Читать книгу Cuentos selectos - Герман Гессе - Страница 12

7

Оглавление

Parece que Brachvogel le guardó fidelidad al poeta por un largo tiempo. En todo caso, un día en que estaba en Florencia volvió a tomarlo en la mano y encontró la fábula de Jacinto y Flor de Rosa. Halló también aquel pasaje en el que más de treinta años antes su padre había inscripto la fecha de un día de mayo en Bebenhaus, y escribió al lado: “Settignano, junto a Florencia, 19 de junio de 1873”.

Ahora bien, en Florencia tenía un amigo. Era un alemán, de nombre Hans Geltner, que estaba casado con una toscana. Este amigo estuvo sentado en el invierno de 1874 junto a la cama de convaleciente de Brachvogel en el hospital y lo vio morir allí el 2 de marzo de 1875. Junto con un par de otros libros alemanes, heredó también el Novalis, que volvió a quedar olvidado y sin uso durante años en su estante.

Durante estos años, creció en la casa de Geltner una hija bella y rubia, que yo mismo he llegado a conocer bien. Era delgada y de una belleza totalmente alemana, y encontró puntualmente algunos admiradores.

También a mí, cuando por ese entonces llegué a Florencia y visité a los Geltner, me saltó a la vista su constitución bella y simple, de modo que muy rápidamente y sin vacilaciones preferí a ella antes que a las madonne del Quattrocento, por amor a las cuales había viajado hasta el lugar. Sucedió entonces que iba casi a diario a la casa, a menudo con amigos alemanes, a menudo solo.

Un día me topé con el Novalis en dos tomos. Geltner quedó sorprendido cuando le conté que en los últimos tiempos el romántico aparentemente desaparecido había vuelto a ser admirado y leído en Alemania. Pasábamos algunas tardes en el pequeño jardín cercado, sentados a la sombra alrededor de la mesa de piedra, y yo les leía en voz alta los finos y profundos poemas del viejo Novalis. A través de esta lectura solía entablar conversaciones con la hija María, y en estas conversaciones llegamos a intimar a tal punto, que de día a día me iba sorprendiendo a mí mismo por no haber hablado aún con ella sobre amor. Fueron bonitos días de cuentos de hadas, como no he conocido ninguno desde entonces.

Por esta época llegó a Florencia mi amigo Gustav Merkel. Nos saludamos con cariño y vivimos los primeros días el uno para el otro. Él era una persona querible y alegre, ágil, bonita, ingeniosa, a la vez que bondadosa, y juntos hemos bebido alegremente algunos vinos de campo en botellas fiasco mientras conversábamos y cantábamos.

Pronto la añoranza de Maria me llevó de vuelta a su casa. Llevé conmigo a Merkel, que les cayó bien y que pronto pasó a visitar a los Geltner casi a diario, como hacía yo.

Una tarde, leí allí en voz alta Los aprendices de Sais. En la conversación posterior, Gustav hizo un chiste poco respetuoso sobre Novalis y su poesía, que me dolió. Como para mi sorpresa Maria no lo contradijo, sino que incluso se rio con él, me contuve y guardé silencio. Pero cuando Gustav se marchó, me acerqué a ella en el jardín y se lo reproché. Maria mostró un poco de desconcierto y esquivó mi mirada.

–Tiene usted razón –dijo–. Pero mire, su amigo es demasiado listo y sobre todo demasiado gracioso como para que se lo pueda contradecir. No pude evitar reírme con él, así de simple. ¿Y para qué debería haber empezado una pelea con huéspedes tan respetables?

–¿Pero no fue como una traición, Maria?

–¡Qué raro es usted! –dijo. Y luego–: Andiamo!

No dijo nada más. Pero cuando le di las buenas noches y me encaminé lentamente por el Corso dei Tintori hacia mi casa, me sentí feliz de jamás haber hablado con Maria sobre mi amor, y pasé una mala noche.

