Читать книгу Cuentos selectos - Герман Гессе - Страница 7

2

Оглавление

Era la primavera del año 1838. El jefe de la librería Witzgall en Tubinga ponía cara agria. Su ayudante principal estaba parado a su lado ante el atril y sostenía entre los dedos una esquela del estudiante Rettig, mientras que en el atril estaba abierta la cuenta de libros de dicho estudiante. En esta cuenta estaba asentada, con una letra simpática y números claros, la considerable lista de libros que el estudioso Rettig venía adquiriendo desde hacía siete semestres. Al principio estaban acreditados de cuando en cuando los pagos aislados de algunos florines, pero desde hacía tiempo no había nada escrito del lado del haber, y la suma final, tras restar aquello que había a favor, sobrepasaba por lejos los doscientos cincuenta florines. Al margen de la hoja decía en lápiz: “Dice que pagará en marzo de 1838”. Pero ya era siete de abril, y la esquela manuscrita del estudiante decía:

¡Estimado señor! Acabo de leer su advertencia de estilo algo rudo. ¿Es que soy un perro? ¿Un estafador? No, soy un estudiante de filología y un hombre de honor, aunque sin dinero. Dicho sea de paso, considero una infamia llamar al metal sin alma nervus rerum.1 ¿Usted no? Así que voy a pagarle, solo que no ahora. A fin de que vea usted una prueba concreta de mi buena voluntad, le propongo devolverle como piezas de anticuario la parte de mi biblioteca que ya no necesito y que a cambio usted me acredite una suma adecuada. Con este fin, lo espero mañana entre las dos y las cuatro en mi pieza de Neckarhalde número 8.

El dueño de la librería estaba sumamente disgustado y jugaba con la idea de encargarle el cobro de la vieja deuda al alguacil. Pero el inteligente ayudante lo convenció de aceptar la propuesta de Rettig. Calculaba correctamente que Rettig, como hijo de una familia respetable y persona de talento, debía ser tratado con deferencia, en la medida de lo posible, puesto que sin duda daría un gran examen y tal vez en pocos años ya estaría brillando como filólogo y literato. Se decidió, pues, a tomar en devolución los libros del deudor al precio más bajo que fuera posible, y el ayudante recibió el encargo de efectuar la tasación al día siguiente a la hora señalada y de arreglar todo lo necesario con el estudiante.

A esa misma hora, Rettig estaba sentado en su habitación con un humor sombrío. Su ventana daba, pasando el “Convento” y el “Infierno”,2 a las avenidas y a las suaves cadenas montañosas del Jura de Suabia, sobre cuyas laderas más cercanas ya empezaba a resplandecer el primer matiz verde claro de la nueva primavera. El día estaba despejado por el viento cálido del sur; el cielo azul y las líneas ralas de nubes brillaban con colores fuertes a través del aire transparente y extraordinariamente diáfano. En la calle retumbaban a menudo canciones de camaradería, conversaciones en voz alta, el rodar de los coches y el golpe de cascos de los jinetes que pasaban cabalgando, porque era el primer día soleado de abril.

Nada de esto percibía Rettig. La tienda Witzgall no era algo que lo preocupara sobremanera, pero por estos días le habían llegado advertencias parecidas y aun peores de diferentes lados, de modo que, como centro de atención de diversos acreedores, se sentía como el mosquito en la telaraña. A eso se añadía la preocupación por el examen que debía rendir ese semestre, el miedo al cargo y a la vida laboral que amenazaban para el después, así como el presentimiento de estar despidiéndose de Tubinga, idea que lo atormentaba.

