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Al sargento en funciones Alan Auhl se le estaba haciendo tarde para ir al trabajo mientras se despedía de su mujer. Pocas veces podía pasar tiempo a solas con ella. Y tampoco es que los clientes del departamento de Casos sin Resolver clamaran por su atención.

—Si hubiera sabido que te iba a hacer un cunnilingus me habría esmerado más en afeitarme.

Liz bufó, le cubrió las orejas con las manos y tiró de sus pelos rojizos entrecanos.

—Tú a lo tuyo.

Alan prestó más atención y después se acoplaron uno a otro y dormitaron hasta que Liz dijo:

—Tengo que acabar de hacer la maleta.

Dejarse llevar por los besos hasta terminar en la cama solo parecía sucederles una o dos veces al año. Tras un intercambio de miradas, algo —la costumbre, el aprecio o los remordimientos mutuos, la química, el recuerdo del amor— había tirado de ellos. Esta vez Auhl simplemente se había dejado llevar hasta la habitación de su esposa para ver si necesitaba ayuda con las maletas. Y, después del sexo, arrebujarse, hablar, el irresistible encanto del sueño.

Más tarde, cuando volvió de su cuarto de baño, que estaba en el mismo pasillo que su habitación y estudio, Auhl la encontró tumbada sobre el edredón, mirando fijamente al techo. Había vuelto a perderla.

«No es tanto que ya no esté enamorada de ti —le había dicho ella con lágrimas en los ojos tiempo atrás, cuando ya resultaba obvio que ese aire de distracción y desconexión que lo envolvía no cambiaría jamás—, sino que ahora te quiero de manera diferente».

Se inclinó sobre ella teniendo aquello presente, la besó y soltó una gracieta sobre la preciosa mujer que había acostada en su cama.

Liz parpadeó y sus ojos recobraron su implacable inteligencia.

—Que yo sepa, esta es mi cama. Y no te emociones.

No. Eso nunca. Así no lo conseguiría ni de coña.

Auhl dejó que su mujer acabara de hacer las maletas y bajó al piso de abajo. El Chateau Auhl, un edificio de tres plantas inmensas en una calle apacible de Carlton, amplificaba el ruido que hacían sus pasos en las escaleras y los pasillos. Como cualquier otro martes a media mañana, no había nadie más en casa. Su hija, sus inquilinos y las almas descarriadas a quienes daba cobijo no llegaban hasta entrada la tarde.

Su habitación estaba junto a la entrada de la casa y compartía el baño del pasillo de la planta baja con algunos de los otros. Se duchó, se vistió, hizo dos bocadillos y envolvió uno de ellos para dárselo a Liz.

No tardó en verla bajar estruendosamente las escaleras. Salió al vestíbulo justo en el momento en que ella llegaba y le ofreció el bocadillo con una mano, mientras con la otra alcanzaba la maleta más pesada. Ella asintió como si mereciera eso y más, una mujer ágil que fluía como la seda, con un atractivo peligroso: falda, camiseta, cazadora tejana y bambas. Un tren que se le había escapado. Distante, intocable, centrada, con la mente puesta ya en su otra vida. A pesar de ello, se tomó bien que le llevara la maleta al coche, casi con cariño.

No, no estaba segura de cuándo volvería a pasar la noche allí.

Ten cuidado en la carretera.

Auhl se comió su bocadillo en la mesa de madera descascarillada y llena de surcos de la cocina, sin prestar apenas atención a lo que sonaba en Radio Nacional.

«Su coche atraviesa ahora la ciudad, pasando por el puente de Westgate hasta llegar a Geelong».

Hizo todo el recorrido con ella mentalmente.

A mediodía enjuagó los platos del almuerzo y caminó hasta la estación de tranvía de Swanston Street. Portaba consigo una ansiedad general que lo acompañó por el centro de la ciudad hasta cruzar el río y llegar a la comisaría de policía. Liz. El trabajo. Las hermanas Elphick, que lo habían llamado esa mañana como cada 14 de octubre, en el aniversario de la muerte de su padre, ellas seguían esperando unas respuestas que él no podía proporcionarles.

