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Los primeros en responder a la llamada, una pareja de agentes de uniforme, seguían todavía en la finca. Estaban apoltronados en el coche patrulla, con cara de aburrimiento. Nuestro cuerpo policial en plena acción, se lamentó Auhl. Su superior al mando no había pensado en hacer un seguimiento y ellos mostraban cero iniciativa, simplemente se quedaban a la espera.

De modo que Auhl avisó a la comisaría local por teléfono y los puso a trabajar. Uno de ellos llevaría a Claire Pascal en el coche patrulla y el otro a Auhl en el vehículo sin distintivos.

—Así cubriremos más terreno —dijo—. Con suerte, tal vez encontremos a alguien que tenga buena memoria.

Pascal se encogió de hombros.

—En breve será hora punta, Alan.

—Solo hasta que consigamos algún nombre —dijo Auhl—. O varios. De hace diez o doce años.

—Podríamos simplemente mirar el registro de la propiedad. Esto no corre prisa.

—Lo capto —dijo Auhl, tenso—. Podemos pasarnos el día entero de mañana mirando bases de datos. Pero eso no nos proporcionará información de primera mano. Quién sabe si antes no había otra casa allí. Y en tal caso, ¿qué pasó con ella? Quizás hubiera alguien viviendo aquí en una caravana. Una choza. Tal vez haya alguna persona que viera entrar o salir a gente.

—Tú eres el jefe.

No era cierto. Pero sí tenía la autoridad que da la experiencia.

—Nos vemos aquí dentro de una hora.

El agente que conducía su coche se llamaba Leeton. Era joven, tímido, de carrillos mofletudos y eternamente boquiabierto. Habría tardado más tiempo del que tenía en hacerle sentir cómodo. Hicieron el recorrido de una casa a otra en un silencio prácticamente absoluto.

A la primera llamada respondió una mujer con un niño en brazos. Vivía en una casita prefabricada como las de cuento, con un tejado a dos aguas exagerado, instalada sobre un césped recién sembrado. La mujer recordaba cuándo habían construido la casa de los Wright.

—¿Unos dos o tres años después de que nos mudáramos aquí?

—¿Qué había allí antes de que la construyeran?

—¿A qué se refiere?

—Cualquier cosa, alguna casa vieja, casetas...

—Creo que solo había pastos.

—¿Sabe quién era el dueño del terreno?

—No, lo siento.

—¿Se cruzó alguna vez con alguien que entrara o saliera del lugar al principio de establecerse aquí? ¿Vio alguna actividad?

—Solo los obreros.

En la siguiente vivienda, una vieja casa ranchera recubierta con planchas de madera, le contaron una historia parecida. Después, un polvoriento tranvía de Melbourne recuperado como vivienda, nadie en casa. Y tras eso, una estructura de ladrillos de la década de 1970 en donde una adolescente, que acababa de llegar del instituto, le dijo: «Puede que mis padres sepan algo, pero no volverán hasta más tarde».

Auhl le dejó su número de teléfono y volvió al coche. Leeton encendió el motor y después se quedó quieto, con el rostro abochornado.

—¿Qué? —dijo Auhl.

—Mi turno acaba dentro de media hora, señor.

Auhl miró el reloj: las tres y media. Medio kilómetro más adelante había un vivero que sugería la presencia de una población y otros pequeños negocios a su alrededor. Lo señaló:

—Hablamos rápidamente con el de la tienda de jardinería y nos reunimos con tu compañero, ¿vale?

—Sí, señor.

Pasaron ante montañas apiladas de leña, grava, mantillo y tierra. Casetas de jardín, una plataforma de pesaje, una camioneta con remolque de laterales altos. Leeton aparcó delante de una cabaña de madera con un letrero que decía OFFICE y Auhl bajó del coche.

Un viejo salió a recibirlo. Llevaba un mono de trabajo y se movía con dificultad. Se encorvó y dejó ver un cráneo abollado bajo una fina capa de pelo gris. Sus humedecidos ojos hicieron caso omiso de Leeton, que permanecía al volante, y se centraron en Auhl.

—¿Han venido por el cadáver que encontraron bajo el cemento?

—Las noticias vuelan.

El hombre sonrió.

—¿En qué puedo ayudarle?

—Me interesaría cualquier cosa que pueda contarme sobre la finca. A quién pertenecía. Si tuvo algún inquilino. Vehículos que entraran o salieran. Cualquier cosa. De aquí a diez, quince años atrás.

El viejo silbó.

—¿De hace tanto? El resto es fácil. Bernadette Sullivan fue la propietaria durante un porrón de años. Después lo compró una empresa agrícola de fuera y construyeron la casa que hay ahora, luego se lo pensaron mejor y la parcelaron. Ahí fue cuando Nathan y su señora la compraron. —Hizo una pausa y ladeó la cabeza—. ¿La ha conocido, a la parienta?

