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3 ¿QUÉ FUE DE LA REVOLUCIÓN KEYNESIANA?

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Los años más convulsos del siglo XX fueron testigos de la segunda revolución que ha afrontado la economía desde su nacimiento. En esta ocasión el detonante fue empírico: un descalabro económico de tal magnitud que llegó a cuestionar la viabilidad del sistema capitalista.

En apenas cuatro años, entre 1929 y 1933, las principales economías del planeta se desplomaron. La producción cayó casi un 30% en Estados Unidos y un 16% en Alemania. La tasa de paro estadounidense pasó del 3% al 24%, mientras que al final del período en algunos países el porcentaje de la población activa desocupada llegaba al 30%.

El desencadenante de este cataclismo real fue el desorden monetario y financiero que fue prendiendo en el frágil entramado fraguado tras la Primera Guerra Mundial por los vencedores. Cuando la Bolsa de Nueva York inició su vuelta a la realidad en octubre de 1929, después de una manía especulativa severa, la producción industrial ya estaba en retroceso. Durante algo más de un año, muchos pensaron que asistían a una saludable corrección de los excesos, como sucedió también entre el verano de 2007 y el otoño de 2008.

Sin embargo, a finales de 1930 se produjo una fuga de depósitos en el Banco de Estados Unidos, una entidad privada con sede en Nueva York. Y, cuando en la primavera de 1931 el primer banco austríaco quebró, la llama del pánico bancario ya no se detuvo. Después de dar la puntilla a una Alemania exhausta, la desconfianza llegó hasta Londres, el corazón de las finanzas mundiales, y arrasó durante los meses siguientes el fragmentado paisaje bancario estadounidense. Las retiradas de depósitos aceleraron la contracción del crédito y la deflación en los precios de los activos, multiplicando las quiebras. El sistema del patrón oro, que se había asentado en los flujos de financiación internacionales, se desmoronó a partir de la salida de la libra esterlina, en septiembre de ese mismo año. Durante el cuatrienio fatídico, la cantidad de dinero y el nivel de precios en Estados Unidos se redujeron en un tercio; el índice de la Bolsa neoyorquina se contrajo un 90% y no volvió a su nivel previo a la crisis... ¡hasta 1954!

Esta disfunción generalizada en la economía y sus instituciones, así como el empobrecimiento súbito que produjo, no fueron causados por una calamidad exógena. La Gran Guerra había terminado hacía más de diez años, y la década de 1920 fue próspera. La investigación posterior ha tendido a resaltar los errores de política económica que se cometieron en aquellos años, con particular atención a la política monetaria;1 pero no fue la estulticia de las autoridades económicas la que provocó la Gran Depresión.

La debacle de la década de 1930 fue la consecuencia de un proceso endógeno, una manifestación elocuente del (des) equilibrio general, de la interdependencia de los distintos engranajes del sistema. Pero el mecanismo no funcionó de acuerdo a la ley natural. No era la primera vez que una manía especulativa daba paso a un pánico financiero que acababa en un crac que deprimía la demanda nominal y la producción de manera temporal. Los precios bajaron, los salarios bajaron, la cantidad de dinero cayó drásticamente..., pero el proceso esta vez no se detuvo, sino que se agravó. El velo se convirtió en soga, la «mano invisible» tiró de ella y la demanda menguante diezmó la producción.

El funcionamiento autónomo del sistema degeneró en una enfermedad grave para la que los mecanismos inmunes de defensa no parecían tener cura. Los cuatro años que siguieron a 1933 fueron testigos de una recuperación de la actividad. Pero tras la recaída que produjo la desafortunada contracción monetaria y fiscal de 1937, la depresión solo se acabó de superar con el rearme y la movilización de la Segunda Guerra Mundial.

