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INTRODUCCIÓN HUMILDAD Y CAMBIO
ОглавлениеQue la profesión económica pudiera ganar en humildad como consecuencia de los acontecimientos recientes es algo que debería desearse de todo corazón.
AXEL LEIJONHUFVUD (2009)
El coste verdadero de la crisis financiera no es el coste fiscal de los programas. El coste verdadero se mide en el sufrimiento humano y en el daño económico que ha causado, que es enorme. Son los empleos perdidos, las viviendas ejecutadas, las carreras universitarias que no se puede sufragar, las jubilaciones que han tenido que retrasarse.
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Aquel otoño no iba a ser como los demás. El dinero estaba asustado. El viernes, al cierre de los mercados en Wall Street, se contenía el aliento a la espera del anuncio de alguna nueva baja; se cruzaban apuestas sobre si esta vez sería un banco, un fondo de inversión, una aseguradora o las agencias hipotecarias. Algunos funcionarios federales pasaban los últimos fines de semana del verano en la oficina. En Nueva York, los jefes de los grandes bancos de inversión debían estar localizables el sábado para las autoridades; podían llamarles en cualquier momento para decidir sobre una compra a precio de ganga o para informarles de la inminente quiebra de su banco.
Durante aquellas semanas de 2008, el centro de mando de las finanzas mundiales, con su sofisticación, talento y genio para la acumulación, se tambaleaba. No se trataba en esta ocasión de un pánico pasajero o de una sana corrección de precios. El daño había alcanzado órganos vitales del engranaje, desencadenando una espiral destructiva que pronto se extendió por la economía.
El crédito dejó de fluir, los hogares frenaron el gasto y comenzaron a temer por la seguridad de sus depósitos y de sus inversiones; las empresas tenían dificultad para mantener el acceso a la financiación a corto plazo para su actividad y paralizaron los proyectos de inversión. El sistema financiero dejó de cumplir en algunos momentos sus funciones económicas esenciales: la crisis era sistémica y la amenaza de una nueva depresión como la de la década de 1930 era real.
Tras algunos titubeos iniciales y dificultades en el diagnóstico, la respuesta de la política económica fue contundente. En un corto espacio de tiempo se adoptaron medidas de corte fiscal, monetario y financiero que se situaban al margen de la ortodoxia de los últimos años. Y en pocos meses se coordinaron esas medidas entre los jefes de Estado y de Gobierno en el G20, al mismo tiempo que se inyectaban recursos en las instituciones financieras multilaterales para evitar el contagio hacia los países emergentes y en desarrollo.
La respuesta política concertada de los Estados evitó la depresión. Se consiguió frenar primero el bucle destructivo y después restaurar de manera gradual la estabilidad en el sistema financiero. Aunque con menos vigor de lo habitual tras una recesión profunda, la economía retomó una senda de expansión. La zona euro ha sido una excepción, puesto que desde principios de 2010 experimentó una mutación del mismo desorden financiero-real que golpeó a ambos lados del Atlántico en 2008, cuyas consecuencias económicas y sociales han sido devastadoras.
Dado que fueron los asesores económicos y otros economistas los que idearon la respuesta política que evitó el catastrófico escenario de la depresión, estaríamos ante un nuevo éxito de la economía... ¿o no?
No conviene restar valor al acierto en la política económica de finales de 2008 y principios de 2009. Pero aquello fue acción sin teoría; y el pragmatismo del momento no parece un programa satisfactorio para una pretendida ciencia. La ausencia de correspondencia entre las recetas que se aplicaron y las que hasta entonces se consideraban deseables ya apunta al grave desgarro que para la economía ha supuesto esta crisis.
Aunque se haya evitado la depresión, la chispa que prendió en 2007 ha llevado al sistema económico del mundo desarrollado a una triple crisis de eficiencia, de equidad y de legitimidad.
Las estimaciones del coste de la crisis en términos de bienestar material para Estados Unidos oscilan entre un 40 y un 100% del PIB.1 En los países europeos que han sufrido la doble recesión, las pérdidas acumuladas de producción respecto a la tendencia previa se situarían por encima de ese rango. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el número de personas en paro ha aumentado en 28 millones en el lustro posterior a 2007, la mitad de ellos en los países desarrollados, incluyendo 4 millones en España. Si se añade el colectivo de trabajadores que han dejado de buscar trabajo, la brecha de empleo que se ha abierto alcanza a 67 millones de personas en todo el mundo. Un gran desperdicio de recursos y un empobrecimiento no solo en términos de renta sino también de oportunidades y de capacidades.
La distribución de estos enormes costes entre los diferentes estratos de la población ha sido muy desigual. En los países anglosajones, la tendencia al aumento de la desigualdad en la distribución de la renta se interrumpió en 2009 por el efecto de la crisis sobre las rentas del capital, pero se ha reanudado a partir de 2010.2 En los estados europeos continentales, donde la distribución se había mantenido más estable en las últimas tres décadas, la crisis ha producido un aumento notable de la desigualdad. Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, 2014), la renta del 10% más pobre de los hogares españoles cayó un 14% anual entre 2007 y 2010, mientras que la renta del 10% más rico lo hizo en torno al 1% anual (nótese que la peor fase de la crisis estaba por llegar).
