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Una impugnación a los encierros

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por Laura Isod 1

Rechacé la escuela como opción para educar a mis hijos en razón de una crítica profunda al paradigma escolarizador y en la conciencia respecto de las posibilidades que se abrían al rechazarlo. Fue consecuencia de observar a los niños en su interacción con el mundo y de valorar su modo integral e implicado de conocer, por sobre las formas fragmentadas y descontextualizadas que les presentaba la institución escolar.

Me propuse no interrumpir su natural iniciativa y respetar su poderosa autonomía en el aprendizaje. Mi propia experiencia respecto de las estructuras jerárquicas en que se desempeñan los roles de enseñantes me inclinó a prever que las palabras y acciones de dichas “figuras de autoridad” pudieran coartar (o peor, reprimir) el entusiasmo y el deseo de aprender de los niños.

Algunas características de la escuela me parecían excesivamente arbitrarias, insostenibles e incluso perjudiciales para su crecimiento: la separación y la homogeneización de grupos por edades, la clasificación y la secuenciación anticipada del conocimiento, la partición del tiempo y de la actividad, la evaluación externa y la calificación, los modelos de estímulo y los parámetros estandarizados de éxito. No quise que mis hijos pasaran por eso.

Aquello que podían crear ellos mismos, sin dichas intervenciones, era demasiado valioso para ponerlo en riesgo. Ellos dibujaban cantando; jugaban libremente con los ritmos y la voz; aprendían a leer preguntando y a escribir bailando. Su impulso de búsqueda no requería ninguna consigna ni respuesta inmediata. Sus inquietudes eran lo suficientemente respetables como para rechazar la obligación de distraerlos con pautas e intereses ajenos a sus necesidades.

Esto no suponía, de ningún modo, ponderar el hogar familiar como un contexto adecuado para la infancia, ni reducir la respuesta a las posibilidades habitualmente aceptadas en la crianza. Pronto asumí una posición frente a cierta realidad: estamos solos, en un mundo donde la mayor parte de las decisiones no las tomamos nosotros; pero el encierro no es una opción que nos agrade, así que intentaremos encontrar una salida.

Mi ruptura con las opciones institucionales comenzó, antes que por las teorías y prácticas de la enseñanza, por una cuestión que, si bien atravesaba la cotidianidad escolar, no era considerada, y mucho menos discutida, dentro de los planes pedagógicos. Se trataba de una inquietud elemental que me movilizó como madre desde el comienzo de la crianza: el problema del alimento.

Plantear la pregunta por las formas en que son producidos y consumidos nuestros alimentos y negarme a aceptar lo culturalmente normalizado en ello, me llevó a un punto de cuestionamiento radical que no admitía posibilidad de convivencia pacífica con la práctica escolar. Claramente, la escuela era un lugar donde el alimento se exponía como un bien a repartir y compartir sin perturbar, antes que como un problema central desde el cual proponer un cuestionamiento de la estructura de decisiones que nos gobierna2 .

Cabía imaginar que algo similar ocurriría con todo lo demás. ¿Quiénes tomaban las decisiones sobre aquello que sucedía en la escuela? ¿Era la escuela un lugar para aprender a decidir o a aceptar? ¿Cuántas imposiciones debíamos aceptar antes de comenzar a decidir?

Rechazar la escuela como solución para la educación de mis hijos comportó, a la vez, el derrumbe de todas las demás instituciones que se apoyaban en la ecuación que contiene al sistema escolar: la familia, el matrimonio, el empleo, el desarrollo profesional y la misma maternidad, entendida como rol parcial y recortado, acompañante de procesos externamente configurados.

Decidí no salir a trabajar y sostener, en cambio, la crianza en mi hogar, sin delegar dicha responsabilidad en ninguna institución. Esto significó deconstruir un largo camino prefijado, apoyado sobre creencias arraigadas a través de generaciones, que establecía que la libertad de la mujer estaba lejos de los hijos, y la de los hijos lejos de su hogar. Reafirmar nuestro vínculo como posibilidad de liberarnos implicó dar batalla en múltiples frentes.

Casi todos los hábitos sociales y culturales se orientan a separarnos; no está bien visto que una madre decida proteger a sus hijos de todo aquello que no desea para ellos. Mi principal enfrentamiento fue con los hábitos de consumo. La escuela era parte de dicho consumo: el consumo cultural y educativo. Había algo en común a todas las opciones a disposición: la prevalencia de la aceptación y la asimilación, por sobre el cuestionamiento y la producción de realidades.

No solo me negué a mandarlos a la escuela. Rechacé cualquier situación social que me obligara a callar mis opiniones y a resignar mis decisiones de crianza. Alrededor encontraba, una y otra vez, la reproducción del artificio y la ausencia de autenticidad en los vínculos, junto con la naturalización de la violencia sobre la infancia. Solo la plaza del barrio pudo ser, por un tiempo, el lugar para relacionarnos con otros en un ámbito más amplio que el del hogar. Allí podíamos hablar, cuestionar, expresar nuestro malestar.

