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¿Dos años de vacaciones? Un relato autobiográfico sobre la experiencia de educación casera

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por Emma Miranda 1

Un día, mi marido y yo tomamos la decisión de desescolarizar a nuestros hijos. Este relato podría comenzar así, abruptamente, dando la impresión de que todo partió de aquella conversación en la que nos preguntábamos por alternativas educativas.

Otro día, dos años después, ambos niños preparaban sus mochilas y cuadernos para ir a clases con sus compañeros de curso en un colegio tradicional. Este relato podría terminar así, con mis hijos re-escolarizados en el sistema, pero las cosas rara vez comienzan por el principio, o quedan completamente cerradas al terminar. Es más complejo que aquello y, tal vez, mucho más sencillo.

No voy a contarles la historia de desescolarización de mis niños. Si algo he aprendido, es que esa es su historia que contar; es parte de sus vidas y de su intimidad. No. Lo que quiero narrar es mi historia como académica del área de educación y madre de dos hijos a quienes eduqué desescolarizándolos por un tiempo. La historia como la reflexiono hoy, con sus matices, bellezas y contradicciones. La pregunta a la que quiero responder es: ¿cómo y por qué una profesora toma la decisión de sacar a sus niños del colegio y, luego de un tiempo, decide volver a escolarizarlos? Para ello, quiero escribir este texto al modo de un puzzle conformado por recuerdos, reflexiones y trozos de cartas y textos escritos en aquella época. Espero que estos trocitos zurcidos aquí tomen la forma de lo que fueron nuestros dos años sin escuela.

Mi experiencia como madre que educa de modo casero

La decisión de desescolarizar a los niños se fue fraguando de modo lento. No es algo que hayamos decidido de un día para otro. Teníamos muchas dudas y harta incertidumbre, pues era un camino desconocido. Cuando una recorre la trayectoria de la escolarización, puede imaginar diferentes escenarios, formas de transitar lo escolar que ya han sido recorridas por otras personas, de algún modo –como padres–podemos imaginar lo que consideraríamos un fracaso o un éxito. En cambio, con la educación casera, no. El camino es ignoto y eso asusta, pero si algo sabemos los chilenos, tan golpeados por desastres de todo tipo, es que el control es tan solo una ilusión.

En nuestro caso, nos planteamos una meta de un año. Sentíamos que no podíamos sino intentarlo. Precisamente porque nos pusimos un plazo para evaluarlo es que mantuvimos siempre la certificación de los estudios de nuestros hijos al día. Así, si algo salía mal, podríamos volver al sistema escolar. Esto puede ser considerado algo poco audaz, un tirarse a la piscina con salvavidas, pero la verdad es que, si bien teníamos mucho entusiasmo, también sentíamos fuertemente el peso de equivocarnos. No en vano, en esta cultura cada vez menos comunitaria y más individualista, el peso de la crianza descansa casi exclusivamente en los padres o en las madres.

La sensación de esos días era de vértigo, un poco de susto, mucho entusiasmo, ideas bullendo todo el día. Constantemente me preguntan qué nos llevó a decidirnos. Podría decir que el desastroso año escolar de uno de nuestros hijos catalizó la decisión pero, en realidad, esto se fraguó a fuego lento. Como antecedentes lejanos, pienso en las lecturas del pedagogo y escritor estadounidense Alcott y de León Tolstói, que de niña moldearon mis primeras ideas de lo que entendía por educar. Hoy, ellos son “abuelos” del movimiento de renovación pedagógica de la escuela nueva. También nuestra propia biografía escolar y universitaria marcada por el autoritarismo de la dictadura y un anhelo de pedagogías más liberadoras. Más cercana fue la experiencia con nuestros propios hijos: por un lado, el exceso de adaptación al rol de estudiante por parte de I; por otro, una mirada patologizadora respecto de JC por parte del orden escolar.

