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Por la tarde. En el pesado cielo, el viento cálido del sur arrastraba las rápidas nubes. Reclinado sobre la ventana de una confortable pieza, la fina mano derecha abrazando la cruz de la ventana, Theophil Brachvogel observaba el infinito y tímido vuelo de las nubes, entregado y conmovido, con el alma llena de un gran poema.

Sobre el amplio escritorio, junto a cuadernos, papeles de carta y utensilios de escritura, estaba abierto el segundo tomo del Novalis. Con mucha mayor frescura que el crítico Rettig, el apacible profesor particular había conservado la habilidad juvenil de saborear las obras de los poetas como si fueran un vino dulce, entregándose sin resistencia al río embriagador de su lenguaje sublime, el alma como una cáscara bamboleante repleta hasta el borde de profundo sentimiento, del cual rebasaba de cuando en cuando una pesada y henchida gota e iba desapareciendo como un poema propio.

Hacía unos días lo había atrapado la suave violencia del más profundo y dulce de los románticos, cuyo lenguaje de tonos oscuros, saturado de aromas y presentimiento, arrastraba a su obediente corazón hacia sus blandos ritmos. Es algo que sonaba tan místicamente melodioso como una tempestad lejana en lo profundo de la noche, abovedada por la fuga de nubes y la luz azul de las estrellas, henchida de la tímida sabiduría de todos los misterios de la vida y de todos los tiernos secretos del pensamiento.

Regresó a la mesa y leyó nuevamente el maravilloso pasaje: “Bajo hacia la noche sagrada, inefable, misteriosa. En lo remoto yace el mundo, hundido en una profunda cripta: yerma y solitaria es su ubicación. En las cuerdas del pecho sopla una profunda melancolía. Las lejanías del recuerdo, los deseos de juventud, los sueños de la niñez, las breves alegrías y las vanas esperanzas de toda una larga vida se acercan en vestidos grises, como la niebla nocturna tras la puesta del sol”.

La nostálgica belleza de los himnos nocturnos pasó por el pecho del joven soñador como pasa un relampagueo por una oscura y terrible noche de principios de verano.

Se quedó todavía una hora solo en la habitación silenciosa, ya fuera leyendo, ya fuera andando de un lado al otro, ya fuera observando por la ventana la irrupción de la negra noche de abril. Después salió por la puerta, que dejó abierta, hacia el pasillo oscuro, fue tanteando la pared y luego las escaleras. Arriba golpeó despacio una puerta, detrás de la cual vivía su amigo Hermann Rosius. Encontró al aplicado amigo leyendo su libro preferido, el Gnomon de Bengel.4 El piadoso y sereno estudiante saludó contento al viejo amigo, a quien se sentía apegado con admiración y ternura, y le liberó rápidamente la silla que sostenía los restos de una magra cena. Brachvogel sacó del bolsillo el volumen de Novalis que había traído, lo apoyó sobre la mesa bajo la luz y señaló el título.

–¿Lo conoces? –le preguntó al teólogo.

Rosius negó con la cabeza.

–Solo de nombre –dijo–. Creo que está relacionado de alguna manera con Schleiermacher. ¿Lo estás leyendo ahora?

–Quiero leerte un tramo.

Le leyó el primer himno a la noche. Su armónica voz se adaptaba de manera simple y noble al severo pathos de la poesía. No hay efecto más sublime y puro para cualquier poeta que el instante en que un alma joven y entusiasta comparte su obra con el amigo.

Ambos muchachos se abstuvieron de emitir juicios. En silencio esperaron a que resonase hasta el final el profundo tono de nostalgia del hogar que les había despertado en su interior. La pequeña lámpara de estudio brillaba rojiza a través de la modesta habitación.

Al fin, Rosius rompió el silencio. Habló despacio y con timidez, sonrojándose en la penumbra.

–Creo que es la hora indicada para hacerte una confesión.

Brachvogel no contestó. Solo asintió y dirigió la mirada al rostro abochornado y amable del amigo, que prosiguió en voz baja:

–Hace tiempo que quería contártelo, pero nunca encontraba el momento indicado. Espero comprometerme este verano.

–¡Qué dices! Aunque en realidad no me sorprende, ustedes los teólogos tienen la costumbre de asumir sus cargos ya casados. ¡Pero igual! ¿Y con quién, eh?

–Con una señorita…

–¿Ah, sí? Había supuesto algo parecido.

–Helene Elster. Es una hija adoptiva del administrador de nuestra pequeña ciudad. Pero no hablemos mucho de eso, todo es aún tan incierto.

–¿Y has hablado con ella sobre el asunto? ¿Se mandan cartas?

–¡Qué te piensas! No, no. Pero en las vacaciones de verano le quiero preguntar, y creo que ella va a decir que sí. Incluso tengo la esperanza certera.

–¿Es bonita?

