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POSTAL

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«¿Qué significa una postal? ¿En qué condiciones es posible?», se pregunta el filósofo Jacques Derrida. A pesar de su precoz senescencia, la postal es infinitamente más joven que la carta. Nació en 1870, durante la Comuna de París, cuando el correo tenía que ser ligero porque se transportaba en globo. De inmediato consiguió un cierto éxito por su coste reducido respecto a la carta. Un privilegio a costa de la reducción del espacio y la pérdida de privacidad del mensaje. Pero sólo alcanzó auge con la Exposición Universal de 1889, cuando se imprimieron trescientas mil postales con la novísima Torre Eiffel. Fue la edad dorada del rectángulo de papel. En 1904 la población sueca –cerca de cinco millones de personas– echó al buzón más de cuarenta y ocho millones de postales.

Y, sin embargo, los autores más sofisticados miraban con recelo aquella irrefrenable difusión de imágenes. Federigo Tozzi, describiendo la sordidez de su habitación, la remata con: «una postal que es una caricatura horrenda». Guido Gozzano se mofa de «la postal de la Bella Otero en el tocador… ¡Qué melancolía!». Pero se trata sólo de un esnobismo momentáneo. Más transgresores aún, los surrealistas, con Aragon a la cabeza, se enamoraron de la estética naif de las postales.

La grafomanía de los escritores a menudo se rebelaba a causa de los límites de la postal. Proust mandó una larga carta descompuesta en diez postales. Kafka no tenía reparos en invadir las imágenes no sólo con palabras, sino que también añadía un esbozo de sí mismo, desconsolado e inapetente en el sanatorio. Más conciso, Evelyn Waugh se interrogaba: «¿Cómo se las arreglan los novelistas para escribir libros tan largos? Estoy seguro de que yo podría escribir cualquier novela sobre un par de tarjetas postales».

En las postales se planteaban problemas inquietantes, como cuando Freud, preocupado, escribió a Binswanger: «¿Qué quiere hacer usted con el inconsciente? O mejor, ¿cómo pretende usted arreglárselas sin el inconsciente? ¿No será a fin de cuentas que el diablo filosófico le tiene a usted entre sus garras? Tranquilíceme».

O declaraciones de estética, como la de Hugo en el dorso de la postal de un castillo en ruinas: «El pasado sólo es bello así. En ruinas».

O un giro filosófico, como en la célebre postal de Nietzsche desde Sils-Maria en la que celebra su descubrimiento de Spinoza: «¡Estoy asombrado, extasiado! ¡Tengo un precursor... y qué precursor!».

Parientes y amigos seguían los viajes sobre una estela de postales. Wilde anunciaba el alto en Rávena para admirar los mosaicos. El joven Von Hofmannsthal sorprendía a su abuela con un, por otra parte, precario dominio del italiano, del que hacía gala en una postal echada en «una bocca de cartas»1. Palma Bucarelli no se contentaba con una postal de la ciudad japonesa, sino que añadía: «Tokio de noche es un bellísimo espectáculo porque por suerte los anuncios publicitarios no podemos leerlos, son signos abstractos sobre colores luminosos; ciertos rosados, violetas y anaranjados, insólitos en nuestras calles». Malaparte enviaba al amado lebrel de Stromboli postales que había tenido largo tiempo sobre su cuerpo para que le llegara el olor, dirigiéndolas «a Febo Malaparte, Capri».

Sólo raras veces la postal servía para excusar la brevedad de lo escrito. «Cuando estés cansada y no tengas nada especial que decirme, coge una tarjeta postal, escribe y comunícame que estás bien. Ni se te ocurra escribirme cuando hacerlo te resulte algo desagradable; prefiero la tarjeta postal», declaraba Svevo a su mujer. «Cansada pero feliz», repetía Colette en cada una de las postales enviadas a su madre durante las giras teatrales. «He sufrido más que ahora: si está en tu mano te ruego sigas enviándome una postal diaria», pedía Dino Campana a Sibilia Aleramo. Era célebre la concisión de los agradecimientos de Morand a quien le había mandado un libro. Pero nada supera la desnudez de los «besos» que Simenon mandaba a su madre, quien prefería a su hermano.

