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Auhl firmó para sacar del depósito un utilitario sin distintivos y se dirigió hacia el Monash siguiendo la alentadora voz que sonaba en la aplicación de mapas del teléfono de Claire Pascal. Aquella voz, a la que le pareció adecuada llamar Sarah, era su compañía más cálida. Pascal estaba sentada a centímetros de él, mirando al frente e irradiando hostilidad. Pues si no quería trabajar con él en un caso, que se jodiera. Josh Bugg, el otro chaval, estaba en el juzgado. Así que, a menos que la jefa quisiera participar, a Pascal no le quedaba otra. Le entraron ganas de cabrearla más y no pasar de sesenta en la autopista, como el viejo carcamal que era. Pero alguno de los dos tenía que comportarse como un adulto.

Salieron de la autopista y se encontraron en el EastLink, con lo que Pascal tuvo que contarle a regañadientes a dónde iban y por qué.

—Un colega estaba desarmando un forjado de cemento cerca de Pearcedale y ha encontrado un cadáver debajo. Un esqueleto.

—O sea, un caso viejo y frío —dijo Auhl.

Pascal lo fusiló con la mirada.

—O sea, que los tipos de Homicidios nos han echado el muerto encima.

Auhl aguzó sus sentidos al presentir que había un subtexto. ¿Personal? No sabía gran cosa acerca de la vida privada de Claire Pascal. Estaba casada, hasta ahí podía leer. ¿Con un policía? De todas formas, tampoco le apetecía demasiado tener una conversación íntima con alguien que le había advertido del dolor que causaba una rociada de espray de pimienta en toda la cara.

La miró. Joven. Buen cuerpo. Competente. Seguía con la vista al frente, el pelo estirado hacia atrás de una manera que acentuaba sus rasgos y modales afilados. Al mismo tiempo, despedía un agradable olor a ropa recién lavada y champú de esos especiados. No le caía mal. Es verdad que lo había llamado recauchutado, pero no le faltaba razón, pensó Auhl. Él mismo se sentía recauchutado esos días. Recompuesto con caucho reciclado. Prácticamente, un desgaste acelerado garantizado.

Tras dejar atrás unos cuantos kilómetros de autopistas, al final, después de presionarla, picarla y darle coba, consiguió que Pascal se abriera un poco. Hablaron sobre su jefa, del caso Elphick, del que le habían asignado a ella. El tiempo empezó a pasar más rápido.

Al cabo de una larga pausa, le dijo:

—¿Cómo es que abandonaste el cuerpo y después volviste?

Y Auhl notó cierto retintín.

Se hacía una clara idea de los resentimientos que se ocultaban tras los insultos y puteos que recibía de los detectives más jóvenes del departamento de Homicidios y del de Casos sin Resolver. Suponía un freno para sus carreras. Esperaba que se le diera un trato preferente (y lo recibía). No estaba al día de los últimos avances técnicos y de investigación. Era lento, estaba mayor, lo que supondría una rémora en situaciones en las que se jugaran la vida.

No había mucho de cierto en ello, pero en los seis meses que llevaba en el equipo, Auhl ya había pasado por encima de más de uno y hecho preguntas embarazosas. También había sacado a la luz ejemplos de indolencia, ineptitud e inexperiencia en algunas de las investigaciones originales.

Era probable que Claire Pascal sintiera que le hacía sombra.

—Me buscaron ellos —dijo con cautela—. Todos los cuerpos de policía están volviendo a contratar a agentes retirados para trabajar en casos sin resolver. Así se liberan recursos.

Pascal desdeñó su respuesta.

—Esa es la versión oficial. Lo que yo quiero saber es por qué acabaste retirándote.

—¿Sinceramente? Diez años en Homicidios, las escenas del crimen acabaron afectándome. Algunas de ellas eran horribles. La mayoría. Se supone que uno tiene que crearse una coraza. Yo no pude.

Ella no le dijo que parecía una princesita, ni que se comportara como un hombre, el tipo de reproches al que había tenido que enfrentarse durante su larga carrera. Habló dirigiéndose al parabrisas.

—Acabó afectándote.

—Sí.

—Supongo que revisar fotos antiguas del escenario del crimen no es lo mismo.

