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2 UNA CIENCIA A IMAGEN DE LA MECÁNICA
ОглавлениеUna tarde de verano de 1858, durante un paseo por la vereda de un río en el sur de Francia, Marie-Esprit-Léon Walras le hizo una promesa a Auguste, su padre, que cambiaría el curso de la economía. Después de sus intentos fallidos por entrar en la Escuela Politécnica y en la Escuela de Minas, sus devaneos literarios y sus incursiones en el mundo cooperativista, Walras decidió aquella tarde dedicar el resto de su vida al empeño de construir la ciencia social, continuando así los esfuerzos baldíos de su progenitor.1
Dieciséis años más tarde, tras acceder a la cátedra de Economía Política creada en la Universidad de Lausana, Walras publicó los Elementos de economía política pura, una obra que junto con la Teoría de la economía política (1871), de William Stanley Jevons, alumbraría la revolución marginalista, embrión de la Escuela Neoclásica y del paradigma que ha dominado la economía hasta hoy.
La innovación principal de ambas obras fue una teoría del valor basada en la utilidad en la que el equilibrio se expresa con un sistema de ecuaciones que relaciona precios y utilidades marginales de los bienes.2 Se ofrecía así una perspectiva nueva sobre el problema del valor y se hacía con un método distinto.
Además, Walras formuló por primera vez un modelo del funcionamiento simultáneo de todos los mercados. Introdujo la parábola del subastador para ilustrar la coordinación espontánea en el ajuste de los precios relativos;3 el precio de los bienes con exceso de demanda subía y el precio de los bienes con exceso de oferta bajaba. Este proceso de tanteo (tâtonnement) continuaba hasta que el subastador llegaba a anunciar un vector de precios para el que los excesos de demanda de todos los bienes fueran nulos. Solo al final del proceso, cuando el mercado alcanza un vector de precios de equilibrio, se producen los intercambios. Mientras tanto solo hay un juego virtual de precios y de ofertas y demandas a esos precios.
Los trabajos de Jevons y Walras iniciaron un nuevo programa de investigación que atrajo a partir de entonces a los economistas más brillantes educados en la tradición clásica: Alfred Marshall (que publicó su influyente trabajo Principios de economía política en 1890), Vilfredo Pareto e Irving Fisher, entre otros. Los historiadores del pensamiento económico han sido en general reticentes a considerar el cambio que se operó durante aquellos años como una revolución en el sentido de Kuhn. Blaug (1972) recordaba que el nuevo enfoque de la teoría del valor a partir del principio de la utilidad marginal decreciente ya lo había esbozado Hermann Heinrich Gossen unos años antes; también llamaba la atención sobre la continuidad entre el pensamiento clásico y la incipiente teoría neoclásica. Joseph A. Schumpeter consideraba que la aportación del «equilibrio general» de Walras lo convertía en uno de los más grandes economistas de la historia.
Es cierto que faltaban varios de los rasgos que definen una revolución científica, como la inconmensurabilidad y la confrontación entre lo establecido y lo nuevo. También es cierto que las implicaciones normativas de la teoría apenas variaron. Pero sí que concurría el que quizá sea el rasgo más importante de una revolución científica: una visión nueva, producto de un nuevo método. Conviene explorar la génesis de esta visión neoclásica de la economía y su relación directa con la innovación en el método, porque sigue siendo hasta hoy el prisma a través del que la gran mayoría de economistas mira el mundo.
EN BUSCA DE UNA FÍSICA SOCIAL
¿Qué animaba a aquellos ilustres decimonónicos? ¿Por qué querían ser recordados? Pues bien, su misión era convertir la economía en ciencia; elevar su rango y su prestigio, para poder así apoyar sus afanes reformadores.4 La vía más inmediata para tener éxito en esta empresa era asomarse a aquellos saberes cuyo carácter científico estaba más asentado. Y así toparon con la física.
Las cinco décadas anteriores a la revolución marginalista fueron de gran ebullición en el conocimiento físico. El siglo había empezado bajo el influjo de la mecánica newtoniana y con los avances recientes en los métodos matemáticos para explicar el movimiento mediante el cálculo de variaciones. Todavía se consideraba mayoritariamente que el calor estaba relacionado con una sustancia, a pesar de que había quien, desde hacía tiempo, trataba de relacionar el calor con el movimiento. Durante aquellos primeros años del siglo, la invención y el posterior desarrollo del motor de vapor constituyeron el ámbito en el que se fue incubando una nueva concepción del calor, de su transmisión y de su conversión en trabajo mecánico desligada de cualquier sustancia. Desde 1824 hasta finales de la década de 1860 se gestó la termodinámica con el concepto de energía y el principio de su conservación en sistemas mecánicos cerrados.
