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Educando en familia a cuatro hijos, trece años después

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por Ana Paulina Maya Zuluaga 1

Somos una familia formada por papá, mamá, una hija de veintidós años, un hijo de veintiuno, una hija de quince, un hijo de trece y tres gatos (que han llegado a ser siete y estuvieron acompañados, en alguna época, por una hermosa golden retriever que fue nuestra compañía, caballito y niñera por doce años).

Nos salimos del sistema escolar en 2007, y durante todos estos años he escrito mucho sobre la educación en familia y sobre nuestra experiencia, principalmente en los dos blogs que creé para ese fin. Decidí construir este texto aprovechando trozos de los relatos, experiencias y reflexiones creadas vividas durante todos estos años.

Una de las primeras preguntas que nos hace la gente es: ¿por qué razón tomaron la decisión de desescolarizar? Ahora tengo muy claro que hay unas razones por las que tomamos la decisión y otras muchas, que vamos descubriendo en el camino, que nos hacen mantenernos educando en familia. Lo que sigue es lo que escribí al respecto cuando llevábamos solo un año educando en casa.

Junio de 2008 - ¿Por qué educar en casa a nuestros hijos?

Esta es la pregunta obligada cuando contamos a alguien que nuestros hijos mayores no van al colegio. Hay muchos motivos que hemos ido descubriendo sobre la marcha pero, si vamos a ser sinceros, fueron dos los que nos animaron a “lanzarnos al agua”:

 el disfrute del aprendizaje compartido en los momentos de responder a las preguntas de los niños, consultar en un atlas, investigar en internet. Siempre quedaba la sensación de ¿por qué no hacemos esto más seguido? Y si yo estoy dedicada a ellos de tiempo completo ¿por qué no educarlos yo misma?;

 el factor económico. El colegio en el que estaban María Alejandra y Juan José era cada vez más costoso, y entonces ¿cómo íbamos a hacer cuando los cuatro fueran al colegio? Probablemente tendríamos que cambiarlos a uno más barato, pero ¿qué tan satisfechos estaríamos con la educación del nuevo colegio?

Ahora que cumplimos un año desde que salieron de “vacaciones indefinidas” vemos muchos cambios positivos que han sucedido en nuestros hijos:

 se ven felices y tranquilos, hacen lo que quieren y lo hacen porque les gusta, durante todo el tiempo que ellos quieran hacerlo;

 comen mejor, más saludablemente, pues de nuestro mercado desaparecieron los paquetes y los jugos de cajita; obviamente se aumentó el consumo de frutas, yogurt y queso;

 están alejados de esa presión consumista a la que estaban sometidos en el colegio, no andan pendientes del juguete o la ropa de moda, ni piensan que se van a morir si todos lo tienen y ellos no;

 han descubierto la libertad de seguir el ritmo de descanso que su cuerpo les demande: acostarse a dormir cuando sientan sueño o cansancio y levantarse en la mañana porque ya han dormido suficiente, y no porque tienen que correr o los deja el bus.

Y así podría seguir enumerando aspectos positivos. En conclusión, creo que hemos encontrado nuestro rumbo.

Hoy, a 2020, veo muchas fallas en el sistema escolar y sus prácticas, que no había visto cuando escribí lo anterior. Tengo claro que casi ninguna escuela tiene las condiciones necesarias de respeto y libertad que deben rodear a los niños durante su etapa de crecimiento y formación. Mi lista de motivos para preferir la educación en casa es muy, muy larga.

A medida que el tiempo pasa, seguimos aprendiendo, los hijos crecen y con ellos se superan unos miedos y aparecen otros.

Hablando de miedos, hay uno que parece bastante omnipresente y que genera una gran pregunta, tal vez la más repetida y que más nos cansamos de responder es: ¿qué pasa con la socialización? Ahora, con toda la experiencia acumulada, me sorprende que la gente pregunte esto de manera mecánica, que estén tan convencidos de que si los niños no van al colegio, no socializan; es como si creyeran que al no ir al colegio van a convertirse en jóvenes desadaptados y antisociales. ¿Se habrán preguntado alguna vez qué significa socializar? Sobre esto escribí cuando llevábamos dos años por fuera del sistema escolar y mis hijos mayores estaban comenzando su preadolescencia y adolescencia.