LA «TEORÍA GENERAL»

La refutación empírica es siempre escurridiza en el ámbito de las ciencias sociales. Pero la Gran Depresión refutó la concepción neoclásica del funcionamiento de la economía agregada, basada en la ley de Say y la teoría cuantitativa del dinero. Fueron varios los economistas que trataron durante aquellos años de pergeñar una teoría alternativa que explicara la realidad y orientara sobre cómo recuperar la estabilidad y el pleno empleo. Uno de ellos se elevó por encima de los demás, y su nombre ha dominado la ciencia económica desde la publicación de su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero el 4 de febrero de 1936.

John Maynard Keynes se hallaba en una posición ideal para liderar una revolución. Keynes era un economista de formación neoclásica y ética hedonista; discípulo de Alfred Marshall en la Universidad de Cambridge; funcionario en el Tesoro de su Majestad y participante en la Conferencia de Paz de París (1919); fundador y editor de The Economic Journal, gran polemista; especulador en los mercados e ideólogo del Partido Liberal del Reino Unido. Su pensamiento estuvo siempre pegado a los problemas reales del capitalismo de su tiempo con la idea de salvarlo de sus propias patologías.

Su Teoría general es un libro de estilo más clásico que neoclásico; los números y las ecuaciones escasean (a pesar de que su autor era un avezado matemático). Desde la «Introducción», el propósito está claro: refutar los postulados básicos de aquellos que él denominaba todavía clásicos: la ley de Say, la igualdad ex ante del ahorro y la inversión y la oferta de trabajo basada en el salario real. La teoría neoclásica solo era aplicable a un caso particular y más bien poco probable. Keynes quiso elaborar una «teoría general», en el sentido de explicar cómo se determinan los niveles de producción y de empleo.

Las empresas producen de acuerdo a la demanda que perciben (la «demanda efectiva»). Dado que una parte de los incrementos de renta se ahorran, la dinámica de la demanda efectiva viene dada por la inversión. La identidad entre ahorro e inversión se cumple siempre ex post, pero no ex ante.2 El problema macroeconómico esencial es conseguir que la inversión sea lo suficientemente alta para que la producción permita llegar al pleno empleo. El análisis del incentivo a invertir concluye que la inversión es una variable muy volátil, porque depende de la expectativa de rentabilidad futura que tienen los empresarios en un mundo incierto (la llamada «eficiencia marginal del capital») y el tipo de interés, que se determina en el mercado de dinero.

La Teoría general de Keynes se asienta en dos innovaciones fundamentales respecto a la visión neoclásica.

La primera se refiere al mercado de trabajo; la demanda de trabajo sigue siendo la curva de productividad marginal decreciente, pero Keynes considera que los salarios monetarios no se ajustan para alcanzar un salario real de equilibrio que garantice el pleno empleo. No solo existe, en el seno de las economías modernas y democráticas, una gran resistencia por parte de los trabajadores y sus representantes a la reducción del salario en dinero. Sino que en términos agregados y en una economía poco abierta al exterior, los descensos de salarios no conseguirán en general restablecer el equilibrio. El efecto positivo sobre los beneficios quedará más que compensado por el descenso en la demanda efectiva derivado de la menor renta disponible de los hogares, así como por el aumento en la carga real de las deudas.

Esta idea es esencial para la tesis central de que es la demanda efectiva la que determina la producción y el empleo. Cuando aumenta la demanda nominal crecen los precios, cae el salario real y sube la producción.

La segunda innovación tiene que ver con la incertidumbre y el vínculo que crea entre el dinero y la producción (el título preliminar de la obra era la «Teoría monetaria de la producción»). Keynes considera que el rasgo definitorio de la mayoría de las decisiones económicas es que se toman bajo incertidumbre. Elaboró una teoría de la probabilidad que exploraba la formación de creencias racionales respecto al futuro con distintos niveles de conocimiento. Consideró la probabilidad como una relación lógica, no estadística, llegando a la conclusión de que en muchos casos simplemente no sabemos cuál es la probabilidad (Keynes, 1921). Su concepción fue evolucionando, de manera que, cuando escribió la Teoría general, la probabilidad tenía para él un componente intersubjetivo (los individuos la forman en interacción con el grupo) que condicionaba la toma de decisiones sobre el futuro.

