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Era una mañana apacible de octubre en las inmediaciones de Pearcedale, al sureste de Melbourne. Una serpiente reptaba por el borde de un porche en un atajo hacia alguna parte. Nathan Wright, que contemplaba medio dormido su césped resecado desde la puerta de casa después del desayuno, apreció el movimiento con el rabillo del ojo: una cabeza de cobre del copón que serpenteaba sobre su porche. ¿Hacia dónde? ¿Iría a por su esposa y su hija? Jaime estaba tendiendo monos de trabajo en el césped del lateral de la casa y Serena Rae, a sus pies, reposaba sobre una manta rosa.

Tras unos segundos sin poder articular palabra, que parecieron durar semanas, Nathan señaló con el dedo y aulló:

—¡Serpiente!

Jaime se enderezó sobre el cesto de la ropa y siguió el dedo de Nathan con la mirada. Dejó caer una camisetilla minúscula de color rosa, escupió una pinza de la ropa, recogió a Serena Rae del suelo y retrocedió torpemente con un pequeño gemido de terror. La serpiente siguió reptando entre la hierba y la tierra hacia una losa de hormigón armado del tamaño de un par de tableros de madera. Nadie sabía para qué habría servido originalmente aquella losa. ¿Fue la base de una caseta de aperos que habían acabado demoliendo? ¿Un gallinero? Estaba resquebrajada y agujereada por varias partes, pero parecía sólida, y Jaime había colocado sobre una de sus esquinas un banco donde solía sentarse a leer al sol, pelar guisantes o dar el pecho a Serena Rae.

La impasible serpiente hurgó en un agujero, que a Nathan le pareció demasiado pequeño para ella, y empezó a colarse entre el hormigón con una serie de largos espasmos musculares. No tardó en introducir una cuarta parte de su cuerpo. Jaime y Nathan la observaban paralizados. Serena Rae se sacó de la boca su pulgar mojado y la señaló.

—Sí, cariño, serpiente —dijo Jaime con voz trémula.

Nathan se obligó a salir de aquella parálisis. ¿Una serpiente anidando junto a la casa? Ni de coña. Corrió hacia el cobertizo que había detrás del garaje, donde guardaba la leña y las herramientas de jardinería.

—¡Nathan! —Jaime aferró a Serena contra su pecho—. ¿Dónde has...?

—¡Hacha!

Jaime se quedó sobrecogida y después lo entendió: pensaba partir a la serpiente por la mitad. Observó cómo su marido desaparecía y volvía con el hacha para arremeter de mala manera contra la mitad visible de la serpiente.

—¡No! —gritó con pánico.

Nathan se detuvo, confundido.

—¿Qué?

—Podría estar embarazada.

Lo había leído en alguna parte, decenas de crías de serpiente que escapaban de un cuerpo desmembrado y desaparecían en todas direcciones para anidar, procrear y morder a los bebés de los humanos.

—Además —añadió, intentando calmarse. Nathan parecía más acongojado que ella—, las serpientes son especies protegidas.

—¿Qué? ¡Que les den!

—¿Y si cuando le cortes la cabeza, se revuelve y te muerde?

A Nathan aquello no le parecía muy probable, pero tampoco le hacía ninguna gracia la idea de acercarse a la serpiente desde un principio. Y ahora ya era demasiado tarde. Había desaparecido en el interior de su madriguera.

Aunque eso no arreglaba las cosas: seguían teniendo una serpiente en casa.

Nathan volvió al cobertizo y cogió un par de viejos ladrillos rojos. Se acercó a la losa de hormigón como si fuera un lecho de brasas ardiendo, pasó corriendo sobre ella, dejó caer los ladrillos sobre el agujero por el que se había metido la serpiente y retrocedió. Se frotó las manos para quitarse el polvo de los ladrillos y se reunió con su mujer, que se había refugiado en el porche.

No parecía muy convencida de que tuviera controlada la situación.

—¿Y si hay otro agujero que no vemos? ¿Y si tira los ladrillos? ¿Y si excava otra salida para salir?

—Por Dios, Jaime.

Nathan era como cualquiera de los jóvenes maridos del distrito: medio cachas, con el pelo cortado a bocados, pantalones cortos holgados, camiseta surfera, un par de tatuajes inofensivos y las gafas de sol sobre la gorra de béisbol. Cuando no pillaba las cosas se ponía a la defensiva. Y esto sucedía tan a menudo que agotaba la paciencia de Jaime.