Agosto de 2009 - Socialización

Creo que, después de dos años sin colegio, ya puedo atreverme a hablar sobre la famosa pregunta que todos hacen: “¿Y la socialización?” Y es que, aunque había leído mucho sobre lo inquietante que resulta el tema para los que no conocen esta opción de educación, cuando tomamos la decisión de sacar a nuestros hijos del colegio, eso no me preocupaba tanto. Ahora puedo ver los cambios en mis hijos, sus progresos en el trato con los demás, y pienso que lo mejor que le pudo haber pasado a su socialización fue desarrollarla fuera del colegio, en el mundo real.

Para mí, la socialización que se da en el colegio es totalmente artificial: los niños son agrupados por edades, para comodidad del adulto, no porque sea lo mejor para el niño y su desarrollo. En la vida real estamos rodeados de personas de todas las edades, profesiones, temperamentos, niveles socioculturales, color de piel, acentos. Esa es la verdadera socialización y es la que les ofrecemos a nuestros hijos día a día al incluirlos en la vida cotidiana de la familia. De ninguna manera están encerrados en casa todo el día, ni les negamos la posibilidad de desarrollar sus habilidades sociales. Por el contrario, interactúan de manera natural, permitiéndose al mismo tiempo construir su personalidad y fortalecer su autoestima, alejados de las situaciones dañinas del ambiente escolar como el bullying, el abuso de poder, las relaciones verticales o las etiquetas.

Mis dos hijos mayores siempre han sido muy tímidos, especialmente con los adultos, pues con niños que acaban de conocer se integran fácilmente y pronto están jugando juntos; claro, ahora más que antes. Además, ahora importa menos si son o no niños de su misma edad o sexo.

El hecho de no ir al colegio hace que se relacionen con los adultos que los rodean de otra manera, desde otra perspectiva diferente a la de profesor-alumno, en la que existe una figura de poder y otra de sumisión y obediencia, a veces de temor. Esta relación puede dañar la autoestima y la imagen propia de un niño tímido o sensible, como le pasó a uno de los míos. Ante sus cambios de comportamiento, todas las profesoras coincidieron en culparme a mí y a mi nuevo embarazo, ¡como si construir una familia significara hacer daño a los hijos que ya tenía! Ahora ese niño, que hace dos años se veía triste, sonreía poco y miraba al piso cuando estaba frente a un adulto que no fuesen sus padres, se ha convertido en un niño que es amigo de todos los demás niños de todas las edades en el barrio; es un niño justo que no interviene en peleas o discusiones solo por tomar partido, es amable con los pequeñitos y no se deja intimidar por los más grandes, y todos lo buscan todo el día para jugar con él. Con los adultos todavía le cuesta: si le hablan, me mira como pidiendo ayuda, pero al menos saluda y se despide, cosa que antes no hacía. Lo difícil de su proceso me hace ver la profundidad del daño sufrido.

También debo admitir que la manera en que traté a mis primeros hijos en sus primeros años no me parece la más adecuada ahora, y tal vez yo también tenga una gran responsabilidad por su sufrimiento. Aunque podría simplemente disculparme por mi inmadurez, prefiero admitirlo y seguir buscando maneras de aumentar su confianza y mejorar su autoestima.

Mi hija mayor acaba de cumplir los doce años y no hay nada que me tranquilice más que saber que está viviendo el final de su infancia a su propio ritmo, sin presiones externas, sin afanes de novios, besos y otros temas que ahora las niñas manejan desde esta edad.

Yo sé que todo irá llegando a su debido tiempo, pero me alegra ver que todavía piensa en cuál disfraz va a usar para el próximo Halloween, en lugar de buscar la falda más corta para verse sexy (repito: sé que llegaremos a eso, pero todavía no es momento). Ella todavía puede aumentar un poco más su seguridad y su autonomía, y ejercitar el no dejarse presionar por los demás y defender sus ideas y deseos propios. De todas maneras, puedo ver que nota las diferencias entre los comportamientos de sus amigas y puede juzgar y opinar según su propio criterio, y aprender de lo que le gusta y de lo que no.

Mis dos hijos menores son afortunados porque les tocó una mamá distinta, más consciente, más respetuosa; ellos me han enseñado y todos ganamos. Por eso, saber que no van a recibir ni un poquito de todas las influencias que se derivan del colegio me asegura que no van a perder esa luz, esa espontaneidad que tanto me falta a mí misma y admiro en ellos. Ellos son cariñosos y, sobre todo, libres, y no conocen otra manera de ser.