La decisión la tomamos nosotros como padres, no los niños. Les contamos a ellos nuestra opción poco antes de finalizar su último año escolar. Queríamos darles tiempo para despedirse en el colegio. Para ellos no fue fácil, pero pronto fueron asumiendo lo que se vendría. Lo primero que debieron enfrentar fueron las críticas de quienes los rodeaban. En esos días, mi hija escribió una entrada en el blog que manteníamos. Lo leo hoy y me admiro. Creo que para este relato es mejor darle la voz a mi hija, en aquel entonces, de 13 años:

La voz de I2

Desde que mis amigos y profesores saben lo de homeschool han estado partiendo desde la base de que yo NO quiero hacer esto. A lo que yo les respondo “a mí me da igual, ya está hecho” y “es algo nuevo, si no funciona volveré al colegio”. Una profesora me cuestiona diciéndome, escandalizada, cosas que, según yo, no tienen sentido: “¡Cómo se te ocurre decir que te da igual. Es tu educación y si tu quieres te quedas en el colegio o te vas de este, es algo que tus papás no pueden decidir! Mi hija está en un colegio el cual me gusta, pero ella se quiso cambiar a un colegio el cual no me gusta, en la postulación ella quedó entre los diez primeros lugares y como yo sé que quiere irse a ese colegio no puedo rehusar de esta decisión y la cambiaré”. Yo no sé si ella no entendió lo que yo quería decir, que sería bueno experimentar otra forma de educación, y creyó que a mí no me interesaba. Ella no me intentó escuchar, solo opinó sin saber más de lo que dije.

Mis amigos me dicen cosas como: “I, que tienes mala suerte, no puedes aprender en la casa jajaja”. O “¿Y cómo vas a aprender?” Y la de siempre, que pueden decírmela de varias formas:

–“¿Pero ¿cómo tendrás amigos?”

– “No vas a tener amigos”

–“¿Cómo vas a conocer gente nueva?”

Esas son algunas de las preguntas y afirmaciones típicas de la gente. A la gente le impacta ver que alguien haga algo tan “raro”, como el homeschool, porque no se pueden abrir a nuevas experiencias.

A mí me gustaría hacer homeschool con más familias, porque así sería una mejor experiencia, todas las familias dicen “Vamos a ver cómo te va y hacemos lo mismo” a lo que yo pienso “¿Cómo voy a comparar una experiencia de homeschool en la cual estudie yo y mi hermano a otra en la que este más gente?”.

Este texto da voz a las aprehensiones de la gente, pero también a las de ella. Por un lado, afirma la posibilidad de experimentar, pero por otro, le gustaría hacerlo con más personas, haciéndose así eco de las dudas que todos teníamos. Si algo me maravilla de este texto es la confianza que nuestra hija depositó en nosotros, haciéndose parte de esta aventura.

Ese fue un tiempo de harta reflexión en conjunto con los niños. En especial, conversamos sobre lo que significa educarse, las diferentes perspectivas al respecto; sobre la necesidad de experimentar e intentar ser fiel a lo que uno cree; sobre la posibilidad de equivocarse intentando caminos nuevos. Durante todo el tiempo que desescolarizamos, y aún hoy, esta reflexión se ha mantenido; creo que la pregunta sobre por qué y para qué educar es un tema recurrente.

La voz de los amigos

Obviamente, nuestros amigos y parientes opinaron bastante. En tiempos de una parentalidad hipervigilada, una opción de este tipo no deja de ser polémica. Creo que algo que todos los padres y madres que decidimos educar de modo casero debemos enfrentar es la crítica. Eso trae consigo un peligro y una oportunidad. El peligro es que, en el afán por afirmar la propia opción, se caiga en un fanatismo reduccionista, que finalmente es más autodefensa complaciente que reflexión seria sobre el proceso de educación de los hijos. La oportunidad, que es muy bonita, es de reflexionar críticamente y conscientemente respecto de lo que estás haciendo.

En esa época mantuve correspondencia con varias personas. Creo que sería interesante copiar algunos diálogos para ilustrar los comentarios que recibimos.