En una economía moderna, la producción y el empleo fluctúan dependiendo de esa tensión entre el dinero y la inversión, la especulación y la empresa, una tensión marcada por la incertidumbre.

Todo el meollo de la acción de invertir está en conseguir domeñar las fuerzas de la ignorancia sobre el futuro.3 No hay productividad marginal física del capital; la función de producción queda amputada. La eficiencia marginal del capital es una medida subjetiva; es también decreciente respecto al volumen de inversión, pero es frágil y cambia con los ánimos del empresario (los denominados animal spirits).

El dinero se demanda por sí mismo; forma parte de la riqueza de los agentes por los servicios que presta, que son un antídoto contra la incertidumbre. Ya no se puede sostener que todo lo que se ahorra se invierte; parte del ahorro se puede mantener en dinero, haciendo que el tipo de interés sea superior al que permite que la inversión alcance su nivel de pleno empleo. Y la preferencia por la liquidez puede llegar a ser tan extrema que los intentos de reducir el tipo de interés aumentando la cantidad de dinero sean infructuosos, lo que da lugar a la trampa de la liquidez.

Las dos innovaciones están inextricablemente ligadas, y ambas son imprescindibles para la Teoría general. La inestabilidad de la inversión y de la demanda no sería un problema si la oferta fuera perfectamente flexible. Tampoco sería preocupante que el mercado de trabajo no permitiera ajustar el salario real al de pleno empleo si la demanda fuera muy estable.

LA REVOLUCIÓN QUE SE DISIPÓ

La Teoría general tuvo un impacto casi inmediato en la ciencia económica.

Enfureció a muchos de los más provectos, entusiasmó a la mayoría de los jóvenes e inspiró a los de mediana edad, que fueron los que lideraron su difusión y consolidación. Produjo una llamada a la acción. Consiguió que las autoridades económicas asumieran la responsabilidad sobre la estabilidad macroeconómica y el nivel de empleo. Y alumbró la macroeconomía como disciplina cuantitativa, impulsando las investigaciones estadísticas sobre la renta nacional y sus componentes. El siguiente paso fue la elaboración de modelos econométricos para estimar de forma empírica la naturaleza precisa de las relaciones básicas entre las macromagnitudes y para que sirvieran en la evaluación de las políticas fiscal y monetaria.

Pero en el sentido teórico, la revolución keynesiana ha acabado siendo una revolución inacabada, incluso fallida (Passinetti, 2007).

El legado que mejor ha resistido el paso del tiempo ha sido la incorporación plena del dinero al análisis sobre el funcionamiento de una economía moderna. A partir de Keynes, el dinero se ha considerado parte de la riqueza de los agentes como otro activo. Y sus ideas contribuyeron a romper de manera definitiva las cadenas del patrón oro, dejando paso de manera gradual a un sistema monetario puramente fiduciario.4 Fue un precursor también de la estabilidad de precios como objetivo básico de la política monetaria, aunque a veces parezca un invento reciente.

Por el contrario, sus dos innovaciones teóricas fundamentales no se han asumido y apenas se han desarrollado. El paradigma neoclásico las fagocitó, excluyéndolas de la «Síntesis» que comenzó a fraguarse meses después de la publicación de la Teoría general. La exégesis de Hicks (1937) ya advertía de que la teoría de Keynes era en realidad el caso especial, esbozando el célebre modelo IS/LM (denominación de las curvas de equilibrio en los mercados de bienes y de dinero, respectivamente) que ha servido a miles de estudiantes como representación de la macroeconomía.

La tentación de una síntesis en clave neoclásica era hasta cierto punto lógica. La Teoría general es una obra escrita en circunstancias económicas muy convulsas con el propósito claro de galvanizar una acción eficaz para sacar al mundo del marasmo en el que había caído. Se esbozaba un modelo y se analizaban en profundidad los puntos de fricción con la ortodoxia vigente. Pero Keynes no articuló de manera explícita el cambio en la microeconomía que su visión agregada implicaba; sus leyes psicológicas (la propensión marginal a consumir, la preferencia por la liquidez, el incentivo a invertir) tenían una explicación razonada pero no una deducción completa.

