Читать книгу Gestos de aire y de piedra - Georges Didi-Huberman - Страница 7
ОглавлениеLe faltaba el aire (era un suplicio asistir a eso, impotente). Oscuramente, supo extraer de su experiencia misma un conocimiento fundamental y, con él, un arte de la palabra y de la escucha, que me parece lo convertía en el terapeuta inspirado por excelencia, el interlocutor capaz de “respirar” —aun antes de haberla interpretado— la palabra del paciente. Lo que un día llamó su “proyecto psicopatológico” recurría explícitamente a una tradición trágica, aquella que, en el Agamenón de Esquilo, el Himno a Zeus llama el “conocimiento mediante el padecer” (pathei mathos). Un saber del cual el sueño es el guardián y del cual el sueño —esa construcción de “castillos de aire”, como lo dice la lengua de Freud (Luftschlösser)— sería el espacio mismo del llamado, un espacio “hecho de imágenes”, de memoria y de “intensidad sensorial”.[4]
Merleau-Ponty escribió acerca de nuestra experiencia sensorial —del mundo alrededor, del cuerpo dentro— que “en la vida ordinaria no podríamos captarla, esta experiencia, porque está disimulada bajo sus propias adquisiciones”, es decir, bajo la capa y el confort de sus propios hábitos. Sin embargo, cuando “el mundo de los objetos claros y articulados se encuentra abolido, nuestro ser perceptivo, amputado de su mundo, dibuja una espacialidad sin cosas”,[5] que es una manera de confrontarnos con ésta en tanto que ausencia, es decir, cuestión vital. Esto es lo que ocurre con el aire: cuando creemos que nos desplazamos con libertad, ya no lo vemos ni lo sentimos. No lo percibimos como elemento vital —aunque no por eso se convierta en “algo” que podamos aislar—, sino cuando el polvo lo contamina, cuando se vuelve volutas de humo, o es violento en la tormenta o cuando, al ahogarnos, nos falta. Nunca lo sentimos mejor —como materia, medio, necesidad— que cuando la impureza reina y la respiración se entrecorta.
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