Ante algún comentario en Facebook, un amigo profesor comenta:

“Es mejor estar en casa contentos; sí, contentos, excluyéndose de conocer a otros distintos a él, quedándose con el capital cultural de sus padres, sin abrirse a otros. Teniendo a su mamita o papito que lo atienda (y consienta) durante todo el día. Considerando que su manera de hacer las cosas es LA manera de hacer las cosas. Aprendiendo a convivir con situaciones de conflicto, a poder participar de algo aunque no esté de acuerdo. En fin, aprendiendo a ser un Sujeto, sí de esos con mayúscula que les gusta tanto en el campo de la educación”.

Otro, también profesor, responde:

“En función del comentario anterior, déjame comentarte que me parece que hay muchas formas posibles de llegar a Roma, y tantas Romas posibles como viajeros. No sé si una escuela es el único lugar donde conocer a otros distintos, cuando en ocasiones la escuela no es un espacio diverso, ni socioeconómica, ni ideológica, ni religiosa, ni culturalmente. Me parece que un grupo scout, un taller de arte o un club deportivo pueden ser espacios de socialización secundaria inmensamente más diversos que un colegio chileno tan segmentado como son las instituciones educativas en nuestro país. Creo que pasar tiempo con los padres no es para nada sinónimo de un estilo de crianza laissez faire y ‘consentidor’, como sugiere tu amigo con algo de ironía en el post anterior, dejando de lado además la labor que pueden cumplir los tutores y las actividades fuera del hogar. Por otra parte, cuánto del capital cultural de los profes es transmitido también en la escuela, junto con los vicios del sistema escolar, los estilos de afrontamiento de conflicto autoritarios, etcétera. Ante una educación a ratos tan bancaria, tan domesticadora, la verdad es que la escuela no parece ser prenda de garantía de la diversidad y del empoderamiento del aprendiz como sujeto activo en la construcción de su destino, eligiendo dónde poner sus propias mayúsculas y minúsculas en base a lo que también son sus orígenes y raíces como un ser histórico. De igual forma, el homeschool (que a la chilena me suena a ‘escuelita casera’) es un tremendo desafío, titánico, por decirlo de algún modo, tanto para los padres como para los tutores involucrados pero, sin duda, una opción legítima y corajuda que ha de ser muy probablemente apuntada con frecuencia con el dedo índice por los fariseos de turno, que para estos casos hacen nata. Por último, déjame decirte que el niño del video me pareció adorable y luminoso”.

Creo que ambos comentarios resumen las reacciones de quienes nos rodeaban en aquel entonces. El temor a reducirles el mundo a los niños es el que aparece como más común. Creo que también nosotros teníamos ese miedo. Nuestro proyecto pasaba por “abrirles” el mundo. No educarlos “en la casa”, cambiando el encierro escolar por el encierro del hogar. Deseábamos educarles en la ciudad, contactándonos con más personas de diferentes sectores, y no en el segregado mundo de los endogámicos barrios chilenos. Esto era importante para nosotros, pues no queríamos caer en la trampa de la subjetividad psicologisista, esa que es íntima, individualista y que se preocupa solo por el propio desarrollo, como si nuestros hijos fueran el centro del mundo. Para nosotros, su bienestar emocional es también tan importante como su desarrollo social, comunitario y político en la polis.

La “socialización”

