Читать книгу Los grandes placeres - Giuseppe Scaraffia - Страница 13

CAFÉ

Оглавление

«Negro como el diablo. Caliente como el infierno. Puro como un ángel. Dulce como el amor.» Así quería su café Talleyrand, que se lo hacía servir en jarras de oro. A quien le ponía sobre aviso contra aquella droga, de gran éxito en el siglo XVII, le replicaba: «facilita la digestión, no entorpece la mente, reactiva la circulación y hace dormir bien».

Por lo demás, Napoleón no conseguía prescindir de aquel «licor intelectual», aunque le abrasaba el estómago: «El café fuerte me resucita. Me procura un calor, una extraña consunción, un dolor agradable. Prefiero sufrir a no sentir».

Mucho antes que ellos la Encyclopédie, el monumento ideológico de la Ilustración, resaltaba las dotes de aquel líquido oscuro capaz de «alegrar la mente, hacerla más predispuesta al trabajo, entretenerla y disipar los pesares». Voltaire consumía cantidades exageradas, imitado por Rousseau, que lo atenuaba con un poco de leche, y por Diderot, que iba cada mañana a tomar una taza al renombrado Café de la Régence. «En el Café Laurent hacen un café tan bueno que vuelve gracioso a quien lo bebe.»

Durante la Revolución francesa los cafés se convirtieron en una especie de clubes, un estatuto que desde entonces seguirían conservando. Aquel estimulante animaba las discusiones y potenciaba la creatividad. Sólo el café mantuvo despierto a Balzac en su ininterrumpido trabajo. El escritor usaba una mezcla de tres calidades diferentes, compradas en otras tantas tiendas. Tenía siempre lista encima del escritorio la célebre cafetera de porcelana con el abusivo blasón de los Balzac d’Entrangues y el «fatídico lema»: día y noche. Ante quienes le impugnaban aquella noble ascendencia, replicaba sin inmutarse: «¡Pues bien, tanto peor para ellos!».

Se dice que para escribir La comedia humana se bebió cerca de cincuenta mil tazas. En su Tratado sobre los estimulantes modernos, lo ensalza: «El café pone la sangre en movimiento y activa los espíritus motores, aleja el sueño y mantiene despierto mucho más tiempo el ejercicio de las facultades mentales». Stendhal, acusado por sus enemigos de tomar café para «alcanzar la genialidad», en realidad tenía que beberlo muy de tarde en tarde so pena de dolorosos ataques de neuralgia y ardores varios. Por otra parte, Goethe, que lo apreciaba mucho, se vió obligado a moderarse.

No se puede decir lo mismo de Proust, que prácticamente vivía de café hirviendo. Tenía que provenir de una cierta tienda, de la que salían también el filtro y la pequeña bandeja. «Era», recuerda su doncella, «un verdadero rito. Llenaba el filtro de café molido muy fino, y para conseguir el extracto que monsieur Proust deseaba era necesario que el agua pasase lentamente, gota a gota, mientras el filtro se mantenía al baño maría. Por último la leche. Se traía cada mañana de una lechería del barrio, y al igual que el café, tenía que ser fresca.» Una noche para combatir el asma Proust se bebió diecisiete tacitas, un número calculado para tener la justa dosis de cafeína.

En Estambul, Pierre Loti se enamoró de los cafés de Gálata. Enjambres de camareros se aglomeraban entre el humo oloroso de los narguiles, llevando minúsculas tacitas de café a los clientes hundidos en los cómodos divanes de terciopelo rojo. En el Diccionario de los lugares comunes Flaubert escribió en torno al término café: «Aguza el ingenio. Sólo es bueno el que procede de El Havre. En las cenas de gala hay que beberlo de pie. Tomarlo sin azúcar es muy chic, da la impresión de que se ha vivido en Oriente».

Simenon podía escribir libros enteros en los cafés, pero tampoco en casa podía pasarse sin él. Muchos escritores preferían el carajillo. Cuando Peggy Guggenheim descubrió la traición de Beckett, él se excusó: el sexo sin amor era como el café sin coñac. Por no hablar del «café irlandés» amado por Joyce, excelente, según Gertrude Stein, para conversar después de cenar: verter un decilitro de whisky irlandés en el café negro y añadir cincuenta gramos de nata. La misma que Marinetti mezclaba, en el café, con el chocolate y la guindilla en polvo. Gogol prescribía que los domingos «la nata del café debe ser especialmente densa».

Apollinaire apenas disponía del par de monedas que costaba un petit noir. Pero Modigliani, más pobre aún, lo combinaba con el hachís para intensificarlo. Más sobrios, Sartre y Simone de Beauvoir escribían durante tardes enteras delante de una tacita de café en los célebres locales de Saint-Germain. Para los Woolf el café era un rito. Leonard lo preparaba en persona todas las mañanas y se lo llevaba a Virginia a las ocho. También la jornada de Nick Hornby se inicia con el rito del café, el cigarrillo e Internet. Para Tarantino el café está estrechamente ligado al trabajo: irse a tomar una taza de café es un modo excelente de hacer una pausa.

Pero el vicio del café puede también volverse peligroso. En 1951, tras ser advertida de que el apartamento que había bajo el suyo estaba ardiendo, Colette, mientras un pequeño gentío en la acera la animaba a saltar, replicó: «¡No creo que sea un buen motivo para no tomarse un café!».

Los grandes placeres

Подняться наверх