A veces la postal es la foto de un lugar donde reside el remitente. Colette mandaba a su amante, Missy, una en la que se veía su casa de Saint-Tropez. Huelga decir que la había hecho requisar debido a un error: habían escrito su nombre con dos eles. Más detallista, Kiki de Montparnasse, de orgiásticas vacaciones en Villefranche, señala sobre la fachada del Hotel Welcome su habitación y el bar de marineros donde se lo pasaba en grande. Hesse, nada más separarse de su esposa, manda la postal desde la Casa Camuzzi del Cantón del Tesino, adonde se ha trasladado.

El erotismo no se limitaba a las ingenuas desnudeces ofrecidas por los pornógrafos. Joyce hacía retratos detallados en latín macarrónico de las prostitutas que frecuentaba. Para hacerse recordar por el amado Dalí, Lorca dibujó una doble aureola alrededor de la propia foto en formato de postal que le enviaba. Sobre aquel pedazo de papel podían materializarse delicados equilibrios. Cioran manda a su amante una postal desde Toledo –«Volver a París es absurdo, España debería haber sido mi patria»– con los indulgentes saludos de su esposa a pie de página. La postal podía preparar encuentros importantes, Eliot invitaba a Joyce, siempre sin blanca, a tomar el té con un mecenas. Cuando Fernanda Pivano, que estaba traduciendo Adiós a las armas, recibió una postal firmada por Hemingway –«Estoy en Cortina, me gustaría verla»– pensó que se trataba de una broma. Pero cuando le llegó una segunda –«Si no quiere venir a Cortina, voy yo a Turín, pero tengo que hablar con usted»– comprendió que era verdad.

También los secretos podían atravesar el estrecho ojo de aguja de una postal. En su correspondencia, Gide, durante la ocupación alemana, llamaba a los demás escritores con los nombres de sus personajes de novela. Otras veces al escritor se le designaba con total transparencia como el tío G., y a Valéry con P. V. Pero había también quien, como Pavese, no se tomaba demasiado en serio aquella oposición veleidosa y escribía en una postal: «¿Cuándo te mandan al destierro a ti?». Por supuesto, el amigo, asustado, quemaba en el acto aquel provocativo mensaje.

Durante la Primera Guerra Mundial un gran tráfico de postales unía a los soldados con la retaguardia. Malaparte se las mandaba a los conmilitones caídos para que fueran depositadas «sobre la fosa cubierta de nieve». En el dorso de las postales de propaganda contra el prusiano Guillermo II, Apollinaire describía un cuadro de la vida en la trinchera: «Me temo que no estaremos mucho tiempo en este sucio país lleno de moscas, declives baldíos y granadas. Cómo echo de menos el sector 59… Claro que aquí las noches son fabulosas, fantásticas». Pero había también quien, como Maccari, echaba de menos los tiempos de la marcha sobre Roma y a partir del 1 de octubre mandaba todos los días una postal a Flaiano con la frase: «¡El 28 de octubre se acerca!».

Las escabrosas palabras de un desconocido podían herir a un autor en apariencia acorazado como Waugh: «Una crítica ha conseguido deprimirme: la postal de un hombre que me ha escrito: Su Retorno a Brideshead es una extraña forma de mostrar que el catolicismo es una respuesta a todo. Hace pensar más en el beso de la Muerte». Un típico lapsus freudiano hizo creer a Schnitzler que era anónima la postal en la que se le advertía que su amante lo traicionaba con un actor de la troupe. En realidad, la denuncia iba firmada por su padre.

Y también la muerte encuentra su lugar en las postales, como en la que envió bajo nombre falso D’Annunzio a los diecisiete años, ansioso por llamar la atención, a la Gazzetta della Domenica, anunciando su propio fin después de una caída de caballo. El poeta astrólogo Max Jacob, en una postal a Camus, destinado a desaparecer en un accidente de coche, cometió un desliz memorable: «No sé por qué le dicen que va a morir usted de forma trágica». Pero la mejor postal es la que envió Hemingway, poco antes de suicidarse, a un amigo: «¡En cualquier caso nos lo hemos pasado en grande!».

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