Por último, las intervenciones públicas para restaurar la estabilidad y atenuar las consecuencias económicas de la crisis han subvertido algunos de los principios básicos del sistema de economía de mercado. El Estado ha comprometido volúmenes ingentes de recursos de la Hacienda Pública para sostener empresas privadas, ya sea mediante préstamos, adquisición de acciones o asunción de riesgos. Así, salvo escasas excepciones, no ha funcionado el principio de que quien asume los riesgos puede ganar o perder.
Nada de lo anterior es achacable a factores exógenos, como una guerra o una pérdida de población o de capital físico. Más bien al contrario, el entorno es muy favorable para la economía, puesto que a escala global asistimos a un choque positivo en la oferta agregada que amplía las posibilidades de producción. La integración en el mercado mundial de China y de otras economías emergentes con altas tasas de ahorro eleva la fuerza de trabajo y el capital, mientras la tecnología sigue progresando a un ritmo exponencial. A pesar de las admoniciones sobre un inexorable declive occidental, este cambio estructural en la economía mundial crea nuevas oportunidades de aumentar el bienestar material para los países desarrollados.
Sin perjuicio de la incisiva pregunta de la reina Isabel de Inglaterra en su visita a la London School of Economics, el problema no es que la ciencia económica no predijera la calamidad. Aunque circulan listas de economistas «listos» que mostraron su presciencia, es poco probable que incluso los más lúcidos de entre ellos imaginaran una debacle del sistema de tales proporciones. Es dudoso, en todo caso, que la predicción forme parte de las razones de ser de una ciencia social como la economía. El problema es la incapacidad del paradigma económico dominante de entender y explicar el comportamiento de la economía y del sistema financiero en estos años.
Sin entrar en las disquisiciones sobre las causas y los culpables de la crisis, las ideas económicas dominantes han sido determinantes. La visión del funcionamiento agregado del sistema económico que encarnan ha inspirado muchas de las decisiones individuales y las políticas aplicadas en los veinticinco años previos. Detrás de fenómenos como la reducción de la tributación de las rentas del capital, la debilidad de la regulación de los mercados financieros o la gestión de la crisis del euro hay siempre una teoría o modelo económicos. La influencia de los intereses, en particular los de la plutocracia financiera y corporativa, en el proceso que nos ha llevado hasta donde estamos hoy ha sido probablemente alta. Pero haciendo caso a la advertencia de Keynes sobre el poder de las ideas, quedémonos con la economía.
La crisis es lo más cercano a una refutación empírica del paradigma dominante que permite una ciencia social. La responsabilidad derivada de este fallo es enorme.
Una primera reacción aconsejable hacia fuera es la humildad. Debemos asumir que no entendemos bien cómo funcionan la economía y el sistema financiero. Admitir los errores y la limitación de nuestro conocimiento parece lo mínimo que merece el resto de la sociedad, que viene soportando desde hace años el tono arrogante con el que muchos economistas prescriben recetas a políticos democráticamente elegidos, trabajadores y empresas, así como la falta de explicación o de juicio crítico cuando las recetas fracasan.
Pero hacia dentro de la economía, la actitud debe ser muy diferente. Hay que trabajar por un cambio profundo en la disciplina. El debate actual se centra en el alcance de este cambio. Hay quien, como Paul Krugman, considera que no nos enfrentamos a un fallo conceptual, sino solo a un problema de miopía (los economistas no estábamos mirando al sitio adecuado), y a la adopción de políticas exóticas como la austeridad expansiva, alejadas de las recetas de la economía convencional.
Al contrario, la tesis central de este libro es que el fallo tiene raíces profundas y no se podrá remediar con reformas y refinamientos del paradigma vigente. Requiere una visión nueva que quizá precise de una revolución científica, en el sentido kuhniano, que alumbre un nuevo paradigma capaz de explicar el funcionamiento del sistema económico y financiero actual.
Las bases para este «paradigma alternativo» ya existen, asentadas en la sorprendente riqueza y lucidez de gran parte del pensamiento económico que no pertenece a la corriente central de la ciencia y que se nutre también de otras disciplinas como la psicología, la sociología o la biología.
Hay además algunos signos alentadores de cambio. Se aprecian síntomas que apuntan a que la economía puede haber entrado en un período de ciencia extraordinaria. Varios de los rasgos que Thomas Kuhn atribuía a este estado previo a una revolución se empiezan a observar: discusiones sobre el método, críticas explícitas al paradigma vigente, disposición a introducir cambios en los modelos convencionales...3 incluso los estudiantes universitarios están reclamando una aproximación distinta a la enseñanza de la economía.4
No obstante, el riesgo de inmovilismo es elevado. Tras el paréntesis de heterodoxia pragmática de los momentos más críticos, la visión dominante vuelve a inspirar los análisis y las recomendaciones, aunque ahora se vistan de otra manera para que no chirríen en exceso. La crisis del euro ha vuelto a evidenciar hasta qué punto las recetas derivadas de la ortodoxia chocan con la realidad de las economías y el daño que puede generar su aplicación.
El paradigma dominante es muy resistente y ejerce una gran capacidad de atracción.
El resultado de esta confrontación de ideas depende de los economistas, así como de la presión del resto de los ciudadanos para que la economía cumpla su función, entienda mejor su objeto y evite desastres como el que hemos vivido.