Siguiendo con las típicas preguntas que despierta el homeschooling, muchas personas también quieren saber cómo es el día a día de una familia que educa en casa. Lo complicado es hacerles entender que no tenemos días típicos. Cada familia hace cosas distintas, e incluso una misma familia realiza actividades diferentes cada día, semana, mes y año. La vida evoluciona, se transforma; nuestros hijos crecen, las rutinas cambian. Para poner un ejemplo, comparto esto que alguna vez escribí sobre una tarde que fue especialmente bonita (que de esas también hay muchas aunque no lo son todas).

Junio de 2010 - Esta tarde

Se suman las tardes lluviosas a mi propósito de sentarme con ellos y engancharlos a quedarse en casa (sobre todo a Juanjo), a despegarse del televisor y de la computadora, a disfrutar de hacer cosas juntos. Hoy, a pesar del bloqueo que siento de solo pensar que mis propuestas vayan a recibir el rechazo como respuesta, tuvimos una tarde deliciosa.

Con Jacobo, Adelaida y Juan José hicimos yoga (con el libro que recibió Lalis Adelaida– en su cumpleaños); comieron palomitas de maíz; pintamos un mapa del mundo con pasteles grasos y acuarelas para nuestros viajes virtuales; Juanjo se fue un rato a la calle y Jacobo siguió pintando.

Adelaida me dijo: “Quiero practicar sumas”, y en eso estuvimos un buen rato. Se le ocurrió dibujar sus dos manos en el papel para ayudarse a contar con los dedos dibujados y llegar a los resultados de la sumas. Más adelante, se dio cuenta de que casi no necesitaba esa ayuda. Mientras tanto, Jacobo también quiso pintar sus manos y luego recortarlas.

Después, jugamos ajedrez, un regalo de cumpleaños que tiene un sistema muy lindo para ir conociendo cada ficha: viene con cartas que indican a cada jugador cuál ficha mover y cómo puede moverla. Jacobo, aunque ya se veía cansado, se interesó lo suficiente en el juego como para acompañarnos un rato y ver cómo nos “comíamos” mutuamente las fichas.

Para terminar, con María Alejandra preparamos unos suflecitos de mazorca que sacamos del libro de recetas para niños de Miriam Camhi.

No me puedo quejar: yoga, cocina, ajedrez, arte, matemáticas y geografía en una sola tarde.

Para seguir tejiendo esta colcha de retazos, comparto un escrito que resume muchas de las experiencias y aprendizajes que hemos vivido, contemplados en retrospectiva. También algunos retos que nos plantea el futuro, pues nuestra vida como familia que aprende en casa aún no termina.

Septiembre de 2015 - Ponencia en Medellín: “Homeschooling: rompiendo paradigmas”

Yo soy un producto perfecto del sistema escolar: la mejor del colegio, siempre en los primeros puestos; obtuve un puntaje altísimo en el examen de ICFES; estudié ingeniera electrónica, la carrera más difícil que conseguí; siempre lista para demostrarle a quien quisiera lo inteligente que soy. Digo que soy el producto perfecto porque fui una alumna obediente, competitiva, disciplinada, complaciente; el sueño de casi todo profesor. Pero en mi vida adulta, ser tan obediente y complaciente no lo he sentido como una ventaja; al contrario, en mi proceso de descubrirme como persona y saber quién soy y qué quiero, estas características han estorbado bastante, pues se me dificulta distinguir entre aquello que en verdad quiero y aquello que hago por dar gusto a los demás o cumplir sus expectativas.

Con mis hijos hice lo mismo que la mayoría: busqué el mejor jardín infantil cuando tenían dos años y luego el mejor colegio. Creo que, sin darme cuenta, en aquel momento mi vena alternativa y la de mi esposo empezaron a dejarse ver: buscamos un colegio que les diera libertades, y lo encontramos.

Mientras nuestros hijos mayores estaban en el colegio, por casualidades de la vida nos enteramos de que algunos niños se educaban sin ir al colegio, y nos quedó sonando. Yo me dediqué a buscar cuanta información pude encontrar por internet y le dimos vueltas a la idea por casi dos años. Después de un cambio de casa y un hijo más, conocimos a una familia que nunca había mandado a sus hijos al colegio y, una semana después de hablar con ellos, estábamos tomando la decisión que iba a cambiar nuestras vidas.

