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PERRO

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«Quien pega al perro golpea al amo», escribió Dumas sobre una puerta, pero tenía que bregar lo suyo para defender a su Pritchard, apodado Catilina por su incurable tendencia a masacrar gallinas. Cuando Pritchard se excedió matando un perro callejero, Dumas lo condenó a tres años de reclusión en la jaula de los monos.

No hay duda sobre el motivo por el que Victor Hugo, exiliado de la Francia de Napoleón III, bautizó a su perro Senado. Dócil como la homónima asamblea, el lebrel cohabitaba sin problemas con la gata Mouche.

Los huéspedes de George Sand estaban encantados de la cortesía con que los acogía Fadet, el perro de la escritora. Después de haberlos saludado educadamente, Fadet seguía con discreto interés el vaciado de las maletas y luego los guiaba hasta dentro del parque, siguiendo un recorrido preestablecido. Su único defecto era la susceptibilidad, que lo empujaba a alejarse de los hombres al mínimo asomo de burla en sus miradas.

Gustave Flaubert gustaba de cenar a solas con Julio (también un lebrel): «Se comporta igual que una persona, hace algunos pequeños gestos totalmente humanos».

Zola tenía dos perros muy diferentes: Bertrand, un imponente terranova, era tranquilo, mientras que Raton era pequeño y nervioso.

Se requieren años de pacientes esfuerzos, observaba J. K. Jerome, para modificar la belicosidad de los fox terriers, porque «nacen con una dosis de pecado original cuatro veces más grande». D’Annunzio mimaba a sus dos lebreles, «nobilísimos perros»; los alimentaba con chuletas de cordero, coñac añejo y azúcar. Pensaba consagrar a sus amados una Vida de los perros ilustres: «Toda mi vida está mezclada con la de los perros. En mi imaginación los veo como genios benéficos… he vivido tanto junto a ellos que los comprendo y me hablan».

Malaparte adoraba a sus perros, sobre todo a Febo. «No he amado nunca a una mujer, ni a un hermano, ni a un amigo, como a Febo. Era un perro, como yo. Era un ser noble, la criatura más noble que he encontrado en mi vida.»

El nómada Blaise Cendrars tenía un cocker llamado Wagonlit, pero no podía olvidar al fox terrier Whisky, protagonista de heroicas correrías durante la Primera Guerra Mundial, entre las trincheras francesas y alemanas.

Bauschan, el braco de pelo corto de Thomas Mann, además de inspirar poéticamente a su dueño, era capaz de rasgar los pantalones de los intrusos, obligando al escritor a resarcirles. Mann paseaba todos los días con su perro: «Para él es ley correr sólo cuando yo también estoy en movimiento y descansar en cuanto me detengo».

Nada más levantarse, Colette convocaba a sus animales, la gata y la perra Souci, que la seguían paso a paso durante todo el día. Omar, el airedale terrier de Steinbeck, jugaba a las cartas. Céline encontraba «espléndida» a su Bessy, una perra policía.

En Kenia, Karen Blixen tenía lebreles escoceses de pelo duro, «la raza más noble y elegante que existe». El más viejo se llamaba Dusk y era un gran cazador, dispuesto a enfrentarse con los más feroces babuinos. Dorothy Parker cubría de besos a Timothy, un feúcho perro amarillo. Amaba con pasión a sus perros, pero no quería enseñarles a hacer sus necesidades fuera de casa. Cuando el adorado Wilson murió, lo envolvió en su manta de viaje preferida, diciendo: «Me ha enseñado lo que es la perseverancia, la dedicación y también a girar tres veces sobre mí misma antes de dormirme».

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