Recobrar la calle para nuestros hijos fue un modo de responder a la insistente pregunta por la “socialización3”. Las personas preguntan, de un modo coloquial, por la manera en que los niños establecerán amistades y aprenderán a comportarse en sociedad. Personalmente, la socialización, entendida así, era lo que menos me preocupaba. Socializarse es aprender a vivir en sociedad, con otros. No se reduce a aprender unos cuantos modales, ni a saber “cómo ganar amigos e influir sobre las personas”. La escuela es un modo de socializarse, pero no el único. Parte de este proceso implica la adquisición de pautas y estructuras sociales a través de las cuales las personas aprendemos códigos de pertenencia a la sociedad, y que reproducen y producen formas en que se expresan el género, la clase, la raza. Así, la sociedad reproduce estas estructuras –con toda la opresión y emancipación que conllevan– y cada generación a la vez produce nuevas formas de expresarlas. La escuela, la familia y otras instituciones no están ajenas a estos procesos de reproducción y producción. Por ejemplo, en la escuela chilena –que está altamente segregada por clase social”– podemos ver formas de reproducción de la desigualdad y cómo los niños se socializan integrando esos códigos en sus vidas. Sin embargo, la escuela chilena es solo parte de una sociedad profundamente desigual. Al educar sin escuela, no nos íbamos a liberar de ese elemento. Por el contrario –y esto lo reflexionamos después– somos una pareja de profesionales, altamente escolarizados, con un círculos de amigos académicos, con una situación económica, gustos, formas de pensar y vivir relativamente similares. Entones, creo que el desafío de la “socialización” pasa no tanto por la pregunta acerca de las relaciones con otros niños, sino por la pregunta ética y social, por la apertura al otro; esos otros con quehaceres, sentires y pensares distintos de aquellos que como familia se les pueden mostrar. Para nosotros, la pregunta era cómo aminorar el efecto reproductor de esta opción y “socializarles” de modo tal de hacerles receptivos y abiertos a otras realidades. Es una pregunta política, que apunta a pensar cómo formarles como ciudadanos abiertos y comprometidos con la polis, es decir, desarrollar su juicio ético, político y social para interpretar y relacionarse con el entorno.

Sin embargo, antes de comenzar, tuvimos en la región uno de los terremotos más grandes de la historia4. Nuestra ciudad quedó en ruinas y muchas casas de adobe quedaron a medio demoler. Todo ese año hubo réplicas5, lo que hacía difícil transitar por las calles, pues se podía caer un muro, y era peligroso que los niños se movilizaran autónomamente por la ciudad. Obviamente, los recursos públicos se concentraron en la reconstrucción, por lo que casi no había talleres ni actividades artísticas o deportivas organizadas por el municipio. Nuestro proyecto tambaleaba antes de comenzar; sin embargo, persistimos, aún con temor a equivocarnos. Era importante para nosotros que los niños recobraran la dimensión pública de la ciudad, pero se nos hacía más duro. Algunos meses después de comenzar la experiencia de educar sin escuela, escribí:

“Lo he visto mucho. Tanto en propuestas escolares como en proyectos de familia. La idea de sacar al niño o la niña de la calle, siendo este último sinónimo de contaminación social, de vicios y malas costumbres, de peligros físicos y morales. En fin, un discurso según el cual los niños han de evitar los espacios públicos, pues son una amenaza para su desarrollo. Creo que, al menos en Chile, este temor a la calle oculta la aporofobia6, la desconfianza respecto del otro y el desconocimiento de lo público como espacio de desarrollo vital para las personas. Es otra forma de normalización del orden social, de encierro, en la casa, en la escuela, en espacios ‘para niños’, otros ‘para jóvenes’, distintos del espacio ‘adulto’. Espacios de control social sobre los cuerpos de los niños, ortopedia que expresa el temor a lo diferente, al niño como actor social y sujeto de sí. Tanto la escuela como el hogar pueden encarnar estas formas de anti-calle, de espalda a la ciudadanía, de desencuentro con la polis. Para nosotros, educar de modo casero ha implicado romper esta lógica, abrirles la puerta de la calle al mundo, dejarles explorar y salir, tomar el bus, recorrer el centro, visitar amigos de diversos barrios. En suma, recobrar la calle para nuestros hijos”.

