Читать книгу Balance y perspectivas de la Constitución española de 1978 - Группа авторов - Страница 31

5. EL DESENLACE

Оглавление

La Constitución de 1876 era muy flexible y no imponía obstáculos a su modificación. Los dos grandes partidos no habían propuesto nunca su reforma, aunque tampoco se cerraron a modificaciones que pudieran hacerse por ley. En una reunión en noviembre de 1918, varios ex ministros conservadores sostuvieron que la Constitución no requería un cambio porque había sido consecuencia de la transacción entre «los hombres de la Revolución y de la República con las figuras más prestigiosas de la Restauración». La Constitución no era obstáculo para que tuvieran cabida en ella cuantos avances impusieran las exigencias del tiempo.

Los liberales, salvo la izquierda liberal en algún momento, tampoco lo habían considerado un asunto prioritario. La asumieron con el Gobierno de concentración liberal que llegó al poder en 1922, como consecuencia de la presencia del partido reformista, con Manuel Pedregal en el Ministerio de Hacienda, que exigió la inclusión de la reforma constitucional en el programa. Sin embargo, presionado por la movilización católica, García Prieto abandonó en su discurso programático la mención a la libertad religiosa y la reforma del artículo 11 de la Constitución. Eso fue suficiente para que Pedregal presentara su dimisión, pese a que el presidente del Gobierno mantuvo otros aspectos sustanciales de la reforma de la Constitución, como la regulación de la suspensión de garantías constitucionales, la reforma del Senado, la obligatoriedad de la reunión anual de las Cortes, y la introducción del criterio de proporcionalidad en la ley electoral.

Ni conservadores ni liberales, cuyo acuerdo había hecho posible la Constitución de 1876, consideraban prioritaria la reforma. Pesaba, sin duda, el temor a perder el monopolio del poder que habían venido ejerciendo, pero también el miedo a volver a la inestabilidad política anterior a aquel gran pacto. Hacía mucho tiempo que habían muerto quienes lo protagonizaron, y las circunstancias políticas, dentro y fuera de España, eran muy distintas. Lo que algunos veían peligrar ahora no era solo el pacto fundacional del régimen, sino la misma supervivencia del parlamentarismo liberal. Aquellos políticos miraban hacia el pasado, pero no dejaban de reconocer lo que estaba pasando en otros países, en los que la democracia triunfante en la Gran Guerra se veía amenazada por nuevos enemigos, situados tanto a la derecha como a la izquierda. España no había participado en la guerra y no sufría las consecuencias de su impacto con la misma intensidad, pero los años de la posguerra vieron acumularse una serie de conflictos, como hemos visto, que dificultaron cualquier posible evolución, y el contexto europeo no ayudaba.139

Si volviéramos a la cita inicial acerca de los requisitos que Blanco Valdés considera necesarios para una reforma constitucional, faltarían algunos fundamentales. Quizás existía un acuerdo amplio sobre la necesidad de abordar cambios sustanciales en el funcionamiento del sistema, que procuraran encaje a los que se habían producido en la realidad, pero no lo había sobre cómo hacerlo, ni si esos cambios exigían una reforma constitucional que podía hacer peligrar la continuidad del régimen constitucional. La Constitución de 1876 permitía la incorporación por ley de reformas democratizadoras, como las condiciones para la elección de senadores, según se encargó de apuntar el conde de Romanones cuando tomó posesión de la presidencia de la Cámara Alta en junio de 1923. El núcleo de la duda giraba en torno a la sustitución del poder moderador del monarca como elemento clave, y el tránsito hacia una monarquía efectivamente parlamentaria. Eso solo podía hacerse confiando en la existencia de un cuerpo electoral que los sustentara. La presencia de regionalistas, reformistas, republicanos y socialistas en el parlamento había crecido, y sus voces tenían un eco importante. Algunos de ellos habían llegado a formar parte de los gobiernos de la monarquía, como los regionalistas y los reformistas. Pero no contaban con la capacidad movilizadora y el apoyo electoral suficiente, una limitación que gran parte de la historiografía ha atribuido al control asfixiante del clientelismo de conservadores y liberales, aunque ese control se había roto, sobre todo en las circunscripciones urbanas. Tampoco el Partido Socialista español había conseguido formar un grupo parlamentario numeroso, aunque en esos años se rompiera la soledad de Pablo Iglesias y se llegara a obtener seis diputados en 1918 y 1919 y siete en las últimas elecciones de 1923. Alguno de ellos, por ejemplo el escaño de Indalecio Prieto, llegó en aplicación del denigrado artículo 29. La debilidad parlamentaria del PSOE era consecuencia de las dificultades derivadas del clientelismo, pero también de la persistencia entre los socialistas de su desconfianza hacia la política, demostrada en su permanente polémica sobre la alianza con los republicanos.140

Por el hueco de esas desavenencias, dudas e incapacidades se coló de nuevo la prerrogativa regia. Ante el temor público y manifiesto por parte de Alfonso XIII de que sus políticos fueran capaces de defender la monarquía y de que la Corona cayera, como había ocurrido en otros países, el rey optó en septiembre de 1923 por aceptar el golpe del general Primo de Rivera. La Constitución se lo permitía, dada su atribución constitucional de nombrar y separar libremente al presidente de Gobierno, pero su comportamiento rompió abiertamente con la Constitución cuando no cumplió con el precepto de que en un plazo máximo de tres meses a partir de la disolución de la Cortes debían convocarse otras nuevas y, de no hacerse así, la disolución quedaría sin efecto jurídico y debían restablecerse la anteriores. Los presidentes de ambas cámaras, el conde de Romanones, del Senado, y Melquíades Álvarez, del Congreso, que conocían bien la Constitución, advirtieron personalmente de ello al rey, que los despachó sin mayores contemplaciones. El presidente del Directorio Militar, el general Primo de Rivera, contestó a la advertencia con un decreto en el que declaraba que no existía el «propósito de convocar nuevas elecciones mientras no se saneen y purifiquen las costumbres políticas y electorales».

No hubo en los primeros tiempos de la dictadura ninguna oposición a Primo de Rivera, que llegó, según él decía, para sacar a España de la anarquía en que se hallaba y librarla de los «profesionales de la política», causantes de ello. Quizás por esto último, muchos permanecieron a la espera de ver qué pasaba. La dictadura se anunció provisional, pero después quiso convertirse en definitiva, incluso proponiendo una nueva Constitución de corte corporativo y antiparlamentario, con un partido único creado desde el poder. Que Alfonso XIII terminara retirando su apoyo a Primo de Rivera fue causa última de la dimisión de este, pero no redimió la culpa de su convivencia con la dictadura durante siete años. El retorno a la «normalidad» constitucional anterior, como algunos pretendieron, o la posibilidad de una reforma constitucional, resultaban ya, a todas luces, imposibles.

«¿Quién puede imaginarse cómo habría evolucionado el régimen político en los últimos quince o veinte años si al “desaparecer los obstáculos tradicionales” se hubiera reformado parcialmente, y con oportunidad, la Constitución de 1876?», se preguntaba Adolfo Posada en su libro El régimen Constitucional. Esencia y forma. Principios y técnica, publicado en 1930. No hubo lugar y, en opinión de Posada, la dictadura había abierto de modo irremediable el período constituyente, al romper el pacto político fundamental que había servido de argumento histórico para dar legitimidad al régimen de la Restauración.141

NOTAS

128 Roberto L. Blanco