–Oh, sí.

–¡Cuenta! ¿Es rubia? ¿Con sentido musical? ¿Canta? ¿Grande? ¿Pequeña? ¿De espíritu heroico? ¿Un alma mansa?

–¡Así eres siempre, Theo!

–Sí, sí, pero lo que quiero saber es cómo se ve. ¿Tienes un retrato?

–¿Un retrato? ¿Cómo lo podría haber conseguido? No. Tiene pelo castaño y es bastante delgada. Y tiene un corazón… un carácter…

–Rosius, no eres un artista. Pero empiezo de a poco a hacerme una idea de ella.

–Bueno, lo que quería contarte. La vi por primera vez en un café en la casa del asistente. Hace apenas un par de meses que volvió del instituto. Tú sabes lo tímido que siempre soy con las chicas. ¡Y ahora estaba sentada justo a mi lado en la mesa! Quedé completamente hechizado por su voz. Hablaba con la que estaba enfrente sobre música, y de un viaje, y de historias de mujeres. Sabes, una voz… una voz tan especial, clara como una campana y sin embargo con un velo encima. Así es como tengo en la memoria la voz de mi madre. ¡Y además tan bella! No la podía ver bien, pero su mano izquierda estaba todo el tiempo al lado de la mía sobre la mesa. No sabía que una mano así sola también podía ser una cosa tan hermosa.

–¿De qué hablaste con ella?

–Vaya pregunta. Ay, Dios, todo el tiempo estaba deseando que me dirigiera la palabra.

–Pero esa debería haber sido tu tarea.

–No lo sé. Hablaba de una fiesta. De repente giró hacia mi lado y preguntó: “¿Estuvo usted también presente?”. Pensé que me hablaba a mí, pero la pregunta era para el asistente. Contesté: “No”, al mismo tiempo contestó el asistente, vi que me había equivocado y me avergoncé.

–¿Y eso ha sido todo?

–¡Espera! Ese fue nuestro primer encuentro. Después fui invitado a lo del administrador y volví a verla. Ahí me podía mover con mayor libertad que en la casa del asistente, y logré entablar con ella una conversación. Claro que no corrió de manera muy fluida, pues ella hablaba mucho más rápido que yo y salía siempre con algo nuevo cuando yo acababa de preparar una frase adecuada sobre el tema anterior. Es una perfecta dama. Dirigió la conversación para un lado y para el otro, hasta dejarme totalmente mareado. Más tarde la vi en un concierto, un cuarteto de cuerdas en el que tocaba el administrador y también mi tío. Ahí conversó conmigo en confianza, yo estaba muy alegre y agudo, fue un buen día. Desde entonces creo que ha notado mi interés por ella. Empezó a ponerse un poco colorada cada vez que la saludaba en la calle. También pasé con frecuencia por el frente de su casa, y da la impresión de que no le disgusta verme…

No se había hecho tarde aún cuando el profesor particular volvió a tomar su volumen de Novalis y regresó a su pieza en el piso inferior. Allí terminó de leer los himnos, y volvió a leerlos, hasta bien entrada la noche.

A partir de ese momento, la música de cuerdas del tierno y misterioso poeta acompañó su vida a diario durante semanas. Llegó la primavera, los castaños de la avenida reverdecieron, en el parque Schönbuch sonaron los cantos de los pinzones y de los mirlos, y se hizo más grave el murmullo de las copas que se iban colmando de follaje. Durante algunas tardes libres y luminosas, Brachvogel se echaba en el bosque. Las sombras de las hayas y las manchas de sol caían sobre las hojas desplegadas de su libro preferido, las flores interpuestas entre ellas y las hojas utilizadas como señaladores imprimían sus leves huellas. Al margen de los “Fragmentos” surgieron anotaciones reflexivas, insertadas con suaves trazos de lápiz, y las fechas de varios días especialmente bellos y felices en el bosque están inscriptas en la última hoja vacía, algunas también en el texto mismo. Aún hoy se lee en la página 79, junto a la fábula de Jacinto y Flor de Rosa, el siguiente comentario: “Leído por primera vez el 12 de mayo a la vera del bosque sobre Bebenhausen”. En la misma página se conservaron impresas, en líneas pardas, las finas nervaduras de una joven hoja de haya intercalada. La hoja misma ya no está.

También Hermann Rosius leía con frecuencia, en soledad o en compañía de su amigo, de los dos tomos, y le tomó un profundo cariño al refinado poeta. Sin embargo, su espíritu severo y piadoso no siempre podía abstenerse de críticas y reproches frente a los más audaces de entre los “Fragmentos”. Junto a dos aforismos de contenido religioso, su mano escribió al margen pasajes de la Biblia. Muchas veces he pensado en cuáles de los lectores posteriores habrán tenido el suficiente amor y la curiosidad piadosa como para buscar los pasajes correspondientes.

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