John Elphick, nacido en 1942, encontrado muerto por contusiones craneales en su granja de las colinas al norte de Trafalgar, Gippsland, al este de Melbourne, en 2011. Viudo, vivía solo. Su hija Erica residía en Coldstream (enfermera, casada con un médico, tres hijos); la otra hija, Rosie, profesora de primaria, vivía con su novio, profesor de instituto, en Bendigo. Todos tenían coartada. Ninguno acusaba problemas financieros. Ni apuestas, ni deudas por drogas, ni amistades sospechosas o secretos que los investigadores de la policía hubieran podido descubrir. Además, Elphick había donado su granja a la Cruz Roja con el beneplácito de sus hijas.

Sus amigos y vecinos también disponían de coartadas. Ninguno de ellos tenía motivos para querer verlo muerto. Y aunque no era el alma del barrio, John Elphick estaba bien considerado y era razonablemente activo: jugaba a la petanca, iba a la iglesia, una cerveza en el pub de vez en cuando, alguna reunión en el club de jubilados Probus. No tenía ninguna amante. Ningún asalariado que viviera en la residencia ni que la rondara. La visión que se tenía de él es que era «un vejete encantador».

Hasta ahí llegaban los recuerdos de Auhl. No le habían asignado el caso en un primer momento; se había unido al equipo cuando la investigación ya estaba avanzada, durante los días en que agonizaba su matrimonio y su periplo en el departamento de Homicidios. Y poco después de aquello se retiró. Con cincuenta años, quemado y amargado.

Pero parecía que había algo en él que a Erica y Rosie les resultaba atractivo, porque cada 14 de octubre se reunían para llamarlo. Por no perder la costumbre. ¿Alguna noticia nueva? Y hasta aquel momento, cada 14 de octubre había podido contestarles que ya no trabajaba para la policía. Lo cual no había desanimado a las hermanas. Sí, pero tienes amigos en el cuerpo, le decían, sigues en contacto con ellos. La verdad es que no, contestaba él.

Esa mañana, cuando llegó la llamada, tuvo que improvisar un nuevo diálogo. Había regresado al cuerpo de policía. De hecho, lo habían invitado a volver, después de pasar cinco años matando el tiempo: algún que otro viaje esporádico, lecturas, clases de educación para adultos, líos amorosos imposibles o desastrosos, voluntariado para diversas organizaciones benéficas.

Y no se sabe cómo, las hermanas se habían enterado de que estaba de vuelta.

—Justamente le estaba comentando a Erica —dijo Rosie mientras Auhl mascaba su muesli— que ahora estás muy bien colocado.

—Extremadamente bien colocado —dijo Erica.

En el departamento de Desaparecidos y Casos sin Resolver, para ser más precisos. Su misión era, básicamente, liberar de trabajo a detectives más jóvenes para que pudieran dedicarse a otra cosa. También valorado por sus diez años como patrullero, diez en diversas unidades especializadas y otros diez en Homicidios.

Auhl, el recauchutado, de quien se esperaba que pusiera su ojo de halcón avezado en asesinatos sin resolver, muertes accidentales, casos de desaparecidos que levantaran sospecha. Que identificara aquellos que podrían resolverse actualmente con la ayuda de las nuevas tecnologías, esos en los que no se puso suficiente interés o se actuó con negligencia, los que disponían de información nueva que había salido a la luz últimamente. Colaborar donde fuera necesario con otros departamentos, entre ellos el de Homicidios y el de Delitos Graves. Presionar para que se realizaran nuevas pruebas de ADN. Volver a intentarlo con testigos que hubieran dado fe de una coartada y ya no fueran amigos de los sospechosos. Realizar un seguimiento de los cambios a lo largo del tiempo. Por ejemplo: una escena del crimen en la que se había construido un aparcamiento. Alguna figura clave del proceso que hubiera fallecido, desaparecido en el extranjero, sufrido demencia o estuviera casada ahora con el principal sospechoso.

Una perita en dulce.

Liz había insistido en que aceptara el trabajo.

«Ese puesto está hecho para ti, corazón mío». Todavía lo llamaba así de vez en cuando. Probablemente fuera por la fuerza de la costumbre. Le recordó su actitud ante los casos que se enquistaban cuando trabajaba en Homicidios: «Obsesivo, pero para bien».

