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Una vez que devolvieron el coche, subieron al departamento de Casos sin Resolver, donde la jefa les hizo señas para que pasaran por su despacho. Había un jarrón con rosas pálidas sobre su abarrotado escritorio. Una docena de tarjetas.

—¿Tenemos que felicitarla por su cumpleaños, jefa?

Helen Colfax esbozó una media sonrisa que lo animaba a que se dejara de mandangas. La sargento al mando tenía un rostro anguloso y escéptico. Aquel día vestía con pantalones negros y una de sus típicas camisas con estampados estrafalarios. Pelo castaño, aparentemente sin peinar; pintalabios rojo brillante. Un gesto de barbilla inquisidor.

El suyo era un rostro capaz de hacer bajar la vista a todo un pelotón de caballería. En ocasiones la había visto mostrar una calidez sincera, especialmente con las víctimas y testigos indefensos. Apreciaba el largo historial de Auhl, pero no tardó en recordarle que: uno, llevaba fuera de juego más de cinco años; y dos, la jefa era ella.

—Sentaos —dijo.

Claire Pascal se acomodó en una de las sillas para las visitas y Auhl permaneció de pie con el hombro apoyado contra el quicio de la puerta. Su vida estaba llena de estrategias triviales para combatir el sedentarismo. Por no hablar del dolor de espalda que lo aquejaba tras pasar casi tres horas en el coche.

Al ver que tenía intención de quedarse allí de pie, Colfax dijo:

—¿Quién va primero? ¿Claire?

Pascal le proporcionó un informe claro y conciso, al final del cual Colfax preguntó:

—¿Creéis que el Hombre de Hormigón es el novio de Donna Crowther?

Ahí lo tenían: «el Hombre de Hormigón» ya estaba en casa.

—Podría serlo —dijo Auhl—. O podría ser el tercer vértice de un triángulo. O alguien que no tenga nada que ver con ellos.

—¿Y le pegaron un tiro?

—Eso piensa la doctora Berg. Le dispararon en otro lugar y después lo enterraron allí.

—Pasad el detector de metales por todo el jardín, nunca se sabe.

—Estamos en ello —respondió Auhl.

—Y la casa original, ¿la derribaron? Una pena, podría ser nuestra escena del crimen. Ahí podría estar todo el tinglado: sangre, ADN, huellas, casquillos, la bala en sí. —Hizo una pausa—. Señalando lo obvio.

—Alguien tiene que hacerlo.

Colfax lo fusiló con la mirada: ¿estaba haciéndose el listillo?

Claire cortó por lo sano:

—Probablemente, la hija de la propietaria de la casa esté todavía localizable, jefa.

—Hablad con ella. Pronto. Puede que viera algo. Sangre, indicios de limpieza, pintura o enyesado...

—Lo haremos.

—Especulemos un poco —dijo Colfax—. ¿Por qué esconder a un chico bajo una losa de cemento en lugar de deshacerte del cuerpo en otra parte?

Pedirles que especularan sobre el caso era una de sus tácticas. Auhl dijo diligentemente:

—Para fingir una desaparición.

Y Claire añadió:

—Para ocultar un vínculo con el asesino.

—Para ocultar pruebas forenses, el motivo de la muerte, por ejemplo.

—Para dárnosla con queso.

—Es inspirador ver dos mentes potentes en acción —respondió Helen Colfax—. ¿Para dárnosla con qué queso?

—El asesino y la víctima estaban implicados en algo ilegal —dijo Claire—. Llamaron la atención más de lo debido y a uno de ellos le entró el canguelo.

—O le pudo la avaricia.

—Vale, a ver qué averiguáis entre la pasma local. Si es que hay quien recuerde algo de aquella época. ¿Por qué un forjado de hormigón? ¿Por qué no un simple agujero en el suelo?

—Una losa de cemento permanece ahí durante años —dijo Auhl—. ¿Quién querría ponerse a quitarla?

—Pero hacer un forjado toma su tiempo y esfuerzo. Y pericia y..., ya sabéis, cemento, etcétera.

—Es un camino bastante apartado, jefa —dijo Claire—. No hay tráfico, es una vieja casa lejos de la carretera. Tienes privacidad total y potencialmente todo el tiempo del mundo.

—Cualquiera que haya hecho algún arreglo casero en una pared de ladrillos o un porche sabe cómo mezclar cemento —añadió Auhl.

—Vale —dijo Colfax encogiéndose de hombros—. Preguntad por ahí por esa tal Crowther. ¿Era una mujer fuerte? ¿Aficionada a la bricomanía?

—Y si contaba con ayuda —dijo Auhl.

—Etcétera, etcétera —dijo Helen Colfax, concluyendo la reunión.

Auhl volvió a su escritorio y se conectó a internet. Si la configuración de números y letras que garabateó John Elphick en su libreta era efectivamente una matrícula, es probable que fuera de Tasmania. Abrió la pestaña de contacto de la página del departamento de Tráfico de Tasmania y les envió su consulta.