Fue en la plaza que comenzamos a reunirnos con otras familias que atravesaban vivencias similares a las nuestras. En estos encuentros, los niños tuvieron la oportunidad de participar de una reflexión compartida, fundada en una mirada crítica del entorno y en ciertas convicciones, mientras afrontaban el desafío de no descalificar ni estigmatizar a quienes tomaban distintas decisiones de crianza. Así, verificábamos constantemente la coexistencia de realidades, identificábamos diversos recorridos y ajustábamos en conjunto nuestros deseos y necesidades. Sabíamos que reconocer múltiples experiencias de vida posibilitaría entender las situaciones que nos circundaban como trayectos en proceso, y la nuestra también.

Con el tiempo, fui tomando conciencia del vaciamiento ocurrido, a lo largo de generaciones, en nuestros contextos cotidianos. Durante las horas de la escuela y del trabajo, no había otra vida social posible: no estaba el padre ni los amigos, no había actividades para compartir; no había música, ni baile; no había comunidad. A su vez, la tarea del hogar se volvía desbordante. Cocinar y limpiar; hacer las compras; ordenar y lavar la ropa; cuidar, educar y dar contención a los hijos, era demasiado para una sola persona (y para dos, con una de ellas a tiempo parcial, también).

Tomar nota de la historia que nos trajo a este límite de aislamiento y soledad fue mi tarea. Así ensayé mi tesis principal: las madres no somos lo mejor para nuestros hijos; somos, en todo caso, lo último que les quedó. Reconstruir la comunidad era un imperativo prioritario. Esto implicaba volver a juntar una a una las piezas y los fragmentos en que nos habían despedazado: nuestros cuerpos, nuestras voces, nuestras aptitudes y necesidades. Aquello que cada una de nosotras portaba de manera parcial era un fragmento de un todo que nos pertenecía a todas de manera integral. No éramos solas, no podíamos solas; era preciso hacerlo entre todas: reconstruir los lazos de multiplicidad y diversidad que nuestros hijos necesitaban para apoyarse y crecer de manera nutrida y compleja (no lineal, ni supuestamente eficiente o exitosa).

Hacia la primavera de 2013, un grupo de madres logramos convocarnos en la plaza con el fin de explorar otras maneras de encuentro y abrir la pregunta sobre la educación. Convencidas de que muchas teníamos las mismas necesidades, hicimos circular una convocatoria por la red. La alimentación fue una de las primeras preocupaciones que pusimos en común y, durante dos años, nos animamos a diseñar y desarrollar imágenes, ideas y prácticas pedagógicas ancladas en nuestras incomodidades y convicciones.

Buscábamos abrir momentos de conversación y reflexión entre nosotras, dar libertad de juego compartido a nuestras crías, y generar situaciones de intercambio y construcción de conocimientos para todos. Los primeros intentos fueron en la plaza, donde aprovechábamos el espacio público para incluir propuestas en el entramado cotidiano de otras familias. Allí organizamos talleres de semillas, juegos con papel y percusión. Al mismo tiempo, iniciamos una serie de exploraciones en mi casa: una ronda de música, un taller de costura, un espacio de cerámica.

Nuestra motivación era crear entornos no directivos de aprendizaje, y reunirnos a compartir lo que sabíamos o deseábamos aprender, sin las habituales jerarquías y expectativas puestas sobre los resultados. El principal obstáculo para sostener estas iniciativas fue la dificultad de encontrar tiempos disponibles en común para participar con los niños y, sobre todo, para reflexionar críticamente sobre nuestra tarea3.

Poco después, algunas madres resolvimos alquilar un lugar donde ampliar nuestras oportunidades de acción colectiva. Allí nos concentramos en crear propuestas que partieran de nuestras necesidades vinculadas con la educación y en abrir procesos compartidos de exploración, reflexión y autoformación. Fueron seis meses de intenso trabajo, en los que pudimos conjugar la experiencia íntima de construir un lenguaje común entre nosotras, en tanto mujeres/madres urbanas, con la apertura del diálogo con otros que también exploraban los límites de múltiples encierros (económicos, familiares, institucionales)4.

Estos intentos de construir comunidad nos permitieron percibir con mayor nitidez la dimensión de las condiciones que enfrentábamos: las distancias, las fracturas temporales, las dependencias económicas, los lazos familiares, los miedos propios y ajenos, las diversas prioridades. Advertir la superficialidad de los vínculos y la opresión a las que nos sometíamos en nuestra vida cotidiana en la ciudad era el paso siguiente y necesario en nuestro proceso de ruptura con las instituciones. Dar el salto a la comunidad exigía renunciar a todo en simultáneo. Requería, principalmente, construir un territorio: tiempo y espacio en común.