Elegir desescolarizar es una decisión, como todas las que tienen que ver con la educación, muy particular de cada familia, de sus condiciones y de su historia de vida. Admiro profundamente a aquellas familias que son capaces de hacer la reflexión sobre la educación antes de escolarizar a sus hijos y llegan a la conclusión de que no enviarlos al colegio es lo mejor para ellos. Hay quienes desescolarizan como única salida a una situación escolar insostenible (maltrato, etiquetamientos, abuso de autoridad, matoneo, dificultades académicas o de disciplina). Otros padres sufrieron de tal manera su paso por el colegio que no quieren que su hijos vivan la misma experiencia traumática. Algunas familias desescolarizan por razones de salud, o porque son religiosas, o porque viajan mucho, o porque sus niños son artistas o deportistas y su prioridad no es el colegio. Otras creen que la calidad de la educación es deficiente y prefieren procurar ellas mismas una educación más completa según sus propios criterios. También hay quienes llevan un estilo de vida más alternativo y buscan para sus hijos una educación coherente con su estilo. Es probable que existan, aunque de esos no conozco, padres que tomen la decisión de desescolarizar con fines no tan buenos como, por ejemplo, encubrir algún tipo de abuso, tener más control sobre los niños, adoctrinarlos sin que nadie se interponga, o explotarlos.

Volviendo a mi historia personal, cuando tomamos la decisión de desescolarizar, en el año 2007, nuestra hija tenía casi diez años y estaba saliendo de tercero de primaria, nuestro hijo de ocho años estaba saliendo de primero, nuestra hija de tres años estaba en jardín infantil y nuestro último hijo tenía un año. En aquel momento, decidimos que los dos pequeños siguieran asistiendo al jardín y comenzar el proceso en casa con los dos mayores, pues sentía que no iba a ser capaz de tenerlos de un momento a otro a todos en la casa durante todo el día. Tal vez ese temor, el de no saber qué hacer con los niños todo el día en casa, sea uno de los miedos más comunes de las familias que comienzan un proceso de desescolarización. Mirar este reto como una oportunidad, más que como una dificultad, puede ser de gran ayuda; considerarlo un privilegio del que nos habíamos privado hasta el momento. Para mí, este cambio de perspectiva fue la clave para sobrellevar la incertidumbre y los cambios que esa etapa inicial implicó en nuestras vidas y en nuestras dinámicas familiares.

Me doy cuenta de que el miedo es uno de los mayores obstáculos. Tenemos miedo a no saber qué hacer con nuestros hijos; a estar dañando de manera irreversible sus vidas; a que no socialicen lo suficiente; a que no aprendan todo lo que deberían; a que no tengan las herramientas para acceder a una educación superior, a estar negándoles oportunidades y experiencias que creemos que están garantizadas al asistir a un colegio; a no ser capaces de enseñarles trigonometría; a no tenerles paciencia; a no tener tiempo para nosotros mismos; a una demanda legal.

Hace ya ocho años que llevo educando en casa y siete años que estamos agrupados como la red EnFamilia, la Red colombiana de Educación en Familia. Se trata de una red que no se ha terminado de hacer, funciona según el entusiasmo y la disponibilidad de sus miembros y es, principalmente, un punto de encuentro para las familias que buscan apoyo, información y compañía.

Tener compañía en el camino ayuda mucho. Tener con quien hablar y compartir los miedos puede hacerlos más llevaderos; expresarlos en voz alta ayuda, de alguna manera, a racionalizarlos, procesarlos y encontrar maneras de superarlos. Además, es valioso escuchar experiencias de otras familias, sus testimonios son un alimento para la confianza de las familias educadoras. Nosotros fuimos afortunados, pues aquella familia que mencioné antes fue nuestra compañía en el inicio, y mis hijos tuvieron con quien jugar y así no extrañaron tanto a sus compañeros de colegio. Hoy en día, la amistad entre nuestras familias es uno de los mejores regalos que nos ha dado la educación sin escuela. Sin embargo, no hay que desanimarse si la compañía tarda en aparecer. Será un poco más difícil tal vez, pero a la larga descubriremos la fuerza y el poder que tenemos para sacar adelante un proyecto tan ambicioso y tan importante como este, y eso brinda solidez y seguridad a la familia.

La diferencia de edad entre mi hija mayor y mi hijo menor es de nueve años; es decir, he tenido niños en distintas etapas de desarrollo aprendiendo en casa al mismo tiempo. Esto podría verse como otra dificultad, y tal vez sea una de las razones por las que, como familia, llegamos tan rápido al enfoque poco estructurado con el que hoy manejamos nuestra vida y nuestro aprendizaje.