—Hay que llamar a ese cazador de serpientes —dijo esta con brusquedad, ocultando el canguelo que seguía sintiendo.

—Pero qué co...

Nathan se acordó de Serena Rae justo a tiempo para comerse sus palabras; esta lo miraba como si pensara de él lo mismo que su madre.

—El número está junto al teléfono de la cocina —continuó diciendo su mujer.

Nathan lo sabía perfectamente. Él mismo había pegado allí el teléfono con el nombre del cazador de serpientes tras leer un artículo del periódico local. Baz el cazaserpientes anunciaba a los residentes que sería una «buena» temporada para los ofidios, especialmente para las cabeza de cobre, las tigre y las serpientes negras de vientre rojo.

—Nathan... —dijo Jaime, finalizando la frase con el mero tono de su voz.

—Vale, vale.

Cruzó el porche con paso airado hasta la puerta de entrada. Dios, se la había dejado abierta. ¿Quién sabe cuántas serpientes se habrían colado? Echó una fugaz ojeada a su espalda: Jaime seguía con la mirada puesta en la losa de cemento, meciendo a Serena Rae sobre su cadera. La pequeña sí que lo miraba. La saludó forzadamente con la mano, entró en la cocina y marcó el número de teléfono. Esperó. Paseó la mirada desde su jardín hacia la valla de separación, y después hasta el pinar de su vecino y las hectáreas de praderas ondeantes que lo rodeaban. Todo ello atestado de serpientes.

Al cabo de un rato llegó Baz, vestido con un polo azul en el que se leía: «Snake Catcher Victoria», vaqueros y botas de trabajo. Una gorra le ensombrecía el rostro y blandía un largo bastón entre sus rudas manazas. Paseó la mirada de Nathan a Jaime y dijo:

—Mostradme el camino —como si el tiempo fuera oro.

Nathan le enseñó la losa forjada y Baz negó con la cabeza.

—Joder, no me lo vais a poner fácil, ¿verdad?

—Ahí es donde se ha metido.

Jaime, a su espalda, dijo:

—¿Podrás atraparla?

—Si me das un taladro y una excavadora, puede —dijo Baz.

Nathan se quedó junto a él mirando la plancha de cemento y deseó no haberle hecho caso a esa estúpida mujer y haber partido la serpiente por la mitad.

—Tendría que haberme cargado a ese puto bicho.

Baz se volvió hacia él lentamente, con calma, y le dijo:

—Haré como que no he oído eso, amigo. Y entérate, que sea la última vez que te oigo decirlo. Matar serpientes es ilegal. Te cae una multa de seis mil pavos.

—Solo digo que...

—Bueno, pues no lo digas. —Baz señaló el hacha que había dejado allí tirada—. Aunque la hubieras partido por la mitad, la sección de la cabeza puede morderte hasta un buen rato después.

—Eso es lo que yo le he dicho —dijo Jaime.

Nathan entrelazaba sus voluminosas manos nerviosamente.

—¿Entonces qué? ¿La dejamos donde está y punto?

—Colega, si no puede salir, se muere —dijo Baz—. De hecho, al bloquearle la salida, la matas. Seis mil pavos.

—¿Me denunciarías? Por el amor hermoso, ¿qué demonios quieres que hagamos? Tenemos una niña pequeña. ¿Estás diciendo que debo quitar los ladrillos para dejar que una serpiente venenosa campe a sus anchas y mi mujer y yo tengamos que encerrarnos en casa con nuestra hija hasta el fin de los días?

Baz, que no se dejaba impresionar por Nathan, era, no obstante, un hombre justo. Tenía hijos. Incluso había sufrido una mordedura de serpiente diez años atrás que provocó un ataque de pánico en su familia. Se mordió el labio inferior.

—De acuerdo. Esto es lo que vamos a hacer. ¿Necesitáis esa losa de cemento para algo? ¿Tenéis pensado construir una caseta sobre ella, por ejemplo?

—Por mí puedes deshacerte de ella.

—Yo no pienso deshacerme de ella, eso lo harás tú. O al menos tendrás que llevarte los trozos cuando la rompamos. Tengo un amigo, un cementero especializado en forjados caseros, porches y cimientos. Él lo excavará, no hay problema. Empezaremos por el agujero, lo iremos agrandando poco a poco, lo suficiente para irme haciendo una idea de qué tenemos bajo vuestro forjado, si es una cavidad grande o hay un entramado de madrigueras. En cuanto vea una serpiente o serpientes, me pondré manos a la obra con mi gancho.

Serpientes, en plural. Genial.