De recreos, salas de clases y desescolarización

En la palabra homeschool, o escuela en casa, sigue estando la idea de una escuela necesaria para educar. Creo que, por mucho que pensáramos alejarnos de la estructura escolar, nosotros reprodujimos muchos de sus elementos: habilitamos una sala en nuestra casa, era más un cómodo escritorio que un salón de clases, pero contenía elementos clásicos de la escuela, como pizarra, diario mural y rincones; usamos parte del dinero que ahorramos en escolaridad, uniformes y clases particulares, para contratar una profesora por medio tiempo. No éramos los únicos que pensábamos escolarmente la educación sin escuela: Mientras nos preparábamos para iniciar esta aventura de educar en la casa, mis hijos estaban muy preocupados sobre qué ocurriría a la hora del recreo. ¿Tendrían recreo? Esa era una pregunta recurrente. ¿Podrían ver televisión o jugar Wii durante el recreo? ¿Con quién conversarían en el recreo? No importaba que yo les contestase con un vago “ya veremos”. Ellos demandaban respuestas concretas para una pregunta muy específica. Entiendo que, para muchos niños, el recreo es la parte más agradable de su horario escolar; probablemente, para ellos, imaginar una “escuela en casa” era más literal que lo que yo y su padre pensábamos. Un registro de ese tiempo describe la situación:

“Partimos con este sistema hace hoy diez días hábiles, el lunes 22 de marzo. Ya el primer viernes mis niños pasaron de largo y cuando llegué, a la hora de almuerzo, me miraron con cara de ‘¿se acabó la mañana?’ Se les hizo cortísimo y ya no se toman su otrora demandado recreo, en parte porque están muy motivados, en parte porque se van dando cuenta de que esto es diferente a la escuela y, finalmente, porque van tomando conciencia de que avanzan a su ritmo y de que hay días más productivos que otros”.

El primer mes, los niños insistieron en armar un horario, que luego se fue flexibilizando. Otro problema de las primeras semanas, eran los tiempos libres. Como había una reproducción de la estructura escolar, los niños aprovechaban cualquier momento no supervisado para ver televisión o jugar al computador. Recuerdo haber pensado, con horror, que mi hijo menor se la pasaría tendido en su cama jugando juegos electrónicos.

Por mi parte (yo me creía más abierta), planificaba proyectos fanáticamente, intentando optimizar tiempos de aprendizaje con frenesí. De algún modo, teníamos metidos los tiempos, las lógicas y las formas de la escuela hegemónica. No educábamos sin escuela, sino con una escuela algo más relajada y entretenida.

Poco a poco, todos nos fuimos desescolarizando, pero fue un proceso lento que implicaba confiar en lo que estábamos haciendo, sacarnos el molde escolar de la cabeza y, en el caso de los niños, pasar de ser alumnos a ser aprendices.

Así, también fuimos problematizando algunos mandatos propios de las subjetividades neoliberales, como ese que dice que todos debemos ser empresarios de nosotros mismos, autogestionar la vida, criar niños y niñas autónomas, flexibles, en perpetua capacidad de aprender. Esto es, en apariencia, algo muy antisistema, pues se opone a muchos discursos y prácticas de la escuela tradicional, pero, en realidad, le hace el juego al modelo económico al resignificar la flexibilidad, la creatividad y la autonomía de un modo individualista, reduciendo al niño solo a su explicación psicológica o intimista, olvidando la raíz transformadora que estas palabras tuvieron en las pedagogías mal llamadas “alternativas”.

La súper mamá

En los relatos sobre educación en casa que una puede leer por ahí, siempre hay una súper madre: mujer moderna y tradicional a la vez, que trabaja en su casa pero que gestiona la vida del hogar con una eficiencia increíble. Se ríen de sí mismas porque no son perfectas pero, en el fondo, se acercan mucho a un cierto ideal de feminidad, maternidad y vida hogareña.

En mi caso, la cosa es bien diferente, pues opté por desarrollar mi vida profesional y articularla con mi vida personal. Me gusta mi profesión, me gusta trabajar fuera de mi casa y es parte de mi proyecto vital. En pleno siglo XXI las mujeres no deberíamos tener que justificar nuestras opciones al respecto; sin embargo, el neo-machismo, más sutil y menos, sigue presente y, muchas veces, las mujeres debemos justificar nuestras opciones, ya sea cuando ocupamos el espacio público o el doméstico. Veo con preocupación cómo algunos discursos alternativos traen en sí el germen reproductor de estereotipos de género asociados a la maternidad. De alguna manera, es vino viejo en odres nuevos.

