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El Novalis

De los papeles de un bibliófilo 1

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Tras reflexionar acerca de qué característica sería la más adecuada para presentarme ante el eventual lector de estas notas, me doy cuenta de que lo mejor, de acuerdo con el tema de mi escrito, es definirme como un bibliófilo. Y es cierto que esta es mi peculiaridad más propia. Al menos no guardo con ninguna posesión más valiosa, ninguna que me dé más alegría ni de la que esté más orgulloso, que mi biblioteca. También me resulta más fácil orientarme en la diversidad del mundo de los libros que en el caos de la vida, y he sido más prudente y venturoso encontrando y reteniendo bellos libros antiguos que en mis intentos por unir amenamente el destino de otras personas con el propio.

Esto no obstante, una y otra vez me he esforzado por mantener un contacto vital con todo lo humano, y también mi afición por viejos mamotretos no está exenta de conexiones con la vida, aun cuando parezca el hobby de un solterón envejecido.

La simpatía y la alegría que me dan mis libros no proviene únicamente de su contenido, su presentación y su rareza, también siento especial necesidad y regocijo por conocer, si se puede, la historia de estos libros. No me refiero a la historia de su creación y difusión, sino a la historia privada de los ejemplares específicos que me pertenecen de momento.

Cuando hojeo a algún viejo poeta, una temprana edición de Claudius, de Jean Paul, de Tieck o de Hoffmann, sintiendo entre el pulgar y el índice el simple papel impreso con su acogedora anacronía, nunca puedo abstenerme de pensar en las generaciones pasadas, para las que estas hojas de papel envejecido significaron alguna vez presente, vida, emoción y novedad. ¡Si uno pudiera saber en cuántas manos, temblorosas de entusiasmo o de fiebre lectora, ha estado uno de estos viejos ejemplares del Titán o del Werther, y cuántas veces habrán encendido durante noches enteras, en habitaciones chapadas a la antigua e iluminadas por lámparas colgantes, las lágrimas y los gritos de júbilo de un alma joven!

Cuán caros son para uno los libros que se fueron heredando desde los antepasados a través de la familia, esos que ya de niños veíamos dentro del viejo armarito y que encontramos mencionados en los intercambios epistolares y en los diarios íntimos de nuestros abuelos que hemos conservado. Y en algunos libros adquiridos de manos extrañas hallamos los nombres de sonoridad extraña de los antiguos dueños, dedicatorias de hace dos siglos, y cada vez que nos topamos con un trazo de pluma, un doblez, una anotación al margen o un viejo señalador, pensamos además en estos dueños fallecidos hace décadas, honorables señores y señoras de rostros familiares y serios, vestidos con curiosas y muy anticuadas polleras, puños y gorgueras, gente que fue contemporánea de la aparición del Werther, del Götz von Berlichingen y del Wilhelm Meister de Goethe, así como del estreno de las obras de Beethoven.

Entre los viejos volúmenes preferidos de mis bibliotecas hay muchos cuyas presuntas historias constituyen para mí un rico campo para deliciosas y curiosas investigaciones y suposiciones. Al llevarlas a cabo no ahorro demasiado en fantaseos e invenciones, en parte por el gusto de divertirme, en parte porque estoy convencido de que la voluntad de atrapar la historia íntima y verdadera de los tiempos pasados es una obra de la fantasía y no del conocimiento científico. Desde los volúmenes aldinos en octavo del Renacimiento italiano, impresos en lujosa antiqua, hasta las primeras ediciones de Mörike, Eichendorff y la Bettina, para casi cada uno de los tomos de mi colección tengo un primer dueño imaginario. Las guerras, las festividades, las intrigas, los robos, la muerte y el asesinato juegan de vez en cuando algún papel; parte de la verdadera historia mundial, y de las historias familiares inventadas, se relaciona con los antiguos mamotretos, cuyas encuadernaciones, aun cuando se encuentren algo dañadas, no he dejado que toque ningún encuadernador moderno.

Poseo además algunos libros cuyo pasado conozco entero o al menos por algunas décadas. Conozco los nombres de sus antiguos lectores y del encuadernador que los encuadernó en su momento; conozco la mano y el año en que surgieron las anotaciones escritas allí dentro. Conozco las ciudades, las casas, las habitaciones y las bibliotecas en las que estuvieron; conozco las lágrimas que se derramaron sobre ellos, y sé también sus motivos.

A ese par de libros los estimo por sobre todos los otros. Tratar con ellos me ha iluminado más de una hora melancólica; pues a menudo, como el hombre solitario que soy, me veo atacado por la tristeza en medio de la silenciosa compañía de mis bibliotecas, al ver cómo todo aquello que alguna vez fue moderno y nuevo e importante cae víctima del interés frío y compasivamente sonriente de otra época o del olvido, y con cuánta rapidez se extingue el recuerdo de cada uno de ellos.

Entonces este par de volúmenes me habla consoladoramente del misterio del amor, de lo que permanece entre los cambios de épocas. Me ofrece la vecindad, cuando me siento solo, de los elevados retratos de sus amigos fallecidos, a cuya cadena me sumo agradecido y de buena gana. Pues en estos momentos, sentir que uno pertenece, como un miembro subordinado y menor, a una comunidad y a una serie firmes, siempre es mejor y más consolador que la cruel y absurda soledad en el infinito.

De estos libros queridos he elegido ahora uno del que quiero contar su historia, a fin de que acaso se vuelva más valioso para un dueño posterior.

Entre las varias ediciones de Novalis que fui juntando poco a poco, se encuentra una “cuarta, aumentada” del año 1837, una reimpresión en Stuttgart en papel secante en dos tomos. Desde su primer dueño, el abuelo de uno de mis amigos, ha quedado constantemente en manos de gente conocida o emparentada conmigo, de modo que fue tarea fácil averiguar su historia.

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