Lo que quería decir era que se mortificaba cuando pensaba que se le había pasado algo. Que algún mentiroso se la había colado. Que el asesino se ocultaba entre las decenas de nombres que había recopilado durante la investigación.

—Confiamos plenamente en ti —le había dicho Rosie Elphick esa mañana mientras Auhl se acababa el café del desayuno.

—No puedo prometerles nada.

—Lo sabemos.

—El forense dictaminó que había sido un accidente, según creo recordar.

Pero en realidad no era cierto. Lo único que recordaba era que no se había dictaminado que el caso Elphick fuera un asesinato.

Se produjo un largo silencio al otro lado de la línea, una manera sutil de comunicar su decepción.

—Error —lo reprendió Erica educadamente—. El forense se mostró bastante ambiguo al respecto.

Y Rosie añadió con vehemencia:

—Alan, te lo ruego, revisa la investigación de nuevo.

Auhl se dirigió directamente al archivo en cuanto llegó a la comisaría. Odiaba aquella sala. Le parecía que algún día encontrarían allí su cuerpo, emparedado entre las enormes estanterías móviles. O yaciendo sobre los azulejos con una mano estirada y la puerta llena de marcas de arañazos de la desesperación. Cuando trabajaba en Homicidios rara vez necesitaba consultar expedientes de casos sin resolver. Los suyos eran candentes, o cuanto menos estaban tibios. Los resolvías dejándote los pies planos, con llamadas telefónicas, búsquedas en el sistema informático e interrogatorios. Ahora parecía que pasaba la mitad del tiempo sacando archivos, y encima se trataba de informes en papel que databan de la prehistoria. Había doscientos ochenta asesinatos sin resolver desde la década de 1950 en los registros del departamento de policía de Victoria. Y mil casos de personas desaparecidas, de entre los cuales probablemente un tercio de ellos fueran asesinatos.

Aquella mañana, en busca del archivo del caso Elphick, J., 2011, apartó cuatro feos bloques de estanterías de color beis a la izquierda y creó un estrecho pasillo. Se adentró en él, cogió la caja del expediente y salió de allí sin más demora, casi esperando que las estanterías siguieran la ley del horror vacui. ¿Oiría siquiera algún ruido que se lo advirtiera?

Se llevó consigo el caso Elphick, J. a la pequeña sala de la décima planta que albergaba el departamento de Desaparecidos y Casos sin Resolver. Su jefa estaba hablando por teléfono al final de aquella sala de planta abierta en su cubículo acristalado con la puerta cerrada. Uno de los investigadores del departamento había ido a los juzgados. La otra, Claire Pascal, de espaldas a él, estaba inclinada sobre una pantalla. Auhl se conformó con ese orden de cosas. La primera vez que trabajaron juntos —en una revisión de la declaración de un testigo—, nada más entrar en el coche, Claire lo había amenazado con dejarlo ciego con espray de pimienta si le ponía las manos encima.

Soltó la caja con el expediente Elphick sobre su escritorio y vació el contenido artículo por artículo, perfumando el aire con un rancio olor a cerrado. Un voluminoso informe atado con una gomilla, un sobre con fotografías del lugar de los hechos, un vídeo del mismo. Intentó quitar la goma. Se rompió.

Las panorámicas de la escena del posible crimen mostraban a John Elphick tumbado boca arriba sobre la espesa hierba de la primavera detrás de su camioneta Holden, aparcada junto a una valla metálica. El fallecido era un hombre corpulento con una buena mata de pelo cano, vaqueros gastados, una camisa de franela de algodón y botas con cobertura elástica. Presentaba incisiones en la cabeza y sangre en la frente, mejillas, cuello y por toda la camisa. Auhl reflexionó sobre esto: ¿estaba Elphick de pie cuando sufrió las lesiones?

Auhl leyó todos los informes y declaraciones y se detuvo en los resultados de la autopsia. La muerte de Elphick había sido provocada por una enorme contusión craneoencefálica. Habían encontrado sangre y tejido cutáneo en el parachoques delantero del vehículo, lo que parecía contradecir la teoría del asesinato. Pero el patólogo también había señalado el patrón que seguía la sangre al derramarse desde la cabeza hacia el torso y la presencia de restos sanguíneos en la cabina de la camioneta: no podía descartarse que sufriera una agresión.

