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1. EL SISTEMA DEL 78

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Toda democracia necesita un sistema institucional estable y garantista. El balance también es positivo en ese sentido. El sistema, tanto el electoral como el institucional, funcionan de acuerdo a los parámetros de una democracia occidental y liberal. Para llegar a la democracia se necesitaba espíritu, el llamado consenso, y también cierto sentido de la historia para no repetir los errores del siglo XIX y de buena parte del XX.

En su última obra, Santos Juliá lo ha referido de la siguiente forma: «la historia de la transición a la democracia y de su consolidación pudo narrarse como un logro, bien lejos del fracaso que habían heredado como una fatal herencia los españoles nacidos poco antes o poco después de la Guerra Civil, los hijos de la guerra, como fueron llamados: no más retrocesos, no más pronunciamientos, no más golpes de Estado, no más rebeliones ni cruzadas, no más caudillos, en nombre de la patria o de la religión. No más España como excepción».103

Para desarrollar la democracia y que funcionase, había que alcanzar pactos concretos, y que fueran fuertes y, por tanto, duraderos. Y se hizo. Tras la Constitución, llegó la ubicación de los militares a las órdenes del poder civil, por fin, una política exterior exitosa —la OTAN, la UE, el euro—, el despegue del Estado del bienestar —zaherido hoy con la gran recesión, pero imposible de eliminar—, el Estado de las Autonomías o la lucha antiterrorista.

En torno al ejército, la primera reforma militar para ajustar su dimensión y funciones a la realidad del momento hace cuarenta años abrió el camino a la posterior incorporación a los cuerpos militares europeos e internacionales y a su profesionalización más adelante.

Contar con un ejército democrático a las órdenes del poder político y lejos de las conspiraciones contra la democracia, ha sido una conquista que no se obtuvo de buenas a primeras, sino que costó conseguir varios años, y que solo se asentó ya con la Constitución en pleno desarrollo y con un Gobierno socialista elegido en las urnas y por mayoría absoluta.

Pero antes, con la legalización del PCE, los militares resistentes al cambio democrático habían recibido el primer mensaje, pues, como bien señala Santos Juliá, la legalización del PCE «fue la primera decisión política de importancia tomada en España desde la Guerra Civil sin contar con la aprobación del ejército y contra su parecer mayoritario».104

Javier Tusell lo ha dicho con bastante claridad: «la reforma militar se llevó a cabo a través de un número muy elevado de disposiciones, a las que no es necesario hacer referencia detallada. Lo principal fue que establecieron, de forma decidida e irreversible, la primacía del poder civil sobre el militar».105

A esta rápida transformación, Fusi la ha llamado «transición militar», que se compone de «la unificación de los ministerios militares del franquismo —Aire, Marina y Ejército— en un único Ministerio de Defensa», la institucionalización de «la figura de los jefes de estado mayor de las distintas armas», la primera ley de bases de la defensa nacional, la reforma de las plantillas de los tres ejércitos, la reforma del código penal militar, el nuevo Plan Estratégico Conjunto, la reforma de las leyes del régimen del personal militar y del servicio militar y la nueva Directiva de Defensa Nacional.106

En todo caso, lo relevante en esta materia, también, era que las propuestas reformistas coincidían en que el ejército estaba mal e ineficazmente organizado. Por ello, la necesidad de construir un nuevo modelo estaba ligado a otra necesidad, la de «apartar a los militares del intervencionismo político». De esta forma, su cometido quedaría limitado a «funciones estrictamente defensivas, y la universalización del servicio militar, para terminar con la redención a cambio de una cantidad de dinero, e incluso la profesionalización de la tropa y consiguiente supresión del servicio obligatorio».107

Los resultados no tardaron en llegar. Se redujeron las plantillas de oficiales, la profesionalización se alcanzó con bastante celeridad y se produjo una renovación profunda del material bélico. En 1992, el número de oficiales y suboficiales ascendía a 58.000, y el de soldados a 200.000.108

El caso de la política exterior109 quizá sea el más paradigmático de la etapa de los grandes pactos y acuerdos que, por ser una materia tradicionalmente de Estado, más se benefició del espíritu de consenso, truncado en la década de los noventa, y que suministró una serie de éxitos a la democracia española, éxitos que todavía son celebrados, pues forman parte de nuestra integración en la comunidad de naciones por un lado, y que también han permitido que tengamos un papel en el mundo adecuado a nuestro tamaño, población y riqueza.