Cuando acabó eran las cinco y media de la tarde y había prometido recoger a Pia Fanning de las actividades extraescolares. Tomó el tranvía para volver a atravesar la ciudad en dirección a la universidad y caminó por las callejuelas hasta la puerta de su colegio, donde esperó junto a un grupo de madres, con algún que otro padre y abuelo. No habló con nadie y nadie le dirigió la palabra. Apenas lo conocían; prácticamente no había tenido oportunidad de llevar a Pia a la escuela ni recogerla. Y aparte de eso, no llevaba en ese colegio más de tres o cuatro meses.

De repente se la encontró allí, abrazándolo por la cintura. Una niña de diez años, alta, pálida, silenciosa la mayoría de las veces, que parecía estar compuesta en un noventa por ciento de codos y rodillas. «A. A.», así lo llamaba ahora, lo cual pensó que era buena señal. Al principio, cuando se trasladó a Chateau Auhl con su madre, era más tímida que un ratón.

—¿Has aprendido mucho hoy?

—Nada en absoluto.

—Excelente. —Pusieron rumbo hacia su casa en Drummond Street, ella dando saltitos, él caminando—. ¿Un helado?

Compraron unos helados.

Y después Auhl puso su voz de conspirador y murmuró:

—Que vienen, que vienen —refiriéndose a los viandantes, y los dos se quedaron completamente inmóviles ocupando tres cuartas partes de la acera, mientras individuos con la cabeza gacha avanzaban lentamente manipulando sus teléfonos con los pulgares—. Descontrol y caos —musitó—. Colisión frontal absoluta.

Pia entornó los ojos.

—No, no. Tienen algo como sensores. Nos sienten.

Uno de los paseantes chocó contra ellos. Los otros dos alzaron la vista y los esquivaron en el último instante. Todos se sintieron muy ofendidos.

—Uno de tres no está tan mal —dijo Auhl.

—Has tenido días peores.

Después, cuando se acercaban a la casa, se evaporó aquella atmósfera lúdica y ella pareció encogerse. Se pegó completamente a Auhl y cada vez andaba más despacio, con pasos más cortos. Para animarla, Auhl le dijo:

—Mañana día libre. No hay colegio.

—Esta noche voy a casa de papá —respondió ella casi imperceptiblemente.

A Auhl le habían hablado mucho de su padre, pero todavía no lo había conocido en persona.

—¿Viene a recogerte?

—Sí.

—¿A qué hora?

—Dijo que vendría a las seis.

—Vale.

—Tendré que hacer la maleta. No podré ver telebasura contigo.

Una niña ya de por sí angustiada, con más angustia si cabe.

—¿Lo que vemos nosotros es telebasura? —preguntó Auhl con desenfado.

—Así es como tú lo llamas.

Auhl recordó que cuando Pia llegó necesitaba la telebasura como agua de mayo. Nerviosa, seria, apenas sabía cómo divertirse.

Llegaron a la casa. Chateau Auhl era un edificio de apartamentos de tres plantas construido durante el boom que siguió a la fiebre del oro de la década de 1850 y estaba en un extremo de una hilera de cuatro casas. Las otras tres, en las que vivían un abogado, un célebre profesor y una pareja de cirujanos, respectivamente, permanecían bien conservadas. La suya estaba dejada, aunque no llegaba a ser destartalada, salvo por el murillo que daba a la calle. A media altura, con ladrillos derruidos, se combaba hacia el interior y rodeaba un estrecho jardín frontal lleno de malas hierbas, hojarasca variada y rosales moribundos. Había hecho un cuadrante con las tareas, pero nadie le había prestado atención, de modo que le tocaba a él despejar esa pequeña parcela de las colillas, billeteras vacías, bolsas de supermercado y el ocasional calcetín diminuto o zapato de niño que se acumularan en ella.

Abrió la verja mientras miraba con ojos críticos el jardín de la entrada. Esta tarde tocaba una bolsa del McDonald’s. La recogió con cuidado y se la ofreció a Pia.

—¡Qué rico!

—¡Puaj!

—Yo me crie en un hoyo del camino —dijo a la niña.

Tras muchas semanas compartiendo casa con él, ya estaba familiarizada con esa vieja rutina, pero esta vez no le siguió el juego. No estaba para bromas.

Auhl abrió la puerta de entrada, una pieza de madera maciza enorme pintada de negro y decorada con un aldabón dorado deslucido, tiró sus llaves dentro de un cuenco que había sobre la mesa del vestíbulo y le dijo a Pia que se preparase algo para picar. Después dejó la cartera en su dormitorio, una cámara de techos altos amplia y silenciosa con una cama tamaño extragrande que ocupaba el centro y un armario enorme apoyado contra una de las paredes. Había heredado la cama, el armario y la casa cuando murieron sus padres.

Descorrió las cortinas y abrió la ventana, dejó entrar un poco de aquel aire poco menos que tóxico, volvió al vestíbulo y se dirigió hacia la cocina. La siguiente habitación después de la suya estaba ocupada por una estudiante de medicina; rara vez la veía. A su lado había un dormitorio pequeño con una cama individual llena de trastos, seguida del baño común, la salita, la cocina y el lavadero.