Y las hijas de la víctima llevaban años intentando convencerlo educadamente de que no trabajó bien el caso en su momento. «Voy a tener que darles la razón», murmuró Auhl.

—Hablando solo —dijo Claire Pascal, todavía dándole la espalda—. Pobre vejestorio bastardo.

Auhl no le prestó atención. No pensaba dejarse ofender por los insultos de la juventud. Lo habían contratado para hacer un trabajo y lo haría.

Después, introdujo en su portátil el DVD del escenario del crimen. Las fotografías servían para captar los detalles, pero con el vídeo te metías en los hechos. Atravesabas la escena de la mano del cámara. Cuando tratabas con un caso sin resolver, el vídeo suponía la mejor alternativa a haber estado presente.

Auhl vio un cerro tapizado con un tupido manto de hierba a cuyo pie había un embalse a media capacidad y cuatro árboles del caucho. Al norte las colinas formaban una cadena montañosa a lo lejos y un ancho valle hacia el sur: una panorámica de cuadrados, franjas, puntos y rayas que formaban las carreteras, prados, setos y tejados. Y ahora veía la valla metálica, la camioneta y el cadáver. En cierto punto, el cámara se había subido a la caja de carga del vehículo, dándole a Auhl una impresión más clara del cuerpo en relación con la valla y la plataforma. «Espero que hablara con los técnicos para despejar la zona antes de subirse», pensó. Presionó el botón de pausa.

Otra ventaja de la elevación: podía ver el rastro de dos juegos de neumáticos en la hierba. El Holden de Elphick entró en la escena tras pasar por la verja que había junto al embalse situado al fondo del prado. Las otras huellas de ruedas corrían paralelas a las de Elphick, pero desde el otro lado de la valla metálica. El vehículo al que correspondían había dado un giro en cierto punto y había vuelto a bajar por el cerro.

Auhl realizó una anotación: «Comprobar a quién pertenece o pertenecía el terreno colindante».

Volvió a poner en marcha la grabación. Las imágenes se detenían ahora sobre el cuerpo, de la cabeza a los pies, las suelas de las botas, los pantalones, las manos, la cabeza y el torso ensangrentados. Después se dirigían a la cabina del Holden. Asiento del conductor de vinilo, abombado, un par de rajas tapadas con cinta aislante negra. Salpicadero polvoriento, resquebrajado también por varias partes. Alfombrillas gastadas. Cinturones de seguridad mugrientos y hechos jirones. Burbujas de aire en la pegatina de identificación, en el lateral inferior izquierdo del parabrisas rayado. El cenicero abierto y dentro un clavo de los de techumbre, un clip y varias monedas. El manual de usuario, un recibo del teléfono del año 2010, cerillas, un gorro de felpa y unos alicates en la guantera. En la consola que hay entre los asientos: más monedas, unas gafas de sol Cancer Council, una libreta de anillas minúscula, un lápiz de carpintero mordido.

Auhl releyó los informes. Los detectives de la investigación no mencionaban ninguna libreta. El encargado de la escena del posible crimen sí. Elphick la usaba para anotar datos sobre precipitaciones, listas de la compra o recordatorios: «comprar leña», «reparar el cortacésped», «recolocar la verja de entrada».

Auhl volvió a ver el vídeo: la libreta estaba cerrada, la cubierta arrugada, gastada, se salía ya de las anillas. Presionó el botón de pausa y aumentó la imagen. Elphick había escrito algo en la cubierta de la libreta. Unas letras ilegibles. ¿Un número de teléfono? Los trazos del lápiz no se distinguían bien sobre la brillante superficie.

Era vagamente consciente de que Claire Pascal hablaba por teléfono con alguien en su escritorio. Esta murmuró algo y acabó por darse la vuelta con la silla.

—¡Tú, recauchutado!

—¿Qué?

—La jefa quiere que hagamos una escapadita al campo.

—¿Por?

—Vamos —dijo con impaciencia—. Ya te lo contaré en el coche.

Auhl se levantó, se puso la chaqueta y se aseguró de que llevaba el teléfono y la cartera.

Pascal no había acabado todavía con él.

—¡No te olvides el andador, abuelo!

Bajo una luz fría

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