Como bien han señalado los profesores Lemus y Pereira, «al tratar de la política exterior en la etapa de la Transición, debemos ser plenamente conscientes del doble valor que encierra ese período: se trata tanto de la construcción de una política exterior democrática, definidora de un Estado democrático, como de mirar al exterior en la búsqueda de la homologación de la joven democracia española».110

Lo que los autores llaman «cierre formal del cambio en política exterior» supuso la superación de «los obstáculos iniciales. España conseguía una homologación exterior, una legitimidad internacional, un prestigio y el logro de unos objetivos precisos y en su mayor parte consensuados, que ayudaron, sin ninguna duda, a hacer de la transición española hacia la democracia un modelo, un referente, también de la política exterior».111

Por tanto, la participación en la política de seguridad y defensa de la OTAN, nuestra pertenencia a la UE y a la zona común de la moneda única, el euro, y nuestra constante proyección en América Latina y en la comunidad iberoamericana de naciones como principal referencia constituyen el sistema de política exterior, que, como bien señala Fusi, se benefició del impulso recibido durante los gobiernos de Felipe González, cuando «se trataron de definir los principios permanentes de la política exterior española, fijar el «sitio» internacional de España, materializar el nuevo sistema exterior español. La política exterior global española definida a partir de 1982 supuso, de esa forma, la integración en Europa y en la OTAN, la universalización de las relaciones exteriores del país, relaciones especiales con Marruecos y Portugal, cooperación también especial y privilegiada con América Latina, atención particular al área mediterránea, relación equilibrada de ayuda económica y defensa mutua con los Estados Unidos, y replanteamiento del tema de Gibraltar negociando con Gran Bretaña».112

Por último, debemos mencionar en este apartado a la política de cooperación internacional para el desarrollo, que se ha convertido en una de las principales líneas de acción exterior de los distintos Gobiernos. Nuestra presencia y protagonismo en los organismos multilaterales de desarrollo, así como la contribución presupuestaria a los principales fondos internacionales de ayuda al desarrollo ha convertido a nuestro país, con altibajos, en uno de los principales actores y donantes en una política global que persigue trabajar en la lucha contra la pobreza.

El Estado del bienestar es, con rotundidad lo afirmamos, el gran despliegue institucional de estos cuarenta años. Y aun siendo todavía insuficiente el nivel de desarrollo y articulación del sistema, en perspectiva nos ofrece una de las mayores empresas conseguidas por la democracia española.

Paradójicamente, el pacto entre la socialdemocracia y el capitalismo moderado de los conservadores llegó a España justo cuando comenzaba su desmontaje en buena parte de países avanzados, después de que el consenso de Washington inspirado por Margaret Thatcher y Ronald Reagan sustituyera al pacto social europeo de posguerra como paradigma conformador del orden mundial en el terreno de lo social.

Con todo, el sistema de prestaciones sociales y de bienestar, sostenido a través del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF), el Impuesto sobre la Renta de las Sociedades y el Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA) conocería un aumento muy alto de los gastos destinados a transportes, educación, vivienda e industria. Según señala Matés Barco, «en 1958 el Estado del Bienestar suponía el 4,3 por ciento de la Renta Nacional, mientras que en 1986 representaba el 37,4 por ciento».113

Fusi lo explica en términos clásicos de redistribución de la riqueza, porque «la ola de prosperidad permitió, además, extender considerablemente las prestaciones sociales. Entre 1982 y 1992, el gasto público en pensiones, sanidad y educación aumentó en 4,1 puntos del PIB y, asimismo, aumentaron notablemente el subsidio de desempleo y las pensiones de jubilación».114

Por su parte, el Estado de las Autonomías como tal ha sido muy útil para esta parte del camino, pero es obvio que debe someterse a evaluación y reforma. En todo caso, no sería justo dejar de señalar que la descentralización del poder político fue una decisión imprescindible para completar el mapa de grandes decisiones pendientes en una España en la que desde fines del siglo XIX había proliferado un sentimiento regional, particular, nacional que, en el fondo, demandaba poder de decisión, intervención decisiva y autónoma en el Gobierno propio e influencia en el Gobierno del conjunto.

