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El aire es el vehículo, más aún: el asidero de la palabra. Es el medio físico gracias al que —y a través del cual— llega a nosotros. Aunque el aire es ya, en la boca y en los pulmones del locutor, la materia casi orgánica mediante la que se articula, acentúa, respira y modula el fraseo de nuestra palabra, de nuestro pensamiento. ¿Habría que sorprenderse de que el gran trabajo de Pierre Fédida sobre la ausencia —el “trabajo de una vida”, como ya en 1978 lo calificaba Gilles Deleuze—[8] haya tomado la consistencia, en los últimos diez años de su vida, de un pensamiento del aire, en cuanto sería no sólo el vehículo de la palabra —es decir, también del lamento y el canto—, sino, además, el medio por excelencia de lo figurable, el movimiento mismo, atmosférico y fluido, del inconsciente como tal?[9] Pierre Fédida construía ahí un paradigma esencial para su práctica, pero también una singular poética, que lo conducía a abordar las enfermedades del alma con los blancos de Cézanne o de Mallarmé, las rarefacciones de Giacometti o de André du Bouchet. Quizás no estaba lejos de pensar la situación analítica misma como un “cambio de aliento” (Atemwende), del que con frecuencia hablaba Celan.[10] Quizás no estaba lejos de pensar que el “presente reminiscente”, como decía él, sería ante su “pasado anacrónico”[11] como un rostro que se estremece, que siente aquí la caricia del soplo del viento, materia impalpable aunque muy táctil, proveniente de allá, de muy lejos, tal vez de su pasado, que es su intimidad por excelencia.

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Gestos de aire y de piedra

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