—No.

Volvió a sumirse en su silencio malhumorado. Después, cerca de Frankston, cuando Auhl tomó la salida hacia Peninsula Link, dijo de repente:

—Yo estuve fuera del cuerpo durante tres años.

—¿Sí?

—Estaba haciendo una redada. Un laboratorio de metanfetas casero cerca de Melton. Uno de mi propio equipo me hizo atravesar una cristalera de un empujón. Uno de esos tíos competitivos que odia llegar el último. —Levantó su mano derecha, se arremangó y puso el brazo entre el salpicadero y su cara. Él se aventuró a echarle una ojeada rápida: un antebrazo lleno de cicatrices con la piel arrugada por hilos y cordones de tejido desgarrado—. Afectó al tendón. Ahora he recuperado plena movilidad, o casi. Pero la operación y la rehabilitación fueron interminables y como que... se me fue. Perdí el nervio.

—Es una putada que te pase eso.

—El perito médico de la policía me insinuó que renunciara por problemas de salud, y lo hice, pero al año ya no podía soportarlo más. Volví, solicité regresar a mi antiguo equipo (me rechazaron) y acabé en una unidad forense de las afueras, en la otra punta de la ciudad, con un sargento cabrón que no quería tener a una mujer en su equipo. —Hizo una pausa—. De eso me enteré por las malas.

—¿Y eso?

Claire continuó como si él no hubiera pronunciado palabra.

—Turnos de noche. Un montón de turnos de noche. Vamos, que estaba yo sola en la comisaría en plena madrugada. Llamadas de teléfono guarras. Ruidos raros. Me rajaron las ruedas en una memorable ocasión. —Otra pausa—. Y si tenía turno de día se pasaba el tiempo sobándome, lanzándome pullas o denigrándome. Al menos tú no haces eso.

—Bueno, no quiero que me rocíen espray de pimienta en toda la cara —dijo Auhl.

Se quedó mirándolo fijamente hasta que soltó una risotada y se sonrojó.

—Ya, bueno, ya sabes, es agua pasada; no me lo tengas en cuenta.

—Hecho —dijo Auhl—. ¿Entonces, solicitaste el traslado a Casos sin Resolver?

—Y el resto es historia.

Aunque por ahora no había mucha, pensó Auhl. Había entrado en el departamento solo un mes antes que él. Se dejó soñar despierto mientras conducían en silencio, despejada ya casi toda la tensión. Su casa, su hija, su esposa. Los estudiantes y esos hombres y mujeres destrozados que solían quedarse allí por un tiempo. Y pensamientos insidiosos: el viejo señor Elphick tirado en el suelo entre su camioneta y la verja que separaba la linde. Las huellas de los neumáticos. La libreta entre los asientos.

La libreta y el batiburrillo de números y letras que Elphick había anotado en la cubierta...

—«Númeromatrícula».

—¿Cómo?

—Perdona. Era un recordatorio.

—Los viejos hablan solos —dijo Claire Pascal—. Ya me había dado cuenta.

Auhl rio y dejó que Sarah los llevara a aquella dirección al este de Pearcedale.

Se encontraron en un terreno no del todo plano con un horizonte prácticamente inalterado en cualquiera de las direcciones que se mirara. Los tipos de asentamiento humano pasaban de un extremo al otro: las casas originales de los granjeros estaban demarcadas por viejos árboles del caucho, extensas praderas y setos de cipreses. Entre los atrios de las mansiones mediterráneas germinaban polvorientas parcelas derruidas, casas baratas prefabricadas y edificios bajos de ladrillo visto con amplios porches. Algún que otro arbusto y plantón diseminados por ahí, tristes sustitutos de los árboles del caucho arramblados con las excavadoras para facilitar la instalación de jóvenes familias. Remolques con barcos, todoterrenos hinchados, antenas parabólicas. Carteles que anunciaban desbrozados, clases de yoga, arrendamiento de caballos. Alguna que otra cabra pastando, un caballo, una alpaca. Un tipo a todo trapo en su quad con un perro en el portamascotas.

