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MUÑECA

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«Todos los niños les insuflan alma a las muñecas y las hacen vivir a escondidas», decía Jean Cocteau. Pero a veces también los mayores tienen necesidad de una muñeca, de una dócil miniaturización del ser femenino. Si las niñas, recurriendo a las muñecas, reviven activamente la educación que reciben pasivamente, y experimentan jugando la construcción de sí mismas, los adultos que aún no consiguen o ya no consiguen dominar la realidad, recurren a su reflejo en el sueño para recobrar, aunque sea jugando, aquello que continua escapándoseles.

Para algunos, como para el más célebre estilista de la Belle Époque, Paul Poiret, es el eslabón entre la infancia y la edad adulta. Fueron sus hermanas las que le regalaron una imponente muñeca de cuarenta centímetros de alto, sobre la que el futuro sastre confeccionaba con fragmentos de tela vestidos de «parisina provocadora o de emperatriz oriental». Otro niño, Jean Marais, experimentaba su futuro oficio haciendo recitar a sus numerosas muñecas «Los misterios de Nueva York».

A veces, una muñeca es la expresión de una desgarradora nostalgia, el pintor Oskar Kokoschka se hizo construir una muñeca de tamaño natural, tomando como modelo la figura de Alma Mahler, quien se había hartado de su amor. La llevaba consigo a todas partes y, en los restaurantes, hacía poner un cubierto también para ella. Luego la hizo decapitar durante una fiesta.

En una novela de D. H. Lawrence, El hombre y la muñeca, es una mujer la que se hace confeccionar un muñeco, la copia perfecta de su amante. Una empresa arriesgada, según Goethe, que cuenta la historia de un hombre que al prendarse de la muñeca inspirada en la mujer amada, ya no reconoce a ésta ni siquiera cuando la ve.

La muñeca puede expresar una terca, una infantil resistencia a un crecimiento inaceptable. Hans Bellmer, decidido, por odio al nazismo llegado al poder, a producir sólo obras de arte inutilizables por el nuevo régimen, creó en 1934 una muñeca de un metro cuarenta de altura, con un flequillo sobre la frente y escarpines de charol. Un ingenioso mecanismo le permitía añadir extremidades al torso, creando poses irónicas e inquietantes.

Sus compañeros de viaje surrealistas estaban fascinados con las muñecas Hopi, pequeñas encarnaciones de divinidades con las que los indios educan a sus niños, y Max Ernst, en 1942, se hizo fotografiar sobre el fondo de una prole de muñecas. Muchos años antes Marcel Proust había regalado a un célebre dandi, Robert de Montesquiou, una muñeca antigua por Navidad. ¿Era una alusión a la artificiosidad de su comportamiento? Katherine Mansfield había prestado a su marido su muñeca japonesa, O’Hara-San, que perdió la cabeza en un viaje turbulento. Las muñecas, como es sabido, son frágiles. «Una bonita niña», cuenta Stendhal, «amaba mucho a la muñeca de cera que le habían regalado. La muñeca tenía frío y ella la puso al sol, que la fundió, y la niña lloró.»

Menos drástico, Flaubert escribía a su sobrina, encargándole que transmitiese un mensaje a su muñeca, madame Robert: «Dale las gracias de mi parte a madame Robert por ser tan amable acordándose de mí. Preséntale mis respetos y aconséjale una cura reconstituyente, porque me pareció algo pálida y estoy preocupado por su salud».

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