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Sueños de obstinación

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Ciertos sueños, que suelen aparecer en coyunturas específicas de la experiencia analítica, representan plásticamente el guion fantasmático en el momento mismo de esbozarse en aquélla la construcción de éste. Son sueños penosos, muchas veces angustiantes, y en este sentido han de incluirse en el conjunto de los que contradicen lo que Freud llamaba “principio de placer”. Estudiarlos nos transportará sin escalas a los problemas que ese principio plantea.

Al elucidar la desfiguración onírica, Freud reconoce de entrada que hay “sueños en los que puede reconocerse el contenido más penoso, pero ninguna huella del cumplimiento de un deseo cualquiera”.(23) Es un flanco por donde cabría atacar su tesis sobre el sueño, y concierne a algo muy conocido, pues ¿quién no ha tenido sueños desagradables, asquerosos, angustiantes o insoportables? De todos modos, él aclara que esto no impide que esos sueños al fin “se revelen, después de la interpretación, como cumplimientos de deseo”.(24) De hecho, ésa es la pieza clave que aportó para develar el enigma de la función del sueño y, desde allí, trazar las vías que conducen a su interpretación. En sueños de este tipo, tales como el famoso sueño de la bella carnicera, “el contenido penoso no apunta sino a disfrazar otro deseado”, y por eso él propone llamarlos “sueños de deseo contrario y de displacer”.(25)

Nótese que aquí, dos décadas antes de 1920, ya se presenta algo que contradice la supuesta vigencia de un principio de placer. El psicoanálisis recién nacía y Freud aún tenía todo por hacer. Habría podido dejar de lado ese principio, pero no lo hizo. Siempre buscó salvarlo, y aquí esa decisión lo obliga a hacer las mismas contorsiones argumentales que durante el resto de su vida deberá realizar con ese fin: dice que el trabajo interpretativo hace de estos sueños penosos unos cumplimientos de deseo hechos y derechos, pero que satisfacen ciertas “inclinaciones masoquistas” cuya extensión deberíamos suponer mayor aún que la de la validez del principio que ellas son llamadas a salvar, pues Freud mismo, pese a afirmar que “las pasiones fácilmente nos hacen padecer”,(26) reconoce que se deja “llevar demasiado por [sus] aficiones”.(27) ¡Ni siquiera él cumple con lo que su amado principio de placer dicta! Sin embargo, en lugar de deducir de ello su propio masoquismo o de descartar sin más, otra vez, el bendito principio, atribuye el carácter displacentero de esos sueños a la desfiguración onírica. Sólo esto le permite mantener, aunque con pequeños cambios, la fórmula general según la cual el sueño es el cumplimiento disfrazado de un deseo reprimido,(28) y justificar la hipótesis de que hay dos instancias psíquicas en conflicto, separadas entre sí por una censura.(29) Pero las contradicciones que esta solución entraña lo asaltan a la vuelta de cada esquina.

Una de las peores se encuentra hacia el final del célebre apartado relativo a los típicos sueños de muerte de seres queridos. Lacan ha puesto un gran acento en la estructura de uno de ellos: el que inaugura el séptimo capítulo de la Traumdeutung.(30) Es aquel en que el hijo reprocha al padre que no note el fuego que lo consume. Freud nos advierte que, en los sueños que figuran la muerte de quienes amamos, “el pensamiento onírico formado por el deseo reprimido escapa de toda censura y se presenta inalterado”.(31) Pero ¿cómo algo tan horrible puede burlar toda censura y presentarse sin desfiguración? ¿Y no nos habían dicho que la desfiguración era lo que tornaba penosos esos sueños? Acorralado, Freud hace una finta envidiable, un pase de manos magistral: dice que el deseo en ellos es tan enorme que la censura “está desarmada” frente a él, como si “ni en sueños” pudiera ocurrírsenos una cosa semejante. Ahora bien, ¿debemos seguirlo en esto? ¿Qué caso tiene postular una censura que se ocupa de lo pequeño y no de lo grande? ¿Qué censura tapa un escote y deja ver obscenas desnudeces? ¿Cuál impide publicitar banderas rojas y acepta en primera plana el Manifiesto Comunista? Además ¿cómo es posible postular tal inadvertencia de la censura, si la mujer que contó este sueño (que había sido soñado por otro) se apresuró a “resoñarlo”,(32) y, por lo tanto, estaba bien advertida de lo que vendría?

Estas y otras preguntas sugieren la conveniencia de trasladar el principio de placer, junto con el “más allá” que aspira a salvarlo y con el principio de realidad que pretende ser su continuación por otros medios, a un estante del museo de las concepciones psicoanalíticas obsoletas.

Todo esto se condice con lo que el propio Freud dice en una nota agregada en 1909 a La interpretación de los sueños, donde señala algo que observamos con regularidad, a saber, que las personas que “en su infancia sufrieron atentados sexuales […] anhelan su repetición en el sueño”.(33) Es algo que se constata sobre todo en casos de abuso sexual infantil reiterado: así como suele decirse, a medias en broma, que ser paranoico no excluye estar siendo perseguido, haber sido abusado no excluye, a la inversa, que eso forme parte del propio fantasma.(34) Ahora bien, si la persona abusada anhela que el atentado se repita en sueños, el modo en que ese anhelo elude la censura no puede achacarse a la posibilidad de que ésta se encuentre mal preparada para enfrentarlo. Todos estos ejemplos contradicen, pues, la pretendida validez del principio de placer, y lo hacen mucho antes de que Freud intente rescatarlo, en 1920, mediante su “más allá”.

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