ante el esqueleto con las manos apoyadas en las caderas—: Trauma presente en la caja torácica y el segmento L5 de la columna vertebral. Si uno es el orificio de entrada y el otro el de salida indicaría una línea de proyección descendente. —Se volvió hacia Helen y Auhl—. ¿Se encontró algún proyectil entre los restos?

—No —respondió Auhl—. Estaba enterrado en el campo bajo una losa de cemento. No había ninguna bala ni fragmentos de ella, y tampoco la punta de una flecha ni de un arpón, lo que nos lleva a pensar que le dispararon en otro sitio y luego trasladaron el cuerpo.

—Una pena.

—Entonces, ¿le dispararon, doctor Karalis? —dijo Helen Colfax.

—Esa sería mi opinión, sí. Sin duda con algún tipo de proyectil, y es más probable que sea una bala que una flecha, por ejemplo.

—¿Le dispararon por la espalda? —preguntó Helen—. ¿O de frente?

—De frente, el proyectil astilló después la columna al salir.

—Una trayectoria descendente —dijo Auhl—. ¿Una persona más alta?

—¿O la víctima estaba de rodillas? —añadió Colfax.

—Si tuviera que apostar algo, yo diría que estaba de cara a una persona más alta que él cuando le dispararon —respondió Karalis—. Ahora, la edad. Los dientes son un buen indicador para esto. Un análisis contrastado revelará la edad con un margen de error de un año, pero este joven tenía todos los dientes y apenas hay indicios de desgaste. Segundo, el cráneo no está completamente desarrollado, lo que indica que se trata de un adolescente de unos veinte años.

—¿Altura?

El ayudante lo midió: 172,5 centímetros.

—Unos cinco con ocho pies según el sistema antiguo —dijo Karalis—, pero tened en cuenta que el cartílago se ha contraído y que el tejido de la cabeza y los pies está descompuesto, así que sería algo más alto. ¿Uno ochenta? No demasiado alto.

—¿Raza?

—Caucásico —contestó sin dudar el patólogo—. La dentadura así lo confirma.

—¿ADN?

—Me estás acribillando a preguntas hoy, Helen —dijo Karalis con buen talante.

—Perdone, doc.

—Este caso es de los antiguos.

—Para nosotros todos son nuevos, doc —respondió ella.

—Respecto al ADN, podré realizar un perfil a partir de la médula de los huesos largos. Pero eso tardará un tiempo y después veremos si este pobre diablo estaba en la base de datos. —Continuó examinando el cuerpo mientras iba murmurando—. No hay otros signos de lesiones...

Auhl miraba a su alrededor con inquietud.

Era un laboratorio forense a ocho alturas, homicidios, suicidios, casos de sobredosis, víctimas de accidentes, otras muertes investigables. Los cadáveres estaban almacenados en camillas de acero inoxidable dentro de cámaras refrigeradas. El brillo del acero contribuía más si cabe al estremecedor frío en el aire.

Advirtió un movimiento de reojo. En la sala de observaciones superior cubierta con un panel de cristal había dos estudiantes de pie apoyadas en una barandilla. Una de ellas lo saludó con un descaro insolente. Auhl le hizo un gesto con la cabeza. La chica sonrió y le dio con el codo a su amiga.

—De acuerdo. —Karalis había terminado. Se desembarazó de los guantes—. Reuniré al resto del equipo para que analicen los huesos y los dientes y se extraiga el ADN. Obviamente, no podemos hacer un examen toxicológico. ¿Tenéis su billetera?

—No —dijo Helen.

—Tenemos una moneda acuñada en 2008 —dijo Auhl.

Karalis miró los huesos con aire pensativo.

—Me cuadra. Mientras tanto, esperemos que el ADN nos dé más información. Pero puede que no esté en el registro, es joven para tener antecedentes penales. —Echó un vistazo a la ropa—. Tal vez consigas algo con los zapatos, pero son deportivas baratas de andar por casa.

Helen Colfax se había quedado con la mirada perdida.

—La prueba de ADN hay que hacerla, pero eso tardará unas semanas, espero. Estaría bien que pudiéramos tener un rostro para enseñar a los medios. ¿Habrá alguien capaz de sacarse un retrato robot de la manga?

—Sacarse un retrato robot de la manga. Me gusta —dijo Karalis—. Tendré que mirar si hay alguien disponible. Y, lo que es más importante, que tenga tiempo. Y lo que es mejor, que tenga el número de referencia del caso y un presupuesto aprobado.

—Venga ya, doc —dijo Auhl—. ¿No tienes a ningún estudiante de doctorado sumiso?

El patólogo se quedó pensando en ello.

—En realidad, sí.