—¿Qué harás con ella? ¿Con ellas?

—Ponerla en libertad en su entorno natural.

—Claro —dijo Nathan—. ¿Y si esa cabeza de cobre típica tuya tuviera, digamos, un instinto hogareño?

—Amigo, aquí tenemos serpientes a nuestro alrededor durante todo el verano. La mayoría de las veces no te las encuentras. Yo ahora me libro de esta serpiente y ¿quién te dice que no va a aparecer otra en tu jardín mañana?

Nathan miró a Jaime. Suspiró.

—De acuerdo, vamos a ello.

—Igual no puede ser hoy —dijo Baz, con una inquietud en su rostro que mostraba la poca gracia que le hacía pensar en una serpiente angustiada.

Pero el operario de Baz aceptó pasarse al mediodía, así que este se hizo fuerte en el porche de Nathan: café, galletas Anzac y a darle a la sin hueso mientras esperaba. El muy capullo tenía a Jaime comiendo de su mano con sus historias de serpientes.

Finalmente, entró rezongando una camioneta gris como el cemento y como el propio Mick el albañil, que era puro escombro humano en pantalones cortos, vestido con una camiseta azul y botas de faena, los años de deslomarse en el trabajo patentes en su espalda encorvada y sus piernas zambas. Estrechó la mano de Nathan con una sonrisa torcida de sabelotodo que destilaba malicia. Nathan se sonrojó, convencido de que Baz le habría contado algo al obrero para que pensara que era un gilipollas.

—Me han dicho que tienes un problema —dijo Mick, soltándole la mano.

—Podríamos llamarlo así.

—Así es como lo he llamado. —Mick echó un ojo a la losa y se frotó las manos—. Llevo haciendo forjados de cemento toda la vida. No suelo tener la oportunidad de reventarlos.

—Prepárate para retirarte si sale una cabeza —dijo Baz.

—Sí, bueno, prepárate tú para estar listo con el gancho ese —dijo el obrero.

—Tened cuidado —gritó Jaime desde detrás de la mosquitera.

Mick miró a los otros dos con los ojos entornados y fue a la camioneta a coger el martillo neumático.

—No voy a empezar por el medio —dijo—, no sea que haya un agujero debajo y caiga en un nido de cabezas de cobre. Comenzaré por uno de los bordes y excavaré, pongamos que medio metro cuadrado cada vez, miramos debajo y pasamos al siguiente tramo. ¿Qué te parece?

—Métele caña —dijo Baz.

¿Piensa sacar los fragmentos a pelo con las manos?, se preguntó Nathan. Yo ni loco.

No era a pelo: Mick utilizaba una palanca para sacarlos. Y una vez se hubo deshecho de cuatro tramos de medio metro cuadrado, se hizo patente que habían vertido gran parte del cemento directamente sobre la propia tierra. Salvo que a medida que se iban descubriendo los bordes más próximos al nido de serpiente se apreciaba cierto nivel de hundimiento de tierras bajo el centro del forjado.

—Ahí la tienes —dijo Nathan.

Baz asintió.

—Está intentando escabullirse hacia el fondo.

—Perforaré otra sección —dijo Mick.

—Sí, métele. Pero prepárate para poner la marcha atrás —dijo Baz—. Nuestra amiguita no estará para fiestas.

Esta vez Mick seccionó un pequeño fragmento de cemento y se adentró en el agujero original. Este se despedazó en terrones cuando intentó sacarlo con la palanca.

—El capullo que cementó esto no tenía ni puta idea de forjados —dijo, irritado—. Demasiada arena, y encima mal mezclada. —Reculó—. ¡Hostia puta!

El terroso cemento se había derrumbado sobre la serpiente, que intentó atacarlo, pero estaba atrapada entre el mortero. Baz entró rápidamente en escena e inmovilizó la cabeza con su bastón. Después, se acuclilló y usó la otra mano para apartar trozos de cemento hasta que liberó a la serpiente. La sostuvo en alto mientras mantenía controlada con su gancho la ondulante sección frontal y la metió dentro de un saco de arpillera.

—Coser y cantar —dijo, sonriendo a los otros.

Que, por lo que parecía, estaban más interesados en el agujero que había bajo la sección central del forjado.

—¿Qué pasa, tenemos a una familia entera de cabroncetes?

Miró hacia abajo. Lo que tenían era una camisa de algodón podrida sobre una caja torácica y un Rolex Oyster de pega enrollado en los huesos de un esqueleto.

Bajo una luz fría

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