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Si en lugar de la historia de mi Novalis escribiera la de Theophil Brachvogel y su amigo, tendría que exponer y contar ahora su estadía de vacaciones, la primera visita y el café con el señor administrador, el primer encuentro de Brachvogel con aquella bella Helene Elster y muchas otras cosas, de lo cual me abstengo de mala gana. Pero debo rechazar la exposición exhaustiva de estos y otros acontecimientos. De lo contrario, me harían falta tomos completos hasta poder llevar mi historia ordenadamente hasta su transitorio final, es decir, hasta el día de hoy.

De modo que observo mi Novalis y busco en él más huellas de la vida de entonces.

La dedicatoria de Brachvogel citada al final del capítulo anterior, que figura en el primer volumen, presenta rastros de que alguien intentó borrarla. La buena tinta había penetrado demasiado profundamente en el papel y resistió la intención de elidirla. Tanto la dedicatoria como el apotegma sobrevivieron.

¿Qué significa para el comprador, el dueño y el lector de un libro antiguo la primera letra raspada con un cortaplumas en una dedicatoria escrita hace sesenta años? Nada. Un afeamiento mínimo, que fácilmente puede subsanarse pegándole algo encima.

Pero yo no dejé que le pegaran nada encima. Para mí y para nuestro relato significa un capítulo entero, uno oscuro y doloroso, cuya redacción se me hace difícil, puesto que hace tiempo que guardo un silencioso amor por las manos y los destinos con los que por entonces entró en contacto mi libro.

Tres semanas después de aquella entretenida tarde de su arribo, el profesor particular Brachvogel ya no era la misma persona juvenilmente despreocupada e ingenuamente alegre de antes. Había experimentado alguna de esas cosas que, vividas a toda velocidad, nos envejecen más que toda una serie de años tranquilos. Había ganado una felicidad, una culpa y una pena, pero perdido un amigo y una juventud. El Novalis había vuelto a ser de él, y él mismo había intentado borrar la dedicatoria aún fresca.

Se había comprometido con Helene Elster, y el pobre Hermann Rosius había perdido a su amigo y a su amada el mismo día. O no el mismo día; pues después de que se rompió la amistad, se desató por la bella muchacha una breve pelea, oculta y desesperada. La victoria quedó en manos del apuesto y vital Brachvogel, y la encarnizada rivalidad de los amigos del alma ahora enemistados se transformó, sobre todo del lado del pobre teólogo, en un amargo y triste devenir de renuncia y pérdida.

¿Había cometido Theophil una traición? Él mismo padecía esta pregunta, y su respuesta era sí y no al mismo tiempo. Sí, porque ya al primer día después de haber hablado con la muchacha él podría haber huido, dejando al amigo con su antiguo derecho. Más tarde ya no se podía hablar de traición o de algún pecado consciente, lo justo y lo injusto y también la amistad se habían fundido y olvidado en el fuego de la pasión imperiosa.

A veces he reflexionado sobre cuánta culpa le cabe; y en mi opinión, su culpa no es pequeña, porque no sé de nada más sagrado e intocable que una amistad profunda entre muchachos. Pero Theophil era joven, y puede que todo su ser haya estado apremiado durante aquellos años por el decisivo amor de una mujer. ¿Y quién quiere hacer el cálculo de con cuánta fuerza, pese a su felicidad, se vengó de él la amistad traicionada?

Tengo para mí que su corazón, no acostumbrado al sufrimiento y a no tener razón, debe haber temblado cuando Rosius le mandó de vuelta, con otras pequeñas reliquias de su amistad, el libro que le había regalado, ese libro con el que habían pasado juntos tantas horas de ricas ensoñaciones. Y tengo para mí que su corazón tembló cuando estuvo de nuevo sentado en soledad en su vivienda de Tubinga e intentó en vano borrar la dedicatoria de la tapa del libro, tan en vano como borrar de su corazón el recuerdo envenenado de su antiguo lazo de amistad. Pienso también que le debe haber leído uno de los poemas o fábulas de Novalis a su prometida, que a menudo se quedaba de visita en Tubinga. ¿Cómo se habrán sentido él y ella, cuando ella agarró por primera vez el libro y vio la dedicatoria y aquel nombre y el intento de borrarla?

Rosius encontró dos años más tarde otro amor, y el casamiento tuvo lugar pocos meses después del de Brachvogel, en el año 1842. La vida del cargo público y de la familia ocupó el tiempo de ambos amigos, los recuerdos se hicieron más suaves y pálidos, pero ellos no volvieron a verse, y el uno solo escuchaba del otro por casualidad de tercera mano.

Debido a la vida hogareña satisfactoria y ocupada, también es probable que el sereno poeta haya quedado casi en el olvido, muchos años pasó con poco uso en la biblioteca de la casa de Brachvogel. En esas décadas empezaron a morir paulatinamente los viejos admiradores de aquella poesía del primer romanticismo, sin que los siguieran nuevos. Entre la juventud que surgía por aquel tiempo, pocos conocían de Novalis más que el nombre, incluido el hijo adolescente de Brachvogel, que a pesar de ser lector dejó los dos modestos tomos intactos en la biblioteca paterna. Parecía que al poeta enterrado hacía cincuenta años se le había pasado su momento de gloria. Le había llegado a todas luces la época de anticuarse, ese veloz y triste hundimiento que comporta pasar de ser ridículo a ser aburrido y de ahí a ser definitivamente olvidado.

Así quedó nuestro libro durante diez, veinte años. Sus hojas adquirieron una suave pátina cremosa, ese noble óxido de los libros envejecidos que precede al amarilleamiento. Pero el tan injuriado papel secante se mantuvo de manera magnífica. Tan poco noble como era, hoy se ve aun más fresco y blanco que la mayoría de las calamitosas impresiones de los años setenta y ochenta, que a uno se le vuelven marrones entre las manos.

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