Para mí, esto supuso una dificultad pues intenté hacerlo “todo bien”: ser una madre excelente que debía validar con sus actos una decisión polémica mientras seguía siendo una buena profesional. En el proceso, acaparé responsabilidades olvidando que este era un proyecto de crianza en conjunto con mi esposo, en el cual las responsabilidades son compartidas. Hasta que escribí:

“Me embargó la sensación de desorden, de fracaso, de soledad. Me sentí remando sola, lo que no es muy justo en realidad, y me vi colapsada por las miles de pequeñas cosas que había que organizar, las cuales me sentía incapaz de enfrentar. Tuve que pedir ayuda. Algo tan simple, ¿no? Decir: ‘no puedo sola’. Tontamente esperé hasta reventar. Cuando se tiene a alguien al lado que te ama no hay para qué llegar a ese punto. El Negro tomó riendas en el asunto y comenzó a organizar aquellas cosas que a mí se me estaban haciendo una montaña inescalable. Saber que a partir de la próxima semana las cosas están más organizadas me tranquiliza. Cuesta educar en la casa cuando padre y madre trabajan fuera del hogar, pero creo que no es imposible. Rara vez escribo de mis emociones en este blog, pero creo importante constatar las frustraciones. No todo es maravilloso cuando uno desescolariza. La literatura suele mostrar verdaderas familias Ingalls (a lo casita en la pradera) y cuando una se encuentra con su vulgar normalidad familiar puede sentir que no lo hace como debería. En mi caso, después de ser acogida en mi rabieta por el Negro, me calmé. Me des-victimicé (no hay nada peor que la autocompasión) y pude mirar las cosas con perspectiva. Pude descansar en mi marido y se lo agradezco. Hube de recordar dos cosas: es mejor decir las cosas directamente y no esperar que los demás las perciban por osmosis; querer ser la “súper mujer” es tan solo una fantasía manipuladora y agresiva hacia el resto de la familia. Es mejor construirse desde la experiencia de límite”.

De proyectos desescolarizadores

En ese periodo de educación casera, conocí a varias mujeres que educaban a sus hijos sin escuela. Digo mujeres, pues eran ellas quienes, principalmente, registraban su experiencia en blogs. Ellas me acompañaron mucho, conversamos virtual y presencialmente de los respectivos proyectos, discutimos nuestras miradas sobre la crianza, nos pasamos datos y nos acogimos en momentos de crisis. Ese fue un regalo inesperado de sororidad gratuita y acogedora.

Aprendí en ese tiempo que educar en la casa es un significante vacío, es decir, se construye en relación a un no querer escolarizar, a ser alternativo a la escuela. Sin embargo, al querer dilucidar mejor qué es educar en la casa, una se encuentra con muchas respuestas que, en el fondo, son muy diferentes entre sí. Los motivos para desescolarizar dependerán del sentido que cada familia le da a la experiencia. Conocí padres y madres cuyos hijos han sido severamente heridos por la escuela, otras personas con perspectivas new age, otros de corte más anarquista, y hasta personas cuya mirada política y social es más conservadora. Obviamente, las respuestas al por qué, para qué y cómo educar estarán marcadas por estas visiones. No es un tema tan solo de las metodologías que se usen para que los niños aprendan, sino que se desprende de la manera en que cada uno entiende qué es educar.

