Читать книгу 7 Compañeras Mortales - George Saoulidis - Страница 15
ОглавлениеCapítulo 9: Horace
Horace volvió a su casa. Se asomó a la sala de estar para comprobar de nuevo que no eran imaginaciones suyas. No, ahí seguía Desidia, roncando suavemente, con la manta hasta la cintura y la tele todavía puesta.
¿Qué iba a hacer con ella? Realmente no creía lo que aquellas mujeres decían, pero tampoco era capaz de echarla. ¿Quería instalarse?
A Horace no le importaría, tenía espacio de sobra y necesitaba el dinero. Pero, ¿podría ella permitirse… algo?
Desidia era la apoteosis del típico amigo parásito de la universidad, ese que se fumaba tus cigarrillos, dormía en tu sofá y se comía tus sobras de pizza.
El típico que se adhería como una sanguijuela a tu vida hasta que las cosas se volvían demasiado serias para ignorarlas y había que arrancarlo de raíz.
Puso la limonada y el resto de la compra en la nevera. Se dio cuenta de que estaba templada, así que ajustó la temperatura. Aún no era verano, pero los días eran cada vez más calurosos.
La rabia que le quedaba porque Desidia irrumpiera de en su casa y se apropiara de su sofá se evaporó rápidamente.
Era verdad que estaba un poco solo, admitió. Sí, veía a gente en el trabajo, pero nada parecido a una amistad. Y sus padres llevaban fuera ya mucho tiempo. Los había visto dos veces en los últimos cinco años. Siempre lo invitaban a Australia y le ofrecían pagarle el vuelo, pero él no se animaba a hacerlo.
Al final, tenía un apartamento enorme para él solo, lo suficientemente grande como para alojar a una familia, tres dormitorios, dos baños, sala de estar, balcones por todas partes, buena vista a una zona verde, ciento veinte metros cuadrados para compadecerse de sí mismo.
Sabía que lo lógico era alquilar el apartamento e irse a vivir a un lugar más asequible, pero siempre lo aplazaba para el año siguiente y el tiempo pasaba. Surgían cosas, ¿sabes?
Entró en su habitación de la infancia y cerró la puerta. Hacer eso, cerrar la puerta, era algo que no solía hacer desde hacía años. Sacó las figuras de acción de la caja y las puso en los estantes, junto a las de su colección.
Horace sabía que no le beneficiaba alardear de sus aficiones frikis en su lugar de trabajo. La gente se reía y se burlaba de él en cuanto se daba la vuelta, pero después de un par de meses ya nadie se tomaba la molestia. No podía entenderlo, el tipo que estaba a su lado tenía el estadio Olympiacos en rojo y blanco. Deportistas, copas, entradas de partidos de fútbol o algo así.
¿Por qué eso lo consideraban tolerable y normal?
Era un doble rasero de mierda. Los aficionados al deporte se disfrazaban, pintaban sus cuerpos y se comportaban como enajenados, y eso de alguna manera era más aceptable que un grupo de chicos inteligentes que disfrutaban historias de ficción y videojuegos.
Horace se dio cuenta de que estaba haciendo lo mismo con Desidia, juzgarla por un encuentro de dos minutos. Decidió darle el beneficio de la duda. Desempolvó las figuras de acción y los otros muñecos de su colección. Siempre prefirió las historias de ciencia ficción, pero las mujeres de los cuentos de fantasía le atraían mucho.
Luego se relajó en su habitación durante un rato, pensando en qué preparar después para los dos. Algo saludable, zanahorias y esas mierdas. Sí, eso sería lo mejor. Le esperaba una temporada buscando trabajo, y sabía muy bien, por tiempos pasados de su vida, que poco a poco iría cayendo en malos hábitos, como pedir comida a domicilio todos los días y dormir hasta tarde. Era inevitable, lo sabía, pero cuanto más retrasara la decadencia, mejor.
Se puso en pie y tuvo que lavar algunos platos, teniendo especial cuidado de no hacer mucho ruido. Era fácil saber si Desidia seguía durmiendo la siesta, sólo había que escuchar el suave sonido de los ronquidos.
Era tarde, pero aún había luz. Los días se hacían más largos. Preparó una cena más bien saludable, sándwiches de pavo y queso con guarnición de zanahorias y papas fritas. Mañana iría a por alimentos más sanos. Ya no podía oír los ronquidos de Desidia. Tomó dos de las limonadas frías y llevó la bandeja a la sala de estar.
Ella volvió sus ojos caídos hacia él.
―Oh, qué lindo. ¿Esto es para mí?
―Sí, pensé que tendrías hambre.
Puso la bandeja sobre la mesa de café y se sentó junto a ella, pero no tanto como para que se sintiera incómoda.
Si lo estaba, no lo demostró.
―¡Hala! Eso es muy dulce de tu parte ―dijo Desidia con voz graciosa. Cogió una zanahoria con un movimiento lentísimo y la mordisqueó como un conejo.
Él suspiró.
―Desidia, mira. Si esto es una broma, no estoy de humor. Me acaban de despedir hoy y necesito un minuto para pensar en lo que voy a hacer, ¿entiendes?
Ella hizo un gesto con la mano para alejar las preocupaciones.
―Eh. Relájate ―dijo soltando todo el aire―. Deja de preocuparte. Ahora estamos aquí. Tú y yo. Disfrutemos de la compañía del otro. Tomemos algo de picar y veamos alguna serie. Me apetece algún drama policial, una temporada o dos.
Horace resopló.
―Tu respuesta ha ido en una dirección diferente de la que pensé.
Desidia se comió una papa frita. Era una muy pequeña. No era de extrañar que estuviera tan delgada.
―¿No te gusta emborracharte?
―¡Bueno, sí me gusta! Pero… ―su voz se apagó. Sí, ¿de qué se preocupaba? Hoy había sido un día de mierda y raro. Necesitaba relajarse y vaciar su mente mediante la honorable tradición de darse atracones de programas malos de televisión, sin preocuparse por el mañana―. Sí. Hagámoslo.
Desidia sonrió, pero el gesto no llegó a sus mejillas. Dioses, ¿era demasiado perezosa para sonreír correctamente? Qué mujer tan rara.
Horace se encogió de hombros y se echó hacia atrás junto a Desidia, puso una serie de criminales y cosas así y picoteó papas fritas, dejando las preocupaciones a un lado.