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Marcel Proust murió de asma nerviosa. Los médicos permanecieron impotentes ante la enfermedad, “pero no el escritor”, como lo recuerda Walter Benjamin, “al punto que la puso a su servicio”, sobre todo para extraer de ella algunas imágenes fuertes: “El matraqueo de mi respiración acalla el de mi pluma”. Así, Benjamin comenta:

el asma entró en su arte, si es que no lo creó directamente. Su sintaxis imita, con su ritmo, ese miedo a ahogarse. Y su reflexión, que es siempre irónica, y al tiempo filosófica y didáctica, es la respiración con que termina la pesadilla propia del recuerdo. A mayor escala, la muerte viene a ser eso que Proust tenía presente de modo continuo, sobre todo mientras escribía, la brutal amenaza de la crisis de ahogo. Así estaba la muerte frente a Proust, pero lo estuvo durante mucho tiempo, bastante antes de que su enfermedad adquiriera al fin su forma crítica. [...] De tal manera que, nadie que conozca esa particular tenacidad con que los recuerdos se conservan presentes y adheridos al olfato (pero no los olores al recuerdo) podrá decir que la sensibilidad de Proust en su relación con los olores era simplemente casual. No hay duda alguna de que la mayor parte de aquellos recuerdos que indagamos se presentan ante nosotros como rostros, y también las figuras propias de la mémoire involontaire son, en buena parte, rostros aislados, enigmáticos. Por eso es preciso trasladarse, si lo que se quiere es conocer las oscilaciones internas de esta obra, a una capa profunda de aquella memoria involuntaria en que los momentos del recuerdo ya no nos informan de un conjunto, aisladamente, como imágenes, sino sin imagen y sin forma, del mismo modo que a los pescadores el peso de la red les informa respecto a las capturas. El olor ahí es, como tal, el sentido del peso del que arroja sus redes al inmenso mar del temps perdu.[7]

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Gestos de aire y de piedra

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