Cotidianidad

En la cotidianidad, escogimos educar mediante proyectos. Al principio eran muy planificados. Por ejemplo, se cumplía en esos días el aniversario de Darwin y estuvimos un mes trabajando sobre el viaje que realizó en el Beagle. Los niños averiguaron quién era este científico, realizaron una enorme maqueta con el mapa del viaje, conocieron la teoría de la evolución, conversaron con un amigo teólogo sobre la perspectiva histórica y actual de la iglesia sobre el tema, conversaron con amigos biólogos sobre la importancia de su legado, vieron videos, leyeron libros sobre el tema, escribieron textos que sintetizaban lo aprendido. Todo muy dirigido por nosotros y C, una joven profesora que los guiaba en las mañanas. Poco a poco, ellos armaron sus proyectos y nosotras les mostrábamos posibilidades a explorar. Recuerdo que decidieron ver una película a la semana; les pedimos que, a cambio, hicieran una reseña crítica de lo visto. No sé por qué, escogieron una película sobre la guerra civil española y les fascinó el tema. Conversaron con su abuela y una amiga de esta, cuya familia se refugió en Chile y viajó en el barco francés Winnipeg. Esta señora estuvo separada de su familia por años, pues a ella y a sus hermanas la enviaron a otro país, pensando que la guerra sería corta. En eso, se declaró la segunda guerra mundial y era muy riesgoso que las niñas viajaran a reunirse con sus padres. Ella les contó cómo, cuando el papá llegó a Chile, el funcionario de la aduana lo recibió recitándole unos versos de su hermano, un famoso poeta fusilado en la guerra civil. Esta narración autobiográfica llevó a mis hijos a preocuparse por el problema de los refugiados, por saber del Winnipeg y su relación con Pablo Neruda, por entender la segunda guerra mundial y también por conocer la obra del poeta fusilado. Durante meses escogieron películas sobre este tema.

Otro proyecto fue sobre la historia del rock, y los niños aprendieron muchísimo sobre historia del arte contemporáneo.

Estoy relatando los proyectos que resultaron bien, pero hubo muchos que no llegaron a buen puerto o que fueron cortitos porque el tema no les interesó mayormente. Me interesa subrayar que, tras unos meses de aprendizaje, lo que nos acomodó como familia fue ir acompañándoles en sus proyectos y ampliándoles los horizontes.

Un tema sobre el que no se habla mucho es el costo financiero de esta experiencia de educación en casa. En nuestro caso, reinvertimos lo que gastábamos en una escuela particular subvencionada, profesores particulares, especialistas del espectro psi y la dosis mensual de Ritalin, la medicación para el déficit de atención (monto no menor). El primer año contratamos a una joven profesora por cuatro horas diarias; el resto del dinero lo aprovechamos en aumentar las visitas a museos, conciertos y obras de teatro. El segundo año no seguimos trabajando con la profesora guía, pues quisimos un modelo más libre, y aumentamos la cantidad de talleres. Nuestro hijo asistía dos veces a la semana a trabajar en matemáticas con una profesora normalista jubilada. A él las matemáticas le fascinan de un modo que me es difícil de comprender, y lo que podíamos ofrecerle era muy insuficiente. Con esta profesora, él se zambullía en su tema favorito para explorarlo hasta el cansancio. Nos “hacía ruido” que la profesora tenía una perspectiva metodológica más bien tradicionalista, pero nos dimos cuenta de que entre mi hijo y ella había un vínculo especial que se construía más allá de la pirotécnica metodológica. Ella le enseñó a mi hijo a pensar matemáticamente y, a la vez, discutieron muchos temas, incluso sobre perspectivas que no eran las nuestras, pues había una distancia generacional importante. Eso fue fantástico y muy formador para nuestro hijo, quien no fue “convencido” por esta educadora; por el contrario, se fortaleció en la escucha activa, en el diálogo crítico y cariñoso, en el darse cuenta de que hay más de una mirada sobre el mundo.