Finalmente, Sarah le comunicó a Auhl que girase hacia la izquierda y los condujo atropelladamente por un camino de tierra hasta una valla metálica blanca con la verja abierta. Al final del camino de entrada había varios vehículos junto a una casa de aspecto nuevo con un diseño pasado de moda, una estructura de tres módulos de ladrillo visto con un tejado clásico. Auhl se fijó en los automóviles al llegar: una pequeña camioneta blanca de algún manitas, un coche familiar, un patrullero de la policía, otro blanco sin distintivos como el que conducían ellos, una furgoneta de la policía científica, dos todoterrenos bajo un techado. Entraron en contacto visual con varias personas reunidas en torno a una carpa azul de esas que suelen montar para conservar el cuerpo y ocultarlo a los medios de comunicación.

Auhl aminoró la marcha, se metió en el césped, aparcó detrás de la furgoneta de la científica y salieron del coche, deteniéndose brevemente a inspeccionar el inmueble.

En realidad, no es una casa aislada, advirtió Auhl. La gente compraba allí parcelas de cinco y diez hectáreas que les daban la sensación de no tener a nadie cerca, pero sus vecinos solían estar al otro lado de un pequeño prado. En aquel sitio se veían terrenos sin cultivar por todas partes y unos trescientos metros más abajo de la calle se atisbaba un tejado de aluminio rojo sobre las acacias. Las únicas estructuras en las inmediaciones eran una casa de aperos de aluminio con un cobertizo para guardar la leña y un brillante cobertizo de acero ondulado en el que había balas de paja, una caravana para caballos, un remolque y un cortacésped.

Balas de paja. Auhl inspeccionó de nuevo los alrededores y vio dos ponis enanos en un vallado que había detrás de la casa.

El departamento de Homicidios estaba representado por una pareja de detectives, Malesa y Duggan. Auhl los conocía de vista, Pascal de algo más.

—¿Cómo va eso, Claire? —dijo Malesa. Era un tipo flacucho con ínfulas que apestaba a aftershave. Duggan, un mascachicles desgarbado, estaba encorvado tras él con las manos metidas en los bolsillos. Malesa continuó—: ¿Te han puesto con este carca reciclado para que te enseñe?

—Más o menos —dijo Claire.

Parecía sentirse incómoda.

—¿Y el andador, se lo ha dejado en el coche? —dijo Duggan.

Auhl estaba cansado ya de las bromitas del andador. Tal vez Claire también lo estuviera, porque dijo:

—Sí, gracias chicos, sois la monda. Bueno, ¿qué tenemos hasta ahora, etcétera, etcétera?

Caminaron hacia la carpa del escenario del crimen mientras Malesa describía las circunstancias que llevaron al descubrimiento del esqueleto que había bajo el forjado. Sopló una suave brisa a campo abierto. Las paredes de la carpa se hinchaban y desinflaban al viento.

—¿Primeras impresiones? —dijo Auhl.

Malesa bufó.

—El típico de las primeras impresiones. Las primeras impresiones son que el cadáver lleva ahí un montón de años.

Se detuvieron a la entrada. Auhl observó a un fotógrafo en plena faena, un cámara, dos técnicos de la científica, uno de ellos metido en un hoyo que cubría a media altura. Todos llevaban trajes y patucos desechables de investigación forense. Habían sacado el esqueleto y lo habían colocado en una lona sobre la que estaba acuclillado el otro técnico cepillando la arena de los huesos. Auhl veía la hebilla de un cinturón y un trozo de cuero. Jirones de tela podrida en la parte superior del torso, alrededor de la cintura y en una de las piernas. Zapatillas deportivas de correr, sintéticas, prácticamente intactas.

Freya Berg, la patóloga del equipo forense se arrodilló al otro lado de los restos del cadáver, observando cómo el cepillado ponía al descubierto los huesos. Alzó la vista.

—¿Alan? ¿Has vuelto a la faena?

—Condena voluntaria.

Y ahí quedó la charla intrascendental. Berg volvió su vista hacia abajo y dijo:

—Varón, baja estatura, por sus dientes se diría que era joven. Con joven quiero decir en torno a los veinte años. Posiblemente le dispararon. La costilla izquierda inferior está astillada y falta el fragmento correspondiente —giró la cabeza— de la zona inferior de la columna vertebral. Así que puede que recibiera un disparo en el pecho y la bala la atravesara.