Una vez pasabas todo aquello había un par de habitaciones interconectadas: dos dormitorios minúsculos y un pequeño baño. Esa ala, conocida en la casa como Doss Down, daba a un minúsculo patio trasero que estaba pavimentado y rodeado por una valla que desembocaba en el callejón, y la hilera de adosados que tenía detrás la dejaban permanentemente a la sombra. Auhl había vivido en ella durante su adolescencia, ya que era la habitación que quedaba más lejos de la de sus padres y te permitía entrar y salir sin ser visto por el callejón, pero ahora era el hogar en el que se alojaban las almas descarriadas.

La tradición comenzó al poco de que Auhl se casara, cuando la cuñada de Liz dejó a su marido y necesitaba un sitio donde quedarse. Después, cuando solucionó su historia, uno de los sobrinos de Auhl vino de Sídney para estudiar en el RMIT y estuvo quedándose allí durante un semestre hasta que se buscó un cuchitril de estudiante. Y a partir de ahí la historia no paró. Compañeros de colegio de instituto de su hija que huían de problemas en casa. Viejos amigos que se habían quedado sin trabajo. Una tía que vivía en el monte y se recobraba allí de una operación quirúrgica.

Y últimamente, mujeres y niños que escapaban de maltratadores, como Neve y Pia Fanning.

Auhl asomó la cabeza por la cocina comunitaria. Pia estaba allí, untando pan con Nutella y sirviéndose un zumo en un vaso. Volvió al vestíbulo y aguzó el oído. Arriba había dos plantas más y un complejo surtido de escaleras, descansillos y habitaciones. Su hija Bec, estudiante, vivía en el último piso y compartía el baño con una bioquímica de Sri Lanka en residencia y su marido, que alquilaban una habitación y un estudio en el mismo pasillo. Liz vivía en la planta del medio cuando se encontraba en la ciudad. Tenía una habitación, un estudio, una pequeña salita y un baño.

Todas esas habitaciones, todos esos residentes, y la casa en silencio. No se oían voces, ni aparatos, ni crujidos en el suelo de madera. Auhl gritó de todas formas, usando las manos como megáfono: «¡Cariño, ya estoy en casa!».

No tardó en oírse un traqueteo ahogado y Bec sacó la cabeza desde el descansillo del último piso. Sujetaba a la gata Cynthia contra su pecho y liberó una mano lo suficiente para saludar a su padre agitando los dedos.

—Has llegado temprano.

—No es verdad.

Bueno, ¿cómo iba a saberlo él? Su horario era un lío y el de ella lo mismo: clases, novios, trabajo a tiempo parcial en la tienda de regalos de Lygon Street.

—¿Te quedas a cenar?

Su hija gritó que sí y volvió a desaparecer.

—¡Ay, sentirse amado y necesitado! —gritó Auhl.

—Aprovecha que puedes.

Auhl se percató de que estaba enfadado. Se sirvió una cerveza, se puso un trozo de queso en una rebanada de pan y se sentó en la mesa de hierro forjado del patio trasero. Al otro lado de la valla que daba al callejón pasaban unos colegiales. El jazmín se estaba muriendo. Coches distantes y voces sobre la brisa benigna de la primavera, en el cielo estelas de aviones. Todavía con hambre, volvió a la cocina al tiempo que el aldabón de la puerta de entrada empezó a resonar por el vestíbulo como si fueran disparos.

¿Sería el padre de Pia?

Auhl respondió a la llamada. Encontró a un hombre corpulento esperando, una figura imponente con cara amable, repliegues de carne enrollados sobre el cuello de un caro traje gris.

—¿Puedo ayudarle?

Toda la apariencia de amabilidad desapareció en el momento en que el hombre abrió la boca.

—Dile a Pia que estoy aquí.

No se presentó. Apenas si reparó en Auhl, simplemente se volvió para inspeccionar la calle. Golpeó el suelo con la punta pulida de su zapato, se arremangó la chaqueta rápidamente para mirar la hora. Un hombre ocupado.

—¿Y tú eres? —preguntó Auhl para tocarle las narices.

—¿Yo? —Lloyd Fanning giró su enorme y agresiva cabeza—. Soy su padre, mentecato. Me toca quedarme con ella tres días, ¿o no te lo ha dicho esa fulana? —Cree que me estoy acostando con Neve, pensó Auhl. Abrió la boca para contestar, pero Fanning siguió a lo suyo—: No tengo todo el día. Habrá un tráfico como para morirse.

Fanning había permanecido en el hogar conyugal y tenía toda la razón. Hora punta para volver a Geelong, habría un tráfico de muerte. Auhl regresó al interior y dio unos golpecitos en la puerta de Doss Down.

—¿Pia? Ha llegado tu padre.

Y ella se marchó tal cual, sumisa y en silencio. Una niña infeliz con un bruto bien vestido.

Bajo una luz fría

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