La energía no era un fluido, ni ninguna otra sustancia; era un campo de fuerzas conservativo, una variable de estado cuya conservación permitía completar la mecánica, aplicando los métodos matemáticos de Joseph-Louis de Lagrange y, posteriormente, de William R. Hamilton. La constancia de la suma de la energía cinética y de la energía potencial permitía obtener el equilibrio del sistema. Y el carácter conservativo del campo de fuerzas suponía la reversibilidad del movimiento y la independencia del tiempo; lo importante eran los puntos de equilibrio, no la trayectoria de un punto a otro del sistema.
El principio de conservación de la energía, al que llegaron distintos físicos por aproximación y partiendo de la experiencia, se convirtió en una idea de gran potencia. Su generalidad y universalidad permitió durante años albergar la hipótesis de que conduciría a la unidad de las ciencias físicas. A ello contribuyó la aplicación de las ecuaciones diferenciales al estudio de múltiples problemas físicos.
Esa idea de una propiedad inmutable expresada en términos matemáticos, pero aplicable a cualquier sistema cerrado, contribuyó de manera decisiva a la conformación de la física clásica. Purrington (1997) sostiene que el principio de conservación de la energía supuso el establecimiento final de la visión mecánica del mundo que caracterizó este período.
La concepción determinista del mundo, regido por leyes estables y permanentes, recibió un gran espaldarazo con el nacimiento de la termodinámica. Y los economistas de la época no fueron ajenos a este impulso. Esta filosofía era la que había inspirado en gran medida a los clásicos; pero el método de los economistas neoclásicos suponía una ruptura. Las matemáticas pasaban a ser el lenguaje esencial de la economía; y la utilización de los instrumentos matemáticos de la física de mediados del siglo XIX llevaba aparejada la visión mecánica del funcionamiento del mecanismo de mercado.
Los primeros neoclásicos dejaron constancia escrita de la semejanza buscada de su método con el de la física. Su propósito era elaborar una mecánica social, que descubriera las leyes de la economía y las expresara con el mismo rigor matemático que el de la mecánica natural. Irving Fisher, cuya tesis de 1892 contiene la versión quizá más depurada del modelo neoclásico de determinación de los precios, incluso incluyó una tabla de correspondencias explícitas entre los elementos de su teoría de la demanda y los de un sistema mecánico cerrado.5
Como señala Mirowski (1989), no se trata simplemente de un recurso a la física como inspiración o como metáfora aproximada. Estamos ante una aplicación consciente y explícita de los métodos y leyes de la física a la economía. Lástima que esta voluntad de importación se quedara anclada en la primera ley de la termodinámica.
Porque lo más fascinante de esta historia es que, algunos años antes de que Walras y Jevons construyeran las bases de la teoría económica neoclásica con la vista puesta en la mecánica y la conservación de la energía, la física ya había iniciado un camino que la conduciría a una revolución que demolería el edificio determinista durante las siguientes décadas.6 Y este camino empezó con la observación de que el calor siempre fluye en una sola dirección, del cuerpo caliente al frío. Algo cambiaba junto al movimiento, haciéndolo irreversible.
La generalización de esta observación la realizó Rudolf Clausius acuñando el concepto de entropía, que puede entenderse como la proporción de energía limitada o no disponible (que no puede generar trabajo) respecto a la energía libre o disponible (que sí puede transformarse en trabajo) en una estructura. La segunda ley de la termodinámica señala que el universo tiende a la máxima entropía, experimentando un continuo proceso de degradación cualitativa irreversible. Este proceso puede entenderse también como la transformación del orden en desorden.
Cien años después, Georgescu-Roegen (1971) sostenía que la ley de la entropía es indispensable para entender el proceso económico y su naturaleza ligada al cambio cualitativo. Se extrañaba también de que nadie entre los economistas neoclásicos, ni entre los pioneros ni entre sus seguidores, reparara en la necesidad de asimilar el cambio de visión sobre el mundo que se estaba gestando en la física.
