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2. LA CONSTITUCIÓN DE 1876

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La llamada monarquía de la Restauración y su constitución fueron la desembocadura de más de medio siglo de guerras civiles y de pugna entre las dos corrientes del liberalismo español, moderados y progresistas; de «exclusivismo» de la Corona, la reina Isabel II, y de la persistente presencia de los «espadones»; y, por último, del fracaso de la experiencia democrática del Sexenio, primero con la monarquía de Amadeo de Saboya, y después con una Primera República, proclamada por unas Cortes de mayoría monárquica.

Con dos guerras abiertas, una nueva carlista y otra en Cuba, un pronunciamiento militar restauró la monarquía, no en la figura de Isabel II, sino de su hijo, el joven Alfonso XII, que se había educado en Inglaterra. En mayo de 1875, Antonio Cánovas del Castillo, principal valedor del nuevo rey, se impuso frente a quienes querían restablecer la Constitución de 1845 y quienes defendían la de 1869. De la Asamblea de Notables convocada por Cánovas en mayo de 1876, que reunió a parlamentarios de los treinta años anteriores que estuvieran dispuestos a sentar las bases de una «legalidad común», surgió la comisión encargada de redactar una nueva constitución, que llevó el sello de Manuel Alonso Martínez y que fue debatida y sancionada por unas Cortes elegidas por sufragio universal, aunque una nueva ley electoral volvió pronto al sufragio censitario.

En concordancia con la convergencia de las dos grandes corrientes doctrinales, la Constitución de 1876 quiso ser una síntesis de las de 1845 y 1869. De la primera tomó el principio de la soberanía compartida de las Cortes con el rey; de la de 1869 se incorporó una amplia declaración de derechos individuales y la «tolerancia» —que no la libertad— religiosa, cuestión esta, la del artículo 11, que suscitó grandes discusiones. Los derechos incluidos en la declaración inicial, como otros aspectos del ordenamiento jurídico, quedaron pendientes de su regulación por futuras leyes. La llegada al poder del partido liberal entre 1885 y 1890 permitió la regulación de algunos de aquellos derechos, que culminó con el restablecimiento del sufragio universal. A diferencia de la Constitución de 1869, sin embargo, el Gobierno podía suspender las garantías constitucionales sin sanción parlamentaria. Era un retroceso, aunque también es cierto que durante el Sexenio Revolucionario, en 1870, una orden autorizó al Gobierno a declarar el estado de guerra sin aprobación parlamentaria. En la práctica, fue esa indeterminación inicial de la Constitución de 1876 lo que permitió que cada uno de los partidos pudiera gobernar según sus principios, sin necesidad de alterarla. Historiadores como Carlos Dardé han visto en ello una de las razones de su «extraordinaria longevidad en la historia constitucional española».131

La estabilidad del sistema se sustentaba en el consenso entre las fuerzas monárquico-constitucionales, conseguido no sin dificultades. Para evitar desencuentros y bloqueos entre los partidos y líderes políticos como los que habían ocurrido en los reinados de Isabel II y Amadeo de Saboya y para evitar también la intervención recurrente de los militares en la escena política eran necesarios dos requisitos: que las dos grandes fuerzas políticas se comprometieran a turnarse pacíficamente en el poder, respetando el partido gobernante una presencia importante en el Parlamento del partido de la oposición, así como reservando un espacio a otras fuerzas políticas menores —tradicionalismo, republicanismo—, y que la Corona, en tanto que poder moderador y árbitro en el turno, debía ocupar una posición central que había que salvaguardar. De ahí que, en el debate de la Constitución, los títulos correspondientes al rey y a la sucesión de la Corona se incluyeran en un dictamen especial que se sustrajo a la discusión, y que fue aprobado en bloque por conservadores y liberales, con el único voto en contra del republicano Castelar. En adelante, las referencias a la monarquía quedaron fuera de la discusión parlamentaria, como se encargaron de asegurar los sucesivos presidentes de las dos cámaras, Congreso y Senado, aunque en algunos momentos, sobre todo en los años finales, resultó imposible evitarlo.

La Constitución de 1876 no desentonaba con la realidad constitucional de la época, marcada por las reacciones conservadoras tras la Comuna de París. Portugal, Italia y Prusia eran monarquías constitucionales en las que la soberanía recaía sobre la Corona y el Parlamento, y el rey elegía libremente a su Gobierno, que no era responsable ante el Parlamento. Sus parlamentos, como el español, eran bicamerales y, también como en España, la cámara alta, el Senado, contaba con un número determinado de senadores no elegidos. La Constitución del recientemente constituido Imperio alemán, otorgaba mayores atribuciones al Parlamento, que era elegido por sufragio universal, pero el canciller, elegido por el emperador, no era responsable ante él. Además, el peso del Estado prusiano marcaba el devenir político. La Tercera República francesa, tras la accidentada vida política del país vecino en el siglo XIX, sí consiguió poner en pie un sistema parlamentario y democrático, no exento de crisis e inestabilidad, mientras la monarquía inglesa, por su parte, asentaba también un régimen parlamentario, mucho más estable en relación con la duración de los gobiernos, aunque todavía alejado del sufragio universal.132

La monarquía española de la Restauración fue un delicado juego de pesos y contrapesos que sobrevivió durante décadas, pero que, entrado el siglo XX, tuvo que hacer frente a complejos procesos de cambio político, marcados por algunas fechas clave. La primera fue la crisis del 98 y sus secuelas: la crítica regeneracionista que lo denunció, con gran éxito, como un régimen de «oligarquía y caciquismo»; la llegada al trono en 1902 de un nuevo monarca, Alfonso XIII, de talante muy diferente al de su padre; el relevo en la dirección de los dos partidos turnantes y la pugna por dotarlos de proyectos reformadores —la «revolución desde arriba» de Antonio Maura, primero, y el «nuevo liberalismo» de José Canalejas, después—, que suscitaron disensiones y rupturas internas, así como el mayor protagonismo de algunas fuerzas de la oposición —el nuevo republicanismo radical de Alejandro Lerroux y más tarde el Partido reformista de Melquíades Álvarez, el socialismo de Pablo Iglesias, el regionalismo catalán de Francesc Cambó, etc.— y la voz amplificada de los intelectuales —de la generación del 98, primero, y la del 14, más tarde— fueron todos ellos factores que pusieron a prueba los mimbres constitucionales y abrieron la espita a la demanda de una reforma de la Constitución.

Aunque habría que detenerse con detalle en todo ello, vamos a irnos al segundo momento relevante en esta historia, el que desencadenó la Gran Guerra que, pese a la neutralidad española, alimentó los movimientos que venían anunciándose desde antes.133

Balance y perspectivas de la Constitución española de 1978

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