Auhl sonrió.

—Sí, la he conocido. —Y después, añadió—: Cuénteme más sobre Bernadette Sullivan.

—Como decía, vivió aquí durante un porrón de años, con su marido y su hija. Después el marido falleció, la hija se casó y Bernie se fue a vivir con ella por una temporada hasta que la vendieran y la alquilaron durante un tiempo.

Auhl estaba confundido.

—¿Alquilaron el terreno para cultivar?

—No, alquilaron la casa.

—¿Había una casa antes? ¿Antes de la que hay ahora?

Y el viejo se quedó mirándolo con cara de malas pulgas

—Eso mismo le estaba contando. Una de esas casas viejas con amianto, un día estaba allí y al siguiente desapareció.

—¿La derribaron?

—Por lo que yo sé.

—¿No tendrá por casualidad la dirección de la señora Sullivan?

—No le servirá de mucho, está muerta.

—¿Y qué me dice de la hija? —preguntó Auhl pacientemente.

—Angela. Casada y divorciada —dijo el viejo. Hizo un movimiento con la cabeza—. Vive en el camino de South Frankston.

—¿Dirección? ¿Teléfono?

—Venga al despacho.

Suelo laminado abombado, calendarios de antaño y, detrás del mostrador principal, una salamandra y un escritorio abarrotado con un ordenador portátil, un teléfono, una impresora y un mar de albaranes. Un gato enorme que hacía equilibrios sobre el fino marco de la pantalla de la chimenea le guiñó un ojo.

—Aquí lo tenemos —dijo el viejo, revisando un manoseado libro de cuentas; después hizo un garabato al dorso de un sobre medio roto.

—¿Recuerda a alguno de los arrendatarios?

—La verdad es que no. Creo que el sitio se quedó libre durante un par de años hacia el final. Antes de eso vivía allí una pareja, pero el chaval le pegó un tiro a la mujer, aunque no lo culpo, porque era fea como el culo de un mono y encima era mala gente. De todas formas, ella se fue también al cabo de un tiempo. Y antes de eso vivía allí una familia. Hacía un frío de muerte en invierno, no paraba de llevarles madera.

Pero Auhl se había quedado pensando en el hombre que le había pegado un tiro a su novia.

—¿Recuerda algo de aquella pareja?

—¿Cómo qué?

—Nombres. Personalidades. Incidentes. Cualquier cosa que le resultara rara.

El viejo se encogió de hombros.

—Eran gente normal. Al parecer discutían de vez en cuando.

Eso era todo lo que Auhl podría rascar.

—Decía que la casa se había quedado vacía durante un tiempo antes de que la derribaran. ¿Cuántos años antes de eso vivieron ellos allí?

—¿Cinco? ¿Diez?

—¿No sabrá dónde vive ninguno de ellos ahora?

—Ni idea. Puede que Angela lo sepa.

—¿Fueron ellos los últimos inquilinos?

El viejo parecía ya exasperado.

—Tal vez lo fueran, yo qué sé. Lo único que sé es que no volví a llevar madera a ese sitio cuando se fue la mujer, ¿vale?

Ya era media tarde cuando Auhl y Pascal regresaron a Melbourne comparando sus notas. Conducía ella; la autopista estaba despejada en las afueras, pero cuando entraron en la ciudad el tráfico era más pesado. Tenía pocos datos que añadir a los de Auhl, salvo por el nombre de la mujer a la que su novio supuestamente había dejado en la estacada: Donna Crowther.

—Hacía de canguro por la zona, limpiaba casas, jardinería. La mujer con la que hablé intimó bastante con ella.

—¿Siguen en contacto?

—No.

—¿Sabe algo del novio?

Claire posó la vista sobre el retrovisor interior y los laterales. Cambió de carril. Alguien tocó el claxon. El coche dio una sacudida. Apretó el volante con más fuerza.

—Perdona.

Auhl se percató de que era una conductora nerviosa, pegada al freno, con miedo a pisarlo cuando era necesario. Recapacitó sobre lo que había dado por sentado antes, que evitaba conducir con un hombre de copiloto, y resolvió que no le preocupaban en absoluto las críticas machistas ni que le metieran mano. Simplemente, no le gustaba conducir.

—¿El novio? —le recordó.

—Se llamaba Sean y por lo que parece Donna y él siempre estaban peleando.

—En cuyo caso, podría haber algún parte —dijo Auhl—. De la policía, la ambulancia... Necesitamos saber el apellido.

—¿Crees que puede ser el que había bajo el hormigón?

—Tenemos que descartarlo —dijo Auhl—. O confirmarlo.

—Encontremos a Donna Crowther —dijo Claire.

Bajo una luz fría

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