EL DESARROLLO Y LA CONSOLIDACIÓN DEL PARADIGMA NEOCLÁSICO
En las seis décadas que mediaron desde la publicación de las obras marginalistas hasta la irrupción de la Gran Depresión, la teoría neoclásica se desarrolló y consolidó, convirtiéndose en un sólido paradigma. El inicio de esta fase coincidió con la creación de las primeras cátedras, que pronto abandonaron el adjetivo «político» para quedarse en economía a secas, una ciencia mayor de edad.
La teoría neoclásica fue creciendo en tres planos distintos.
El primero es el del equilibrio parcial, el análisis de un único mercado siguiendo el método de Marshall, que permite mayor flexibilidad y aproximación a la realidad. El segundo es el del equilibrio general, que conlleva un grado mayor de formalización y también de simplificación en los supuestos. El último plano es el macroeconómico, que durante años resultó ser el más incómodo para los economistas neoclásicos. También es el plano donde antes se evidenciaron algunas de las carencias del paradigma y el que ha generado mayor discusión.
Una vez establecida la teoría de la demanda del consumidor como determinante fundamental del valor, el primer desafío para la incipiente escuela neoclásica era el tratamiento adecuado de la producción. La herencia clásica era rica y sólida, pero había que reemplazarla, porque se fundaba en una concepción material del valor que no parecía fácilmente reconciliable con la utilidad. Al mismo tiempo, la crítica de Marx a la economía clásica cobró fuerza, y su refutación exigía una explicación de los mecanismos de distribución de la renta tan rigurosa como la teoría del consumo.
La ficción de la economía de intercambios, con las dotaciones de los bienes como variable exógena no podía ser el fundamento para la teoría de la oferta, ni desde una perspectiva microeconómica ni, mucho menos, desde una perspectiva agregada. La ley de los rendimientos marginales decrecientes del factor variable podía apoyar una curva de oferta microeconómica con pendiente positiva por su efecto sobre el coste marginal. Pero no todo se podía reducir a la tecnología; había que considerar también el tiempo y su efecto sobre la posibilidad de variar la cantidad de distintos factores, en particular, el capital.
Hubo algunos intentos iniciales de vincular el mundo de la producción con la utilidad. Una opción era imputar los cambios en la utilidad del consumo a los factores y los incrementos en la producción que generaban. Otra era aplicar el anverso de la teoría del consumidor a la oferta de trabajo suponiendo que este provocaba desutilidad al individuo.
Finalmente tomó cuerpo un enfoque similar al adoptado en el consumo, con empresas que maximizaban beneficios en un entorno competitivo y cuyo fundamento analítico era la función de producción. Esta se concebía como una representación de las posibilidades técnicas de producción mediante la combinación de distintas cantidades de factores. En principio relacionaba la cantidad máxima de producto de un bien con cada combinación de cantidad de capital y de trabajo empleados.7
Entre las propiedades básicas atribuidas a la representación de la tecnología mediante la función de producción, los economistas neoclásicos destacaron la no convexidad, que expresaba la inexistencia de rendimientos crecientes.8 Suponiendo mercados de bienes y de factores perfectamente competitivos, la maximización de beneficios por parte de las empresas exige la igualación de las remuneraciones reales de los factores con su productividad marginal. Así se llegaba al resultado de que la demanda de factores de las empresas era su curva de productividad marginal.
Para el factor trabajo, este resultado parecía relativamente intuitivo, aunque tenía una gran trascendencia como refutación de la teoría marxista de la plusvalía. La remuneración que recibe el trabajo es su productividad marginal, y el propietario del capital obtiene como beneficio la diferencia acumulada entre la productividad de cada hora de trabajo y el salario real. La oferta de trabajo dependía del crecimiento de la población, que se podía suponer constante en el corto plazo, así como de la desutilidad marginal del trabajo, que se suponía creciente y derivada de la elección entre la renta y el ocio. Los trabajadores solo estaban dispuestos a trabajar más horas a cambio de un mayor salario real.
Integrar el capital en el análisis era más peliagudo, pero se consiguió aplicando el mismo método.
Las empresas demandan bienes físicos, los cuales, combinados con trabajo y otros factores, les permiten aumentar la producción durante varios períodos. Incluso para una misma empresa, estos bienes que componen el capital son heterogéneos: máquinas, almacenes, medios de transporte, tiendas, etc. Cada uno tiene su precio, que es distinto del precio del capital como factor o de su coste de utilización, que incluye el interés que se paga a los propietarios de los fondos que han pagado la adquisición de los bienes, así como la depreciación.