En Estados Unidos, el protagonista principal de la Síntesis fue Paul Samuelson, quien en 19475 publicó sus Fundamentos del análisis económico y apenas un año después, un célebre manual que se ha utilizado en universidades de todo el mundo durante décadas. Desde el Massachusetts Institute of Technology (MIT), Samuelson ha sido una de las figuras más influyentes en la esfera de la economía en la segunda mitad del siglo XX, tanto por sus numerosas contribuciones a los más diversos campos (comercio, teoría del consumo, teoría del capital, teoría del ciclo y teoría financiera) como por que entre sus alumnos se cuentan muchos de los más renombrados economistas actuales.

La economía keynesiana se popularizó así como una síntesis abigarrada entre una macroeconomía que mostraba una cierta incapacidad para alcanzar el equilibrio con plena utilización de recursos sin ayuda de las políticas de demanda y la microeconomía heredada de los neoclásicos. Una de las explicaciones para reconciliar esta aparente paradoja recurría de nuevo al tiempo, en clave genuinamente marshalliana: en el corto plazo existen rigideces en algunos precios clave que dificultan mantener el pleno empleo de manera autónoma y provocan ajustes vía cantidades; a medida que va pasando el tiempo, los ajustes en precios se completan y las imperfecciones se diluyen, de manera que en el largo plazo el comportamiento de la economía no difiere mucho del equilibrio general de Walras.

En la década de 1950 se publicaron dos trabajos que ejemplifican esta coherencia entre macro keynesiana y micro walrasiana.

En 1954, Kenneth Arrow y Gérard Debreu publicaron un artículo sobre la existencia de equilibrio en una economía competitiva. Su modelo es el del «equilibrio general» de Walras, pero con noventa años más de rigor matemático embelleciendo el mecanismo, e incluyendo la producción. Su propósito es investigar en qué condiciones el sistema de ecuaciones de Walras tiene solución; y su alentadora conclusión es que probar la existencia del equilibrio exige solo algunas condiciones relativamente poco exigentes.6

En 1957, los artículos de Robert Solow y de Trevor Swan desarrollaron el modelo de crecimiento neoclásico, formalizando las relaciones y los instrumentos acuñados en las décadas anteriores. La renta per cápita crecía gracias a la acumulación del capital de que disponía cada trabajador y la tasa de crecimiento iba descendiendo por acción de la productividad marginal decreciente del capital en una función de producción agregada, hasta llegar al estado estacionario, donde la renta per cápita se estancaría. Cuanto mayor fuera la tasa de ahorro, mayor sería el nivel de renta per cápita y el salario real en el estado estacionario. Por último, para explicar el crecimiento de la renta per cápita a largo plazo observado en la realidad había que recurrir a un progreso tecnológico generado de manera exógena.

Tres años más tarde, el propio Solow y Samuelson trataron de poner la pieza final del modelo keynesiano, la ecuación perdida que debería determinar la pendiente de la curva de oferta agregada. No era razonable pensar que, en el entorno de fuerte crecimiento de finales de los años cincuenta, la producción y el empleo se podrían aumentar sin límite a corto plazo con políticas expansivas monetarias o fiscales. Era esencial refinar y ampliar el estudio del mercado de trabajo y su relación con la fijación de precios por las empresas para poder determinar, dado un incremento en la demanda nominal, qué parte se satisfaría con un aumento de la producción y qué parte supondría un aumento del nivel general de precios.

Con la relación estadística hallada por William Phillips unos años antes entre variaciones de la demanda de trabajo y variaciones de salarios monetarios para el caso británico, y suponiendo una función de producción con productividad marginal del trabajo constante, Solow y Samuelson obtuvieron la curva de Phillips, que pretendía expresar una relación estable entre la inflación y el desempleo (o entre la inflación y la producción).