Todo siguió su camino de manera rápida y tranquila, y yo lo observé con una curiosidad extrañamente tensa. Vi cómo Gustav era invitado cada vez con mayor frecuencia a quedarse a comer y cómo pasó a sentarse junto a Maria. Vi cómo paseaba con ella en las tardes por el jardín, lo vi en la Badia confeccionando una copia a lápiz de la bella cabeza de san Bernardo de Filippino Lippi y lo vi en las tiendas de antigüedades comprando viejos objetos esmaltados para luego regalárselos a ella. Y un día vi también, sobre mi escritorio, la tarjeta de invitación a su fiesta de compromiso, escrita por la propia Maria. Afuera se escuchaba el fuerte ajetreo urbano de la alegre ciudad de Florencia y a través del aire cálido corrían nubes claras y livianas jugando tiernamente, mientras que yo me quedé sentado largo rato leyendo una y otra vez las líneas amables, breves y escritas con encantadora simpatía de la tarjeta de invitación. A la tarde fui y los felicité.

Una vez más surgió en este contexto el Novalis, eso ocurrió a la tarde del día siguiente. No la he olvidado. Estábamos aún sentados comiendo frutas y charlando, aunque yo no participaba mucho. Desde hacía un cuarto de hora que cortaba, distraído y triste, un durazno grande con un diminuto cuchillo para frutas cuyo mango de bronce tenía la forma de la flor de lis del escudo de Florencia. Entonces Gustav se levantó de su silla, trajo el Novalis y empezó a hojearlo.

–Debo demostrar que no soy un bárbaro –dijo sonriendo–, sino que también le he encontrado su atractivo a su viejo simbolista. Por estos días estuve leyendo el libraco y me topé con un poema maravilloso, que ahora quiero leerles, y sobre todo a ti, Maria.

El corazón se me encogió, pues intuía qué poema sería: el mismo que alguna vez yo había pensado en leerle a la bella Maria cuando se diera la oportunidad. Pero nunca me había animado.

Y así fue. Él leyó, y Maria mantuvo sus ojos grandes y bellos fijos en él mientras sonreía, y yo, que no participaba, sufrí en ese minuto más que en todos los días precedentes. Leyó:

En mil cuadros yo te veo, María,

tan amorosamente dibujada,

pero ninguno de ellos dice nada

de cuán hondamente mi alma te admira.

Solo sé que este bullicio mundano

desde entonces se esfuma como un sueño

y un cielo indecible de azucarado

se hizo por siempre de mi ánimo dueño.

Mi crónica se acerca a su fin, y hubiera preferido cerrarla con los queridos versos de aquella bella canción a Maria. Pero aún debo contar que apenas tres meses más tarde tuvo lugar el casamiento. Gustav viajó con Maria a Suiza y se la llevó a fines de otoño a Alemania.

Para aquel momento, hacía mucho que yo me había despedido de Florencia y de Maria y le había pedido a Geltner que me diera como recuerdo el Novalis, que él me dejó con gusto. Desde entonces que está en mis manos, me ha acompañado en algunos viajes y se encuentra ahora ordenado dentro de mi colección de románticos, justo entre los poemas de Sophie Mereau y las obras del pintor Philipp Otto Runge.

Fue mi culpa que entre Gustav Merkel y yo tuviera lugar un distanciamiento, al que además contribuyó la separación geográfica. Al menos yo no tenía ánimos en aquel entonces para responder sus cartas, de modo que también él se cansó y guardó silencio.

Pero esto duró nada más que un año y medio. Después ocurrió lo horroroso: en medio de su felicidad, la bella Maria se accidentó durante una excursión de verano en góndola y falleció. Gustav volvió a acercarse a mí y desde entonces hemos compartido como hermanos el recuerdo de ella y de aquella época en Florencia, y de todo lo que nos fue caro de nuestros años de juventud y poco a poco se va perdiendo en la distancia.

(Hacia 1900)

Cuentos selectos

Подняться наверх