Auhl se volvió hacia el hoyo con la tierra excavada y los trozos de cemento amontonados junto a él.

—¿Encontraron algo con el detector de metales?

Los técnicos pasaron de él. Duggan dejó de mascar para decir:

—No.

—Le dispararon en otra parte —dijo Pascal.

Miró en dirección a la casa.

Malesa la observó con una sonrisa torcida.

—Siento decepcionarte, Claire, pero esa preciosa residencia lleva ahí menos de dos años. Y las casetas igual.

Pascal señaló la excavación.

—¿Qué hay del forjado? ¿Qué era antes? ¿El suelo de alguna caseta?

—Quién sabe —dijo Malesa, encogiéndose de hombros.

—El caso es que aquí el amigo —dijo Duggan mascando chicle y deteniéndose el tiempo suficiente para frotarse las manos con actitud de satisfacción— Hombre de Hormigón está muy muerto. Muerto como quien dice muy, pero que muy muerto. No es problema nuestro.

—Es problema vuestro —confirmó Malesa.

Hombre de Hormigón, pensó Auhl. Ahora todos lo llamarán así.

—¿Ha hablado vuestro jefe con la nuestra?

—Lo has cogido a la primera.

Duggan siguió mascando con alegría.

—Así que, si no os importa, tortolitos, nosotros tenemos en Lalor un fiambre reciente. Un libanés contra otro, tampoco es que se pierda mucho, pero tenemos que ir tirando.

—Qué amable —dijo Pascal.

—Estamos aquí para servirles.

Auhl señaló con la cabeza hacia la casa, en donde había una pareja con un niño pequeño que observaba la escena desde el conjunto de asientos del porche.

—¿Viven aquí?

—Sí —dijo Malesa.

—Y sí, joder, hemos hablado con ellos —dijo Duggan. Sacó su libreta, arrancó una hoja y se la entregó a Claire—. Son los propietarios. Se mudaron hace poco más de un año. La casa ya estaba aquí, nueva y sin ocupantes previos.

Auhl miró por encima del hombro de Pascal. «Nathan Wright, 28; Jaime Wright, 29; Serena Rae Wright, 19 meses». Había otros dos nombres en la lista: «Baz McInnes, cazador de serpientes; Mick Tohl, albañil». Miró hacia la camioneta, en cuya cabina vio dos cabezas, los pies sobre el salpicadero, ambas puertas abiertas. Estarían deseando acabar con esto.

—Vale, gracias —dijo Pascal.

—No fatigues mucho al viejales —dijo Malesa.

Y tras esto, se fueron.

—Patanes —murmuró.

Auhl no podría haberlo expresado mejor.

—¿Cómo quieres que hagamos esto?

—¿Hablamos primero con —dijo consultando el papel— McInnes y Tohl para que puedan largarse?

—Eso es justo lo que pensaba —dijo Auhl.

El cazador de serpientes y el albañil no tenían nada que añadir, pero Auhl sentía curiosidad por el oficio.

Baz señaló hacia la bandeja de carga de la camioneta cementera.

—Amigo, esa pobre cabrona lleva toda la mañana en un saco de arpillera. Tengo que sacarla.

Claire miró la bolsa con nerviosismo. Retrocedió un paso.

—Una pregunta rápida. Muy rápida. ¿Sabéis a quién pertenecía antes este terreno?

—Ni idea. Nunca había estado por aquí. —Baz se volvió hacia su compañero, que liaba un cigarrillo bien prieto y estaba disfrutando como un enano con el drama—. ¿Mick?

El operario terminó de liarlo, humedeció la punta y se palpó los bolsillos buscando el encendedor.

—No sabría decir. Preguntad a los vecinos.

La mitad del trabajo de la policía consistía en preguntar a los vecinos. Los dejaron marchar y mientras cruzaban el jardín para llegar a la casa, Auhl se quedó pensando en que, en esos distritos, un mundo de parcelas pequeñas y no de grandes latifundios que pasaran de generación en generación, las fincas cambiaban de manos con frecuencia. Llegaban familias jóvenes que unas veces prosperaban y otras no; se marchaban de allí en busca de un trabajo diferente y una casa más grande, o más pequeña. Los niños salían del instituto y huían a la ciudad para trabajar o estudiar, pero nunca volvían.