Muchos autores han defendido que el Estado de las Autonomías, en cuanto a nueva fórmula de vertebración territorial del Estado era el aspecto más original del texto constitucional. Javier Paredes recuerda que «dada la disparidad de criterios que se mantuvieron en torno a la cuestión autonómica, hubo de llegarse a un frágil equilibrio de consenso por el que todas las partes, tanto los sectores más nacionalistas como los reacios a estos, hubieron de ceder algo».115

Fue durante la etapa socialista cuando el título VIII de la Constitución se convirtió en una realidad. Este proceso de descentralización y de igualación de competencias es el momento en el que, como recoge Javier Tusell, «los dos partidos más importantes acabaron por no mostrar inconveniente en establecer acuerdos destinados a elevar el techo competencial de las comunidades autónomas a niveles semejantes para todas ellas».116

El giro hacia lo local, regional o nacional, como ya advirtió Santos Juliá, estaba servido. A ese proceso se le llamó «recuperación de las señas de identidad», y a través del mismo «las instituciones culturales propias de cada región y nacionalidad recibieron sustanciales apoyos oficiales, y las lenguas catalana, gallega y vasca se consolidaron y extendieron gracias a la ayuda de sus respectivos gobiernos autónomos. Fruto también de la aparición de élites de poder local y regional fue la multiplicación de universidades, museos, auditorios, televisiones y demás equipamientos culturales», según Juliá.

Los problemas vendrían después, como anticipo claro de la situación que se vive en la actualidad. Jordi Pujol comenzó a hablar del «encaje de los hechos diferenciales en el Estado español». En este punto, Santos Juliá advirtió ya en su momento de la enorme deslealtad que se estaba fraguando contra el pacto de 1978. Según él, «la consolidación de la democracia no ha ido acompañada de una mayor lealtad a la Constitución de los partidos nacionalistas que han ejercido responsabilidades de Gobierno en sus Comunidades Autónomas o han influido en el Gobierno del Estado por medio de pactos de legislatura con el Partido Socialista en 1993 y con el Partido Popular en 1996. Contrariamente a lo que podía esperarse, ni la aprobación de los Estatutos de Autonomía, que ha permitido a los partidos nacionalistas gobernar ininterrumpidamente en sus respectivas Comunidades Autónomas, ni los pactos de legislatura alcanzados con los partidos de ámbito estatal han servido para incrementar su lealtad al sistema creado en 1978».117

En relación con el sistema de partidos, hay que señalar, en primer lugar, que la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG), de 1985, ha dotado de estabilidad y garantías a los procesos electorales, y lo que es más importante, ha conseguido llegar a ser la menos mala de las normas a la hora de configurar un espacio lo suficientemente flexible como para que la evolución y la representatividad de los distintos proyectos políticos hayan encontrado cabida y encaje en las instituciones.

Para Santos Juliá, «el derrumbe de viejas legitimidades e instituciones redundó en el florecimiento de decenas de grupos políticos con aspiraciones a ocupar un lugar en el nuevo sistema que habría de sustituir al régimen en trance de desaparecer. La sopa de siglas revelaba la naturaleza y los límites de la oposición a la dictadura y daba pábulo a quienes auguraban un período de confusión y caos».118

Sin embargo, esos temores, que venían fundados principalmente por la experiencia vivida durante la Segunda República, pronto se disiparon, y «quedaba así configurado un primer sistema de partidos que en nada recordaba al surgido de las elecciones de 1931. Si entonces el Gobierno provisional obtuvo una aplastante mayoría parlamentaria que dejó en posición marginal a un considerable sector de la sociedad, ahora la divisoria izquierda/derecha resultó muy equilibrada. Lo importante, sin embargo, fue que tanto en la derecha como en la izquierda aparecieran, en la zona más cercana al centro, sendos partidos hegemónicos y, hacia los extremos, otros minoritarios, lo que permitió definir el modelo resultante como de bipartidismo imperfecto».119

Para terminar este breve repaso de los temas referidos como claves para el desarrollo sistémico del proyecto democrático señalamos una materia tan sensible como relevante en la conformación del acervo democrático de España: la lucha antiterrorista contra ETA.

Una tarea en la que el Estado y la sociedad española han aportado mucho sacrificio en forma de vidas humanas, pero que, al fin, ha posibilitado que un problema heredado de los últimos años del franquismo, no hiciese sucumbir a la democracia, como pretende siempre todo terrorismo.

Balance y perspectivas de la Constitución española de 1978

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