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BESO

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«Temo a un beso / lo mismo que a una abeja. / Sufro y el insomnio no me deja descansar: / temo a un beso», confesaba Verlaine. Así pues ¿por qué extrañarse si también en esta época influida por la pornografía el beso conserva una carga emocional tan intensa? El triunfal renacimiento del mito del vampiro y del beso que puede ocasionar la muerte pero también el amor eterno son prueba de ello.

Cada vez más a menudo son las chicas quienes besan primero, y el estupor que suscitan es el mismo que experimentó Stendhal en París cuando la joven Giulia Rinieri de’Rocchi lo besó, susurrándole: «Sé muy bien y desde hace mucho tiempo que eres viejo y feo…». Sorprendido, el escritor anotó: «Asombroso recibimiento de Giulia, pero por desgracia sus confidencias han desinflado mi imaginación».

No hay duda, aleccionaba el impetuoso Maupassant, de que «un beso legal nunca vale tanto como un beso robado», y sin embargo los besos arrancados a la fuerza rara vez son venturosos. Al pobre Balzac, después de haber robado uno a una marquesa allumeuse sobre las frías orillas del lago de Ginebra, le cayó una buena reprimenda.

Para los amantes afortunados, como D’Annunzio, en el marco romano de la tranquila via Gregoriana, el beso es un éxtasis: «Un beso los postraba más que un amplexo. Al separarse, se miraban con los ojos fluctuantes en una turbia neblina». Pero George Sand tenía que darse cuenta de que el etéreo Chopin no habría querido ir más allá del beso.

Claro que hay besos elusivos, como los que le concedía la sinuosa Tamara de Lempicka a D’Annunzio a orillas del lago de Garda. Embaucado «por sus besos profundos», el Vate del Vittoriale se hacía la ilusión de hacerla capitular, pero, después de que lo hubiera cubierto de marcas rojas de carmín con sus labios, la pintora lo rechazó con la excusa de temer contagiarse de la sífilis.

Los trenes, que con sus arrancadas aproximan los cuerpos y producen la sensación de una provisional extraterritorialidad moral, pueden ser un excelente terreno de caza. En el tren hacia Lourdes, el osado Marinetti obró un milagro. Seducido por los «dientes brillantísimos» de una desconocida del compartimento vecino, el futurista salió del vagón y la alcanzó desde el exterior, arriesgándose mil veces a caer. «¡Un beso, un beso, te lo suplico, la boca, otra vez tu boca!» ¿Cómo negarle algo?

Los besos tienen sonido. En las calles de Dublín, Nora le daba a su futuro esposo, James Joyce, «besos ruidosos». Y también tienen sabor. Lo experimentó la «esclava de amor» de Malaparte, Biancamaria Fabbri, su compañera en Capri: «El primer beso entre nosotros tuvo un sabor fresco, limpio, como un sabor a lágrimas carentes de amargor». Pero antes que ella, Alexandrine, la futura señora Zola, se repartía con el escritor la fresa que tenía entre los labios. «Es como caer en un cubo de ostras», se quejaba Patricia Highsmith al hablar del primer beso que a los dieciséis años le había dado a un chico.

Hay quien, como Scott Fitzgerald, trata de disminuir su valor –«El beso tuvo origen cuando el primer reptil macho lamió a la primera reptil hembra, aludiendo en modo sutil y ceremonioso al hecho de que era suculenta como el pequeño reptil que se había comido la noche antes»–. Quizá porque Zelda, en Alabama, le confesó que había besado a un aviador bigotudo sólo porque nunca había probado un beso con bigote.

Hay a quien le gusta el sabor. «¿Has comido alguna vez», escribe D’Annunzio en El placer, «ciertas confituras de Constantinopla, tiernas como una pulpa, hechas de bergamota, flores de naranjo y rosas, que perfuman el aliento para toda la vida? La boca de Giulia es una confitura oriental.»

Hay besos de iniciación, como el que en Bretaña le soltó sin previo aviso Colette a Rozven, el hijastro adolescente que estuvo a punto de caerse por la emoción. Hay besos exhibicionistas: Catherine RobbeGrillet besó apasionadamente a una amiga en un atasco en París, «más para desconcertar a la gente de los coches vecinos que por placer». Hay besos imprudentes: Alma Mahler se delató a sí misma anotando en su diario un beso que le había dado a Klimt en Génova. Aún no sabía, como el inexorable Jean Paul, que «el primer beso es único; el segundo no existe; luego, sólo existen los últimos».

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