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CALVICIE

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«¡La belleza futura será calva!», proclamaba D’Annunzio, orgulloso de su «cráneo sobrehumano». Encontraba incomparables «el moldeado y las junturas del bruñidísimo cráneo» sobre el que aún eran visibles las cicatrices fruto de un duelo en 1885. Demasiado percloruro de hierro sobre la herida había eliminado el cabello restante, produciendo aquella cabeza en forma de huevo favorita de los caricaturistas.

Puede que Mussolini también copiara esto del Vate. Mucho antes que él, Baudelaire gustaba de asombrar a sus contemporáneos alternando cabellos largos con un rapado integral. Alphonse Karr, el inventor de Las avispas, un periódico satírico, contraponía sarcásticamente a la cabeza rapada una imponente barba. Al veinteañero Rimbaud, convencido de que las insoportables migrañas se las producía la melena demasiado abundante, le costó lo suyo persuadir al peluquero para que le rapara la cabeza.

El cráneo gigantesco de Vladímir Maiakovski era una proclama de modernidad. El de Jean Genet, una sensual renuncia. El rapado de Eric von Stroheim era una elección militarista y ascética propia del Junker prusiano que fingía ser. Por mucho que la cara de Gurdjieff estuviese bronceada, su cráneo era siempre de una blancura cegadora. Además, aparte de la cabeza «a lo mongol» de Yul Brinner, el rapado al cero había estado reservado a los enfermos de tumores, a los detenidos rusos y a los niños invadidos por los piojos. En los años setenta los reclutas se avergonzaban del cráneo al cero. A la izquierda los punks y a la derecha los skinheads, las cabezas han empezado a desguarnecerse hasta poner de moda el cráneo desnudo.

El fenómeno, aunque con menor frecuencia, aflora también en el campo femenino. Donde el rapado total había sido antes prerrogativa involuntaria de las deportadas o de las colaboracionistas, y sólo Jean Seberg parecía poder permitírselo, ahora algunas bellezas hacen de él un emblema de morboso atractivo.

Todo el mundo sigue sufriendo del complejo de Sansón, víctima del corte radical que le practicó Dalila. Lo más seguro es que se trate de un eco reprimido de los tiempos en que al enemigo se le aterrorizaba con barbas y cabelleras fluctuantes –por eso la Medusa, imagen de la muerte, viene representada con una amenazante masa de rizos–, pero el macho sentado en la silla giratoria del peluquero siente todavía que está perdiendo algo.

La moda del pelo cortado al cero es un astuto intento de eludir la castración a la que nos somete el peluquero. El moderno Sansón es hasta tal punto consciente de su fuerza que no tiene necesidad de demostrarlo con la melena, es más, renuncia deliberadamente a esa frágil corona, en nombre de una incontestable potencia. Por eso a los marines la maquinilla les deja una zona más oscura en la parte superior de la cabeza, para evidenciar la salud y la juventud de quien ha entregado sus mechones a la autoridad, obteniendo como contrapartida un casco.

Además, de esta manera los calvos, como el que esto escribe, pueden enmascarar su desgracia haciéndola pasar por una elección. Perverso o deportivo, viril o gay, moderno o militarista, el rapado al cero tiene un único enemigo verdadero: el propio éxito. Porque su en apariencia imparable difusión, su economía, que ahorra el coste del peluquero, así como su funcionalidad, que elimina el problema del peinado, podrían llegar a banalizarlo, haciéndole perder ese halo sulfúreo que todavía flota alrededor de los cráneos elegantes de sus adeptos.

Claro que la única alternativa es un regreso a la melena larga o a los mechones agitados por el viento. Pero no, o aún no, por el viento de la historia, que, aparentemente, privilegia esta versión elegantemente robotizada del hombre que parece encontrar su identidad justo en la renuncia al cabello, transformando el cráneo en un huevo magrittiano, un objeto brillante, perfectamente incorporable a las estéticas del consumo. Difícil pensar que se renuncie a una perfección tan al alcance de la mano. Además, hay que hacerlo constar, Dalila ya es la triunfadora. En compensación han hecho su aparición la mosca en el mentón y una barba rala que ninguna maquinilla parece haber conseguido detener, indicadores de una virilidad amenazada pero no rendida.

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