Sé que produce una gran angustia en los padres pensar que deberán enseñar conocimientos correspondientes a diferentes cursos a niños de diferentes edades. Para que eso no sea un problema, recomiendo hacer un esfuerzo consciente por dejar de ver la vida dividida en asignaturas; dejar de creer que tenemos que enseñar contenidos a nuestros hijos pues si hacemos esto, dejaremos de ser sus padres para convertirnos en sus profesores. El aprendizaje va mucho más allá de los contenidos, es independiente de la edad que se tenga, no viene dividido por asignaturas y no espera a que llegue el día del examen para demostrar que sí está sucediendo. El aprendizaje real está dirigido por el entusiasmo de quien aprende, influenciado por el ejemplo que recibe e inspirado por el apasionamiento de quienes lo rodean. Los invito a ver a sus hijos de esta manera, a liberarse de las tiranías impuestas por los esquemas escolarizados y a disfrutar la vida aprendiendo con y de sus hijos. Es como cuando hay un bebé en casa: si pensamos en horarios y materiales escolares, tratar de compaginar eso con la atención al bebé puede convertirse en una pesadilla, pero, si vemos la presencia del bebé como una oportunidad única e irrepetible de aprender y nos despreocupamos de todo lo demás, toda la familia va a disfrutar de esa etapa de la vida sin tantas preocupaciones y ganando mucho aprendizaje.

Mencioné la tiranía de los esquemas escolares porque ese fue un gran descubrimiento: al estar por fuera del colegio teníamos libertad para muchas cosas que antes hacíamos de manera condicionada, o que no hacíamos:

 libertad para decidir sobre el manejo de nuestro tiempo: horarios de sueño y de comida, de lectura y de juego; época del año para salir de viaje o visitar a los abuelos; flexibilidad en las rutinas o en los cambios de planes; en suma, más cabida a la espontaneidad;

 libertad para permitir a cada miembro de la familia dedicarse a lo que más le gusta, por el tiempo que quiera hacerlo, siguiendo su interés personal;

 libertad para seguir los ritmos individuales de cada uno de los hijos;

 libertad para expresar la personalidad por medio del aspecto personal, lo cual los niños desean desesperadamente, aunque el uniforme del colegio se los impide.

Nos hemos librado de las etiquetas que imponen las notas y los reportes escolares, ya nadie en casa es poco participativo, ni ocupa el primer, tercer o último lugar cada mes; nadie es sobresaliente ni insuficiente; nadie es humillado frente a sus amigos por hacer las cosas de una forma diferente. Estoy segura que se me escapan muchas otras libertades a las que ya me he ido acostumbrando y que quienes educan en casa podrán identificar.

Cuando los hijos son mayores, vuelve la inquietud acerca del camino que querrán tomar y nos preocupamos de nuevo por las evaluaciones y certificaciones. Como sé que esa duda existe desde el principio, quiero contarles sobre esto brevemente, ya que no reviste mayores complicaciones. Para entrar a la universidad en Colombia, en la mayoría de los casos, se necesita el examen de Estado (ICFES2) y el certificado o diploma de bachillerato. La manera más sencilla de conseguirlos es esperando a los dieciocho años de edad, cuando pueden rendir el examen del Estado y así obtener la certificación de bachillerato directamente. Si se quiere hacer antes, habrá que buscar un colegio virtual, certificar año por año, o bien buscar un convenio con un colegio privado. En cada país es diferente pero siempre hay maneras de obtener un certificado.

En mi caso personal, al día de hoy llevo veinte años de matrimonio y crianza, y diez de educar en casa. He sido una mamá dedicada 100% al cuidado de mis hijos desde el principio, y luego con mayor razón al empezar a educar en casa. Sin embargo, antes de casarme era una joven con grandes ambiciones profesionales a las que renuncié de buena gana para ser mamá, sin saber que diez o quince años después iba sentir el peso de mis decisiones en muchos aspectos de mi ser como mujer. Desearía haber tenido más autonomía, haber mantenido algo de mi vida propia al margen de mi rol de mamá y haber generado ingresos propios de manera permanente para ser económicamente independiente. Pero por encima de todo ha sido bellísimo ver crecer a mis hijos y no lo cambiaría por nada; no hubiera querido tener un trabajo en oficina que me separara de ellos por largas partes de mi día. Ser mamá joven me permitió tener la energía y la cercanía generacional para disfrutar a los hijos y crear una relación cercana con ellos.