Los pensamientos de Claire estaban en la misma onda.

—Puede que haya habido varios cambios de dueño.

—Puede.

—Y es posible que no sepamos cuánto tiempo lleva el cuerpo allí hasta dentro de unos días...

—Ya que estamos aquí, veamos cómo se nos da llamar a las puertas antes de volver a la ciudad.

Se quedó mirándolo con curiosidad. Le había quitado las palabras de la boca.

Llegaron hasta el porche, donde esperaba la pequeña familia, que había aceptado con desesperanza su nueva situación: estar bajo sospecha, con el jardín manga por hombro, serpientes al acecho y la presencia de la muerte. Sonrisas de nerviosismo cuando Auhl se presentó ante ellos con Claire.

—Según tenemos entendido, ¿se mudaron aquí hace un año, más o menos?

—Trece meses —dijo Nathan Wright.

Era un hombre corpulento y medio fofo de unos treinta años con unos antebrazos pecosos y sin vello. Su mujer también era grandota, malcarada, con el pelo castaño, mechas rubias y unos pendientes que oscilaban en el aire. La niña que tenía sobre su regazo se había quedado mirándolos y Auhl se puso tenso al pensar en cómo su manita podía tirar con fuerza de una de esas bonitas baratijas.

—¿Qué había aquí cuando se trasladaron?

—Lo que ve —dijo Jaime como si fuera obvio—. La casa, esa caseta grande, las vallas.

—La caseta del jardín pequeña la pusimos nosotros —dijo el marido.

—¿No derribaron ningún edificio antiguo?

—¿Como qué?

—¿Había algún gallinero sobre la losa de cemento, por ejemplo? —dijo Auhl pacientemente. Ambos negaron con la cabeza—. ¿No se preguntaron qué hacía ahí?

—La verdad es que no —dijo la mujer.

Era como su marido, tendía al cortoplacismo, a las preocupaciones inmediatas. Tal vez en ese aspecto fuera como la mayoría de la gente, pensó Auhl. Ya nadie se interesaba por nada.

—¿A quién le compraron la casa? —preguntó Claire.

—¿Se refiere al de la agencia? —dijo Nathan—. Un tipo que se llamaba Tony.

—¿No conocieron al anterior propietario?

—Ah, vale, ya lo pillo. Esto pertenecía a una compañía agrícola —dijo señalando hacia el vecindario— y construyeron nuestra casa como residencia para el capataz. Después, se lo pensaron mejor e hicieron más parcelas. Supongo que el de la agencia podrá contarle más.

Una vez provistos de las señas del agente, Auhl y Pascal regresaron a la carpa de la escena del crimen, En su interior el aire estaba viciado, un olor a tierra removida y a ligera putrefacción.

—Estoy sudando como un cerdo con el traje —dijo Freya Berg, quitándose los guantes y desembarazándose del mono de protección desechable—. La autopsia le tocará hacerla a otro, probablemente mañana o pasado mañana. Mientras tanto, lo que decía, joven varón con lo que parecen lesiones por penetración contusiva.

—Un disparo, ¿entonces? —Berg hizo un gesto evasivo con la mano—. ¿Había algo en los bolsillos? ¿Algún carnet? ¿Cartera? ¿Llaves?

—Si te preguntas desde cuándo lleva ahí enterrado, como mínimo desde 2008 —respondió la forense—. Encontraron una moneda de cinco céntimos de ese año.

—¿Dónde estaba?

—Debajo del cuerpo, en el suelo. Es probable que se cayera del bolsillo trasero de sus vaqueros.

Pascal se quedó mirando los restos.

—¿Alguna posibilidad de extraer el ADN?

—Suficiente para trazar un perfil, sí.

—¿Cómo tiene los dientes? —preguntó Auhl.

—Intactos y bien cuidados. No tenía empastes, así que dudo de que puedas identificarlo mediante los registros dentales.

—Se cuidaba.

—Era joven, Alan —dijo Freya Berg.

Bajo una luz fría

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