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BICICLETA

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«Monsieur, no he probado la bicicleta, pero reconozco toda su maravilla práctica. Tendrá una importante influencia sobre la especie. Como espectador, le reprocho el ritmo inepto y desgarbado que inflige a las piernas: el ser humano no se aproxima impunemente a un mecanismo», respondía a un lector de finales del XIX el poeta Mallarmé, uno de tantos intelectuales fascinados por las dos ruedas.

Pocos inventos estaban en condiciones de expresar plenamente el individualismo de la época, que adquiría carta de naturaleza mediante aquella simple alianza con un instrumento que parecía limitarse a ser una prolongación voluntaria del cuerpo humano. Emancipando al individuo de los límites corrientes del tiempo y del espacio, lo remitía a los caprichos de su deseo. El patriótico Barrès decía: «Partir hacia lo desconocido, errar a distancias nunca alcanzadas por jinetes o peatones, basarse sólo en las propias fuerzas: he ahí lo que nos permite la bicicleta. Satisface en nosotros el antiguo instinto del vagabundeo».

«Soy un mediocre velocipedista, que apenas practica», se justificaba Émile Zola, convertido al nuevo medio en 1893. En realidad le gustaba merodear por el Bois de Boulogne o cerca de la casa de Médan con Jeanne, su amante, y sus hijos. «¡Fijaos! ¿No es delicioso el bosque por el que vamos? ¡Y cómo os purifica, os tranquiliza y os alienta!» En el ciclista anida una modesta voluntad de potencia, la fantasía de sustituir las carrozas, los coches, los trenes y los caballos para contar sólo consigo mismo. Zola soñaba con regresar a París en bici, pero nunca consiguió hacerlo. Refugiado en Inglaterra debido al caso Dreyfus, lo primero que hizo fue comprarse una bicicleta con la que explorar la campiña de los alrededores de Londres.

Varias fotos lo retratan con indumentaria de ciclista, sentado en el sillín. El escritor estaba convencido de que la bicicleta era esencial para la emancipación femenina. No sólo por las excursiones en las que ambos sexos se mezclaban, sino también porque hacía posible sustituir la falda por los deportivos culottes. Una hipótesis que asustaba a Mallarmé, el cual, en su revista de moda femenina, aconsejaba a las lectoras deseosas de mostrar las piernas sobre el velocípedo, no abandonar la falda por los demasiado masculinos pantalones. Por algo la moderna Albertine de Proust era una ciclista.

«¡Los mejores años de mi vida los he pasado yendo en bici!», admitía el escéptico Renard. Era ya anciano cuando aprendió con entusiasmo a montar en una bicicleta inglesa, pese a las objeciones del secretario Certkov, que la encontraba poco adecuada para un profeta. En Cannes, el impetuoso Maupassant hasta tuvo un accidente con luxación en las costillas cuando regresaba en triciclo de una visita a una misteriosa baronesa.

Fiel a las dos ruedas, Jarry no se quitaba nunca los zapatos y los pantalones de montar en bicicleta. «¡Sirve para recorrer la habitación!», explicaba el forjador de Ubú Rey a los visitantes, sorprendidos de encontrar una bici –«mi esqueleto exterior»– apoyada contra la cama. Luego, para demostrarlo, se subía en ella y pedaleaba imperturbable. El temerario D’Annunzio, en París, llegó incluso a ser multado por violar las normas de tráfico.

Apollinaire celebraba en la trinchera, como homenaje a la «nueva religión de la velocidad» predicada por Marinetti, la rapidez fulgurante de las ruedas de la bici. En 1918 Hemingway llevaba en bicicleta productos de apoyo a las tropas en primera línea; prefería aquella «admirable máquina parecida a un cervatillo». «Pasaba en bicicleta con la brusca sensación de hacer una exploración deslumbrante.» Nunca como con aquel medio se transformaba el mundo en espectáculo, un fondo coloreado que desfilaba bajo la rápida mirada del ciclista, un nuevo tipo de flâneur capaz de dominar el paisaje gracias a la velocidad con que lo atravesaba.

En el verano de 1920 Huxley se compró una bicicleta. Hacía todos los días quince kilómetros y le gustaba pedalear por los jardines de Londres. «La bicicleta da a la mente ocasión de reflexionar, una actividad abolida en el universo del trabajo cotidiano. Sin la bici para liberarlos, ciertos pensamientos podrían pasar desapercibidos.» Según George Bernard Shaw, «el ciclismo eleva el espíritu». Wells decía: «Cada vez que veo a un adulto en bicicleta, pienso que todavía hay esperanza para la raza humana». Para el sociólogo Ivan Illich, las relaciones sociales democráticas sólo pueden ir a la velocidad de la bici.

En 1931, en una carta desde una clínica, Zelda confesaba a Scott Fitzgerald «una ganas desesperadas de correr en bicicleta hasta el final de una larga carretera blanca». Recién llegado de Rumanía, el cínico Cioran se divirtió recorriendo Francia a lo largo y a lo ancho. «Entre la utopía y el nihilismo hay un territorio de felicidad relativa, de tardes en bicicleta.» Panzini usaba una austera Opel con un único freno. Para Saroyan las dos ruedas eran «el más noble invento del hombre». Henry Miller enseñó a su mujer June a montar en una bicicleta, que era su «mejor amiga».

Sobre el sillín, el introvertido Beckett se sentía «un moderno centauro». Para Malaparte, que pedaleaba sobre la larga terraza de su casa de Capri, la bicicleta en Italia forma parte del patrimonio artístico nacional, como la Gioconda. Antes de tomar impulso por las carreteras en cuesta del exilio suizo, Morand se había hecho fotografiar en chaqueta de tweed al volante, mejor dicho, al manubrio de un velotaxi, el ciclotaxi lanzado ante la falta de gasolina durante la ocupación alemana. Pero en bicicleta también se podían tener accidentes. Annemarie Schwarzenbach, en Engadina, quiso subirse a una vieja bici para ver si todavía sabía ir sin manos como en otro tiempo, pero se cayó, hiriéndose gravemente.

Tenía razón Einstein: «La vida es como una bicicleta, hay que avanzar para no perder el equilibrio».

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