Dándole breves y enfadadas pitadas a la larga pipa de guindo, medio sentado y medio acostado sobre el desgastado canapé, miraba con la frente arrugada las formaciones fantásticas de las nubes de humo que se movían lentas y arremolinadas hacia la ventana abierta. Entre pipas colgadas, litografías y retratos de siluetas, había sobre la pared de la puerta de la luminosa pieza una imponente biblioteca, que junto a clásicos y compendios contenía una colección nada insignificante de obras históricas y literarias. Rettig tenía una marcada inclinación por las letras y participaba desde hacía un tiempo de la vida literaria, en parte mediante reseñas, en parte con pequeños artículos en revistas.

Se levantó suspirando de su cómodo asiento y, con la pipa en la mano izquierda, empezó a examinar su biblioteca. La sección de filología, que de todos modos se reducía a lo estrictamente necesario, debía permanecer intacta. Con enconado dolor, el pobre estudiante fue tomando libro a libro de los estantes inferiores, arrancándose del corazón a uno más querido que el otro, hojeando algunos largo rato y en cada caso reservándose internamente a último momento el derecho a no devolverlo. Por su memoria desfilaron todos los fructíferos semestres en los cuales había ido juntando esta colección volumen a volumen, en los que su espíritu lúcido se había abierto paso rápidamente desde el entusiasmo ingenuo del principiante a la crítica independiente del conocedor.

Sobre el suelo se había apilado ya una moderada montaña de obras escogidas cuando se oyó la puerta y entró un hombre grande y rubio, que se quedó riendo frente al desorden. Era el amigo y colega de Rettig Theophil Brachvogel, actualmente profesor particular de los hijos de la viuda de un profesor.

–¡Salud, Rettig! ¿Qué hechizos, por Estigia, andas practicando ahí? ¿No estarás pensando en hacer las maletas otra vez?

El estudiante dejó tirados sus libros con rabia y llevó a su amigo hasta el canapé. Entre cuantiosas maldiciones y fórmulas clásicas de juramento, le relató el asunto de los libros.

Meneando la cabeza, el profesor particular observaba la diezmada biblioteca, por la que también él sentía lástima. Se puso de pie y tomó entre sus manos el último volumen de los que estaban apilados sobre el suelo.

–¿Qué? –exclamó vivamente–. ¿También el Novalis? ¿En serio, hermano? ¿El Novalis?

–También el vidente de los bellos rizos, en efecto. ¿Qué puedo hacer? Cada volumen que retengo es demasiado.

–No es posible, querido. ¡El Novalis! Justo por estos días te lo quería pedir prestado.

–¡Tómalo prestado de Witzgall! No me voy a quedar con nada, con nada. El rayo no selecciona sobre quién trona.3

–Ah, ahora se me ocurre: te lo compro. El mercachifle te va a dar por esto tanto como nada. ¿Cuánto cuesta?

–Te lo regalo.

–Tonterías, muchacho. ¡Ahora también regalas! Digamos un tálero. Un florín te doy ya ahora, el resto el día de los grandes dineros.

–Bueno, dame. Aquí tienes el segundo tomo.

Brachvogel, que debía irse a lo de sus alumnos, agarró los dos tomitos bajo el brazo y bajó con pocos saltos la escalera angosta y en ruinas, hacia la ciudad. Rettig miró caviloso por la ventana a su amigo y a su Novalis. Ya veía en mente a toda su bella colección dispersándose a los cuatro vientos.

Al día siguiente apareció con puntualidad el amable ayudante de la tienda Witzgall. Examinó todo, evaluó libro por libro y propuso una magra suma, con la que Rettig se declaró irritadamente de acuerdo; luego un mocito cargó todo el tesoro en una carretilla de mano y se lo llevó impasible. Mirando la lista de estos libros, a algunos coleccionistas actuales el corazón les daría un salto. Primeras ediciones, que la moda actual paga en táleros, salieron por treinta o cuarenta cruceros, y hasta más baratas aún.

Triste y enfadado dejó el estudiante su profanada habitación, deambuló malhumorado por las calles y cerró ese día negro bebiéndose en soledad en el León el florín que había recibido el día previo por el Novalis.

Cuentos selectos

Подняться наверх