No sospechaban entonces que aquel intento de culminar el modelo keynesiano sería su caballo de Troya. Pero la Síntesis tuvo que librar antes otra batalla por el otro flanco.

CAMBRIDGE CONTRA CAMBRIDGE

Algunos resistieron el empuje de la gran ola de la Síntesis. Un grupo de irreductibles, discípulos directos de Keynes en el viejo Cambridge británico, todavía influidos por la economía clásica y activos participantes en la crítica a la ortodoxia neoclásica que dio lugar a la Teoría general, no comulgaban con la asimilación. Se trataba de teóricos brillantes y originales como Joan Robinson, Piero Sraffa, Richard Kahn y Nicholas Kaldor. Aunque sus fuertes personalidades dificultaban su consideración como grupo, pronto pasaron a ser conocidos como los poskeynesianos.

Después de años de asistir impotentes a la imparable influencia y consolidación de la Síntesis, en la década de 1960 les llegó su oportunidad para ajustar cuentas con sus colegas del otro lado del Atlántico.

El objeto de la batalla teórica era la naturaleza del capital, nada menos. El modelo de Solow parecía dar una respuesta casi definitiva a las preocupaciones sobre la dinámica del capitalismo y la justicia en la distribución. Y la función de producción agregada era el principal concepto analítico en que se sustentaba el modelo. La producción per cápita era igual a la tasa de beneficios por el capital per cápita más el salario. Y las leyes técnicas de los rendimientos decrecientes hacían que la tasa de beneficios disminuyera a medida que aumentaba la renta per cápita mientras subía el salario. El tiempo del capitalismo jugaba a favor de los trabajadores.

Los teóricos ingleses cuestionaron la consistencia analítica de la agregación del capital en una masa uniforme independiente de la tasa de beneficios. En el caso del trabajo, sí podría tener sentido agregarlo, porque a pesar de las diferencias que puedan existir en su calidad, se suman horas de trabajo. Sin embargo, el capital está compuesto por bienes con características físicas distintas y perfiles temporales dispares tanto en su origen como en la duración de su aportación al proceso de producción. ¿Cómo homogeneizar este conjunto de bienes?

Los teóricos estadounidenses pensaban que bastaba con utilizar los precios de los bienes de capital. Los ingleses insistían en que era necesario utilizar una tasa de beneficios dada para expresar de manera homogénea los bienes de capital. Lo cual era incompatible con la tesis neoclásica de que la determinación de la tasa de beneficios era posterior a la función de producción. No existía, así, una relación monótona decreciente entre cantidad de capital y tasa de beneficios, que era la clave de la visión optimista sobre el devenir de los trabajadores bajo el capitalismo.

La base analítica para la argumentación inglesa fue desarrollada por Piero Sraffa (1960), quien incidía en que los bienes de producción habían sido producidos por otros bienes en distintos momentos del tiempo.7 Las variaciones del valor del capital con respecto a la tasa de beneficios no tenían por qué ser lineales, dándose casos en los que bajadas adicionales de la tasa de beneficios podían producir descensos en el valor del capital. A su juicio, la distribución de la renta no dependía de la productividad marginal y la oferta de los factores, sino de elementos institucionales.

Los estadounidenses trataron de responder, pero suponiendo que la relación entre capital y trabajo era la misma en toda la economía (vieja tentación para simplificar los quebraderos de cabeza de pensar el capital).

La Síntesis neoclásica no salió triunfante en la discusión teórica sobre el capital, a pesar de contar con la proverbial capacidad dialéctica y matemática de Paul Samuelson. Y la controversia coincidió con dos contribuciones que cuestionaban abiertamente y con gran lucidez la interpretación dominante de la Teoría general, esbozando algunos elementos básicos de la concepción microeconómica subyacente8 (Leijonhufvud, 1968; y Clower, 1965).

Pero las aguas de la corriente central de la economía no fluían hacia esta interpretación más heterodoxa del significado de la Teoría general; por el contrario, se estaba gestando una contrarrevolución cuya influencia ha llegado hasta nuestros días.

Por un cambio en la economía

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