Había llegado el momento de romper las paredes para poder seguir. Los niños precisaban un entorno continuo y profundo, que no podía darse en el universo social y cultural de la vida urbana. Algunas de nosotras habíamos logrado imaginar una organización laboral cooperativa, que hubiera podido darnos sustento y permitirnos prescindir del ingreso de nuestros empleos o de los empleos de nuestros compañeros. Pero dicha tarea demandaba un tiempo de dedicación del que la mayoría no disponía.

Aquellas dificultades pudieron haber sido una oportunidad. El trabajo de estos años junto con el grupo de madres nos había llevado a comprender que aquello que perseguíamos era una ilusión: no había en el horizonte algo así como una escuela libre posible. Cualquier alternativa educativa suponía fragmentar los tiempos y los espacios de la vida y de la convivencia, y no era tal el mundo integrado en el que aspirábamos criar y vivir.

Juntas habíamos confirmado las razones de nuestra incomodidad, fundante de nuestra decisión de no escolarizar y de nuestra necesidad de transformarlo todo a partir de esa decisión. Nuestra interrogación nos había permitido tocar los límites de las estructuras que nos oprimían. Comprendimos que la ciudad, como organización del tiempo y del espacio, era la expresión más acabada del ataque al territorio y la comunidad. Las distancias y dependencias que imponía entre nuestros cuerpos y nuestras necesidades vitales (alimento, energía, tierra, agua y otros seres vivos) eran, y son, las condiciones para que la explotación continúe sin término.

A mediados de 2016, en medio de una profunda crisis emocional, mientras el gobierno cerraba por reformas nuestra plaza y fumigaba nuestros barrios como parte de su campaña “contra el dengue”, resolví dejar de esperar. Decidí migrar con mis hijos hacia un entorno donde la naturaleza hiciera la tarea que la comunidad humana no había logrado hacer. Nos fuimos de la ciudad, y ahora estamos viviendo cerca del monte, frente a los cerros.

Aquí los niños recuperaron sus instintos como fuentes de motivación y de cuidado, y su experiencia se plagó de nuevos seres, complejos y diversos. Aquí hay proporciones y equilibrios; no hay masividad en los estímulos ni monocultivo de las mentes. Es la inquietud su guía, el descubrimiento y la emoción permanente; un aprendizaje vital, sin interrupciones. Ellos preguntan, preguntan mucho, y la naturaleza responde, a su tiempo. En la aventura cíclica de la siembra y la cosecha caben los múltiples interrogantes y marcos de interpretación: las ciencias, las artes y todos los sentidos de un modo integral. Y también las personas, sus historias, y la posibilidad de comprender las circunstancias en que cada quien se encuentra.

Aún sostenemos el vínculo con las familias del grupo de educación comunitaria que compartimos en Buenos Aires. Somos siete madres (¿quizás más?), en distintos lugares, todas en situación de éxodo y desescolarización, buscando maneras de organizarnos para no resignar aquello que creemos digno para los niños; comenzando por la alimentación, siguiendo con la educación. Ojalá lleguemos, algún día, a reunirnos todas en una misma tierra. Mientras tanto, nuestros hijos crecen sabiendo que somos muchas construyendo opciones, en contextos muy adversos a nuestros ideales. Es trabajo de todos los días, muy difícil y todavía, en su mayor parte, solitario.

No cesamos en nuestros intentos de crear entornos colectivos donde abrir posibilidades para transformar nuestras realidades. No queremos educar en contextos donde las rutinas obedecen a la decisión de aceptar y reproducir lo dado. Queremos actuar de acuerdo a los tiempos y necesidades vitales, escuchando a nuestros cuerpos y no obedeciendo imposiciones; haciendo uso de la enorme riqueza acumulada en la memoria colectiva. Queremos entornos que alienten la reflexión crítica sobre nuestras condiciones, que se rebelen a las injusticias de nuestras sociedades y que promuevan la autonomía en las decisiones que afectan nuestras vidas.

1 Laura Isod es educadora, activista y madre de dos niños. Graduada en Ciencias de la Educación por la Universidad de Buenos Aires, y en el Profesorado de Enseñanza Primaria. Dedicó varios años a la investigación y el diseño de políticas públicas en temas de currículum y formación docente. Colabora con familias y docentes en el desarrollo de proyectos pedagógicos y actualmente impulsa el proyecto Lumamba! Posta de Arraigo Rural reevo.wiki. Para contactarla:lauisod@gmail.com.

2 De la necesidad de hacer pública la pregunta maternal por el alimento, así como de construir contextos alternativos de educación, surgió la idea de crear un museo de la alimentación. Para conocer detalles de este proceso: www.museoma.blogspot.com.ar.

3 Parte de la historia de este proceso se encuentra registrada en el siguiente blog: otraeducacionenchacarita.blogspot.com.ar.

4 No alcanzamos a documentar esta última experiencia, pero mantuvimos abierta la página de Facebook “Otra educación en Chacarita”, como registro de lo que fueron nuestros movimientos.

Más allá de la escuela

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