El fin de la experiencia

Y entonces, ¿por qué volvimos a la escuela? Confluyeron muchos factores que nos llevaron a cambiar de rumbo. Al finalizar el primer año, mi marido y yo cambiamos de empleos. Mi contrato, precario como el de tantas personas, se terminó sin mayor aviso. Al modo de las empresas chilenas, nadie me dio ninguna explicación formal; sin embargo, dado que vivimos en una ciudad chica, supe que la vicerrectora académica comentó que no era posible que alguien que se dedicara a la educación no enviara a sus hijos a la escuela. Con los años, me he convencido de que eso fue más una excusa que el real motivo de lo sucedido, pero no deja de ser llamativo que a las mujeres profesionales se nos evalúe por nuestras opciones privadas. ¡El eterno machismo nuestro de cada día!

Pues bien, ahí estábamos los dos enfrentando trabajos nuevos, lo que supuso un desajuste en nuestra siempre precaria rutina. En paralelo, nuestra hija alcanzó la edad que corresponde a la enseñanza media chilena. Ella se preocupó mucho respecto del modo en que podría aprender sus odiadas ciencias y matemáticas, las cuales son evaluadas cuatro años después para entrar a la universidad. Tras conversarlo mucho, y cumpliendo nuestra promesa de “un año de prueba”, ella misma decidió volver a la escuela. Personalmente, no estaba contenta, pero apoyé su decisión. Eso implicó que nuestro hijo quedara solo en este proceso, por lo que luego de pensarlo mucho, él también optó por volver. Un año después escribí:

“Respecto de la educación casera, este año terminó el proyecto con la re-escolarización de mi hijo. A regañadientes y echando más de una palabra non sancta, hube de admitir que el menor de mis críos volviera a la escuela. Y, ¿saben qué? No le pasó nada malo. Se adaptó bien. Tiene hartos amigos, sigue entrenando intensamente, sigue practicando música, sigue filosofando. Mira críticamente su proceso escolarizador. Mi otra enana va bien: grande, rica, crítica, autónoma. Tras un período de frustración por este tema, hube de canalizar mis bríos por otros surcos. Leyendo, pensando, formando a mis estudiantes en la universidad, levantando proyectos y líneas de invesigación que problematicen la escolarización hegemónica. Ahora que mi hijo volvió a la escuela, han pasado varias cosas en este sentido: la primera es que tiene excelentes calificaciones, lo cual no es una sorpresa y me importa un rábano. Siempre me ha preocupado que aprenda más que el juicio de otros sobre sus aprendizajes y, ¿qué son las calificaciones más que el juicio de un tercero sobre el aprendiz? La segunda es que se adaptó sin problemas y tiene cuatro muy buenos amigos en su curso. Tiene los conflictos propios de la escolarización, pero los resuelve en buen pie. Todo ello es porque en los dos años que estuvo afuera aprendió a conocer su potencial y creer en sí mismo”.

Constantemente me preguntan si aconsejo educar en la casa. Siempre me niego a hacerlo. Para nosotros fue un tiempo hermoso, no exento de dificultades. Lo atesoro como una linda época en nuestra historia familiar, pero es parte de una trayectoria mayor, incierta, que se construye a tientas y a la cual, al mirar atrás, se le atribuye un sentido, una coherencia que en el minuto no tiene. Sería irresponsable de mi parte recomendar o no recomendar la desescolarización. Todo lo que se puede hacer es compartir la experiencia, muy particular, muy situada en nuestra historia, para que otros tomen de ello lo que crean les puede ser útil. Espero que este relato sencillo, nada épico, aporte alguna idea interesante para que otros hagan su propio camino.

1 Emma Miranda es profesora y trabaja en educación superior.

2 Mantengo su redacción, gramática, puntuación y ortografía.

3 Mantengo la palabra entre comillas pues estoy haciéndome parte de su uso coloquial, dejando de lado su sentido sociológico estricto.

4 El 27 de febrero de 2010, la ciudad de Talca vivió un terremoto de 8.8 en la escalar Richter. En ese entonces se consideró el quinto terremoto más grande de la historia desde que se tienen registros.

5 Temblores muy fuertes que, en otros países menos acostumbrados al constante tambalear de la Tierra, se considerarían terremotos.

6 Miedo al pobre.

Más allá de la escuela

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