La teoría neoclásica supone que la productividad del capital tiene las mismas propiedades que la del trabajo: es positiva y decreciente, porque cuando se combinan cantidades adicionales de capital con la misma cantidad de trabajo, el incremento en la producción es cada vez menor.
La oferta de capital deriva del ahorro de los hogares, la parte de su renta que no consumen. Irving Fisher aplicó la teoría del consumo a un marco con varios períodos, en el que los individuos maximizan su utilidad intertemporal, que depende del consumo presente y del consumo futuro. En este caso, su restricción presupuestaria viene dada por la igualdad entre el valor actual del consumo y el valor actual de sus rentas. La hipótesis básica aquí es la preferencia por el consumo presente; los agentes prefieren consumir hoy a consumir en el futuro; esperar tiene un precio, que es el tipo de interés, la recompensa por posponer el consumo presente. Para aumentar la cantidad de ahorro ofrecida es preciso que el tipo de interés aumente.
El precio del tiempo se determina así en un mercado de recursos financieros en el que las empresas demandan fondos para invertir (ampliar su stock de capital) y los hogares ofrecen su ahorro. Así, el tipo de interés real de equilibrio es el que iguala el ahorro y la inversión.
Este análisis de la esfera de la producción permitió ofrecer un fundamento sólido tanto a la ley de Say como a la justicia de la distribución de la renta en el sistema capitalista. Se pudo demostrar además que un equilibrio general que cumpla las propiedades neoclásicas de las funciones de oferta y demanda sería un óptimo social de acuerdo al criterio de Pareto.9 Para razonar en términos macroeconómicos se desarrolló la función de producción agregada, que expresaba la producción total asociada a distintas cantidades de trabajo y de capital agregados.
El supuesto de rendimientos constantes a escala permitía concluir que la retribución al trabajo y al capital de acuerdo a su productividad marginal agotaba el producto. En situación de equilibrio, por tanto, no había cabida para los beneficios extraordinarios (superiores al tipo de interés), puesto que la competencia tendería a eliminarlos. El residuo para el empresario (entendido como aquel que pone en marcha el proceso de producción, asume un alto riesgo y se queda con el beneficio residual) era transitorio. El reparto de la renta entre capital y trabajo no solo es justo, ya que corresponde con su aportación marginal al producto; además, el crecimiento mediante la acumulación de capital eleva los salarios reales. Marx tenía razón en predecir el decrecimiento de la tasa de beneficios; pero esta dinámica acabaría beneficiando a los trabajadores.
Por otra parte, siempre que se deje al mercado de trabajo funcionar sin trabas, la producción será la máxima compatible con las restricciones en las dotaciones de factores, las preferencias y la tecnología. La flexibilidad del salario real igualará siempre la demanda y la oferta de trabajo; las horas de trabajo que correspondan a ese equilibrio determinarán el volumen de producción real. Y siempre habrá demanda para ese nivel de producción a los precios adecuados. La economía siempre estaría produciendo con plena utilización de los recursos y no existirían trabajadores desempleados, en el sentido de estar dispuestos a trabajar al salario real de mercado y no poder encontrar trabajo.
El dinero no interviene para nada en el proceso de coordinación temporal de los planes de producción y consumo. Las versiones neoclásicas de la formulación de la teoría cuantitativa del dinero admitieron cierta sensibilidad al tipo de interés al incorporar la demanda por motivo de precaución. Pero en aquellos años de florecimiento del patrón oro, la conclusión de la teoría seguía separando el mundo real del mundo monetario. Después de crisis recurrentes cada diez años a lo largo del siglo, el último cuarto del siglo XIX y el primero del siglo XX fueron relativamente estables, ya que los episodios de crisis (1873, 1907 y 1921) se espaciaron de manera notable. Los neoclásicos entendían estos fenómenos como anomalías temporales, cuya superación requería dejar que el mecanismo de mercado se ajustara con la menor intervención posible.
En definitiva, el paradigma dominante actual en economía se formó entre 1870 y 1929 adoptando el método y la visión mecánica del mundo de la física clásica, ya en sus estertores. El equilibrio y su caracterización matemática partiendo de la optimización individual se convirtieron en las bases fundamentales de la ciencia económica, aplicándose tanto a la demanda como a la producción.