Ahora que son mayores y no dependen tanto de mí, he entrado en un proceso de redescubrimiento propio en el que estoy buscando redefinir mi vida, mis propósitos, mis sueños, sin dejar a un lado mi rol de mamá, que es para toda la vida.

He dedicado nueve años de mi vida a formar y mantener activa la red EnFamilia, lo que ahora veo como un trabajo no remunerado que me ha traído muchos conocimientos y un proyecto que es parte importante de mi vida.

Martín, mi marido, se ha dedicado a trabajar para sostener el hogar y, al ser la nuestra una familia numerosa, eso ha significado mucho trabajo duro. Durante algunas épocas estuvo más presente en la vida familiar que en otras, pero hace casi diez años que es un trabajador independiente, por lo que pasa mucho tiempo trabajando desde casa. Cuando no podemos pagar a alguien para que nos ayude, las tareas del hogar las realizamos entre los dos. Su presencia transmite a los hijos conocimiento y curiosidad sobre los temas que le apasionan; creo que esa es la mejor manera de enseñar. Ha querido participar más de la red EnFamilia pero no tiene suficiente tiempo, aunque siempre ha estado presente y apoyando.

Los hijos crecen y las preguntas cambian. Pasa el tiempo y descubrimos que lo más importante no estaba en lo académico, sino en la formación que ofrecemos a nuestros hijos, en la compañía y el ejemplo que les hemos dado para que lleguen a ser seres humanos responsables y sensibles, tolerantes y compasivos; personas que puedan aportar y mejorar el mundo desde el lugar en el que se encuentren.

Como conclusión, la educación en casa, en familia o sin escuela puede ser vista como una opción más de educación que, en mi opinión, es positiva para todos los niños. Aunque tal vez no lo sea para todas las familias. Sin embargo, si los padres logran desescolarizar sus mentes, el proceso y los resultados pueden ser maravillosos.

¡Lo anterior lo escribí hace cinco años! ¡Guau! El tiempo sigue pasando. Ahora ya tengo dos hijos mayores de 21 años. Cada uno realizó su validación del bachillerato cuando sintió la necesidad. Fueron dos procesos muy parecidos aunque no simultáneos. Cada uno hizo el proceso de inscripción para presentar el examen, se preparó por su cuenta, sin apoyo de profesores, con la información y contenidos que encontraron de forma gratuita por internet, y sí, con la incertidumbre de si esto sería suficiente. Y así fue, pues en ambos casos lograron su meta, que era conseguir la validación del bachillerato, aunque ninguno de los dos obtuvo un puntaje muy espectacular en el examen, no era ese su objetivo.

Veo en mis hijos una mirada distinta frente a la vida universitaria y las posibilidades laborales. Tienen claro que pueden seguir aprendiendo por su cuenta tanto como quieran, estando o no dentro de una universidad. A veces me preocupa que no sean tan ambiciosos o tan competitivos como era yo a su edad, tal vez sí lo son pero de una manera diferente que me cuesta trabajo comprender. Aunque sea difícil para mí no ver aún un futuro claro y definido para ellos, estoy segura de que tienen muchas herramientas para seguir construyendo su vida adulta, muchas más de las que yo tenía a mis 21 años. Son personas bonitas, inteligentes, con criterio, y me emociona ahora la posibilidad de observarlos mientras siguen creciendo, a nuestro lado o, tal vez pronto, lejos de nosotros.

1 Ana Paulina Maya Zuluaga vive en Bogotá, Colombia. Es autora del libro Si el colegio no existiera. Homeschooling, la libertad de educar en casa, publicado en 2020 por Penguin Random House. Es ingeniera electrónica, bloguera y mamá de cuatro hijos que comenzaron a educarse en casa en el 2007. Lleva más de trece años viviendo la educación en familia e investigando su evolución en Colombia y el resto del mundo. Es cocreadora y coordinadora nacional de la Red EnFamilia. Ha participado en diversos eventos, proyectos, procesos de investigación y conversaciones sobre educación alternativa, homeschooling y unschooling. Sus sitios web son: www.anapaulinamaya.com, grandemedianopequeno.blogspot.com.co, lamamagallina.blogspot.com.co, www.enfamilia.co.

2 El examen de ICFES (Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior) es una evaluación que rinden todos los jóvenes colombianos en su último año de bachillerato, ante una institución gubernamental. El puntaje de este examen es determinante a la hora de ingresar a una universidad, ya que cada carrera exige un puntaje mínimo como condición obligatoria para realizar el proceso de admisión.

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