—Quizá les ponga unirse a la lucha por la justicia —dijo Colfax.

—Quizá les ponga también ganarse unos cuantos dólares —dijo Karalis, y Auhl percibió cómo reflexionaba sobre el papeleo, el presupuesto y a quién convencer con bonitas palabras—. Veré qué puedo hacer.

Antes de que se marcharan, Auhl extendió el contenido del expediente Elphick a lo largo de una camilla de autopsias vacía.

—Me preguntaba si podría echarle un vistazo a esto, doc.

—Podríamos hacerlo en un entorno más saludable —dijo Karalis, guiñando un ojo a Helen Colfax.

—Dele el gusto al chaval —respondió ella.

Karalis se inclinó sobre el informe, lo repasó con la mirada y dijo:

—Esta autopsia la realizó mi predecesor.

—Y leyendo entre líneas —dijo Auhl— no quiso arriesgarse a decir cuál fue la causa de la muerte.

Karalis carraspeó. Cogió el documento y lo leyó en voz alta:

—«Fractura craneal por hundimiento en el frontotemporal izquierdo. Hematoma subdural, frontotemporal izquierdo. Contusión en el lóbulo cerebral, frontotemporal izquierdo». —Miró a Auhl—. Recibió una buena tunda en el frontotemporal izquierdo.

—Si usted lo dice, doc.

—Fracturas en la mandíbula... abrasiones, contusiones y laceraciones... un diente roto... —Karalis leyó el resto en silencio ante aquella atmósfera helada antiséptica. Se oyó el ruido de una sierra. Auhl se imaginó los dientes de esta segando y se estremeció—. El tercer dedo de la mano izquierda fracturado —dijo Karalis—, contusiones y laceraciones en la mano izquierda, sangre con tierra y restos vegetales en las heridas.

Miró a Auhl, que dijo:

—Se apoyó con la mano para absorber el impacto de la caída.

—¿Qué caída?

—Recibió un golpe en la cabeza —respondió Auhl— y cayó al suelo.

Karalis gruñó. Continuó leyendo:

—«Abrasiones con costra en ambas rodillas». —Dirigió su mirada a las fotografías: el cuerpo, la valla, la camioneta, el interior de esta.

Auhl dijo:

—Como puede ver, doc, se encontraron gotas de sangre en varias localizaciones entre la valla y la camioneta, sobre el capó, en el otro lado de la camioneta y en el interior. Eso sugiere que hubo mucho movimiento mientras sangraba.

—Es totalmente factible —dijo el patólogo—. Puede que le diera un mareo. Aquí dice que en la barra del parachoques encontraron sangre, pelo y tejido cutáneo. Cayó, se golpeó la cabeza con la barra, se levantó desorientado y se tambaleó durante un rato. Cayendo, volviendo a levantarse...

—Pero si miras las fotografías se ve una herida justo encima de la cabeza.

—Si estaba doblado sobre sí y cayó sobre la barra del parachoques, se podría justificar esa lesión.

—Ya, ya. También tenemos sangre en el asiento y en el reposacabezas del conductor —dijo Auhl—. En algún momento llegó a entrar en el coche.

—¿Y volvió a caer?

—O lo sacaron. Primero lo golpearon en la cabeza y cayó, dándose contra la barra del parachoques, después volvió a levantarse y lo persiguieron alrededor de la camioneta mientras intentaba escapar. Consiguió ponerse tras el volante, pero lo sacaron a rastras de nuevo.

—Eso podría explicarlo —dijo Karalis, haciendo un gesto ante las fotos—. Pero hay otras explicaciones, igual de plausibles.

—Justificaría que haya sangre encima del capó, doc.

—Mmm... —Karalis se quedó en silencio—. Volvamos, el tipo cae, se da en la cabeza con la barra del parachoques, se tambalea en posición erguida, mareado, sacude la cabeza. Salpicando gotas de sangre. —Hizo una pausa—. Pero no soy experto en patrones de proyección de sangre.

Auhl, un tanto impaciente, dijo:

—Yo lo que quiero saber es si es posible que alguien golpeara al señor Elphick en la cabeza mientras estaba de pie entre la valla y la parte delantera de la camioneta. Cayó sobre la barra del parachoques, volvió a levantarse, intentó escapar, consigue ponerse tras el volante, lo sacan de nuevo, le dan otro mamporro en la cabeza y cae al suelo, donde muere.

Karalis se encogió de hombros:

—Es plausible, pero solo eso.

En el coche, camino de regreso a la comisaría, Helen Colfax dijo:

—Ya has oído lo que te ha dicho.

—Dame un par de días, jefa, no te pido más.

Bajo una luz fría

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