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El verano llegó inesperadamente rápido, como siempre. Los estudiantes se marcharon en todas las direcciones rumbo a sus hogares o de viaje a lo de amigos o parientes. El aplicado profesor particular, aunque también él había obtenido algunas semanas de vacaciones, se había quedado en Tubinga para trabajar. El tórrido agosto ardía sobre los techos y hervía en los callejones estrechos y adoquinados de la ciudad. El estudiante Rettig había dado su examen y el último día del semestre había ido a lo de Brachvogel, en busca del resto de su tálero por el Novalis.

Brachvogel habitaba ahora, algo aislado, una pieza de vacaciones en el callejón Münz y se sentaba a trabajar en su escritorio o en la biblioteca. En eso llegó una carta de Hermann Rosius trayendo un trozo de vida fresca a su silenciosa existencia. La carta decía así:

¡Amigo del alma!

¿Cómo va tu vida en Tubinga? Me imagino que estará todo muy tranquilo. ¿Fomenta eso tu trabajo? En cuanto a mí, hasta ahora casi que no he tocado un libro. Pero ahora siento un gran deseo de leer a Novalis entero y con calma. Debes traérmelo, o al menos un tomo.

¡Sí, traérmelo! Pues espero que me visites en los próximos días, te lo pido de corazón. El asunto con la muchacha parece progresar, y quiero tenerte aquí, en principio para que compartas mi alegría, pero también para que me prestes apoyo con tu carácter más habilidoso y con tu gran experiencia en sociedad. Soy tan torpe en todo eso… Mi querido padre tiene sitio para un huésped, si nos acomodamos un poquito. ¡Por favor ven sin falta y tan pronto como te sea posible!

El profesor particular leyó la invitación con alegría y decidió aceptarla sin demoras. Riendo y cantando canciones de caminata, empacó ese mismo día su morral. Al solicitado Novalis decidió, tras algunos titubeos, no solo llevárselo al amigo, sino también dedicárselo.

A la mañana siguiente se puso en camino a pie hacia la pequeña ciudad de nacimiento del camarada, ubicada a un par de millas subiendo por el Neckar. La blanca carretera brillaba magníficamente bajo el sol matinal, las bellas orillas del Neckar estaban verdes y fecundas bajo la luminosidad de ese día de pleno verano. Desde alturas de caluroso ascenso, el caminante vio el recorrido reluciente y sinuoso del río extendiéndose a través de los campos de frutas que se iban amarilleando y las huertas en sombras, a menudo rodeadas de empinados viñedos. Las agujas de los campanarios lanzaban centelleos encandiladores desde los pueblos lejanos, en los campos y en las laderas con viñedos se trabajaba intensamente, las montañas más altas del Jura de Suabia, calmas y boscosas, le ponían coto a la vista panorámica.

En el alma fresca y receptiva del joven viajero se reflejaba todo este mundo alegre y colorido de manera abundante y feliz. El recuerdo, la intuición y la esperanza lo fundían imperceptible y armoniosamente con la belleza del mundo visible, y las canciones futuras conmovían, en germen, el sentimiento del alegre muchacho. Era un paseador de nacimiento, vigoroso, ágil, resistente y predispuesto para contemplar desde el lado amable todas las cosas que le salían a su encuentro. También su ojo estaba abierto para las bellezas del paisaje y perceptivo para los delicados encantos de las cumbres montañosas, de la iluminación, de los colores del follaje y de las tonalidades azules de la lejanía.

Mientras avanzaba, recordaba con regocijo las imágenes de viaje en Heinrich von Ofterdingen de Novalis, que ya había leído dos veces. Recordó los conceptuosos y tiernos versos de la “Dedicatoria”, con su enigmática y dulce gracia y su armonía profundamente musical. Tal vez no sabía lo parecido que era él mismo al joven Ofterding de aquel poema. Lo que aún le faltaba para ser un hombre era precisamente lo que le confería a su ser la frescura inofensiva y encantadora. Sobre él reposaba el perfume de la juventud temprana, a la que ningún gran dolor le ha quitado aún la despreocupación para darle a cambio la solemnidad de la madurez.

Bien entrada la tarde llegó a la pequeña ciudad, donde lo esperaba Rosius. Por sobre la maraña de los viejos y los nuevos techos sobresalía el plácido campanario de la iglesia, coronado por una cebolla que le daba un efecto humorístico. Manadas de gansos y patos poblaban las callejas y los rincones de los patios, así como también la suave corriente del Neckar, que cruzaba un puente de piedra de un gris venerable.

El viejo Rosius había sido un pequeño comerciante, o en rigor un mercachifle, pero hacía años que se había jubilado y ahora vivía en una casita nueva de la que alquilaba la mitad, a la que Brachvogel llegó tras preguntar un poco y finalmente entró.

El sorprendido amigo lo recibió con gritos de júbilo, también el viejo y silencioso padre le dio la mano, mientras movía sus labios muy arrugados para componer un anticuado saludo de bienvenida. Hermann llevó luego al huésped a la habitación que debían compartir. Conversando alegremente, el profesor particular desempacó su morral de caminata, que además de ropa interior y una chaqueta contenía los dos tomos de Novalis.

–¡Ah, el Novalis! –exclamó Rosius contento, y tomó uno de los volúmenes, aquel en el que Brachvogel ya había escrito su dedicatoria en Tubinga.

La vio enseguida y abrazó agradecido al donante.

Ni él ni el que recibió el regalo están hoy con vida, pero la dedicatoria de puño y letra de Brachvogel aún se puede leer en la cara interior de la tapa del volumen:

Theophil B. a su amigo Hermann Rosius, en el verano de 1838.

Y abajo:

“El verdadero poeta es omnisciente: es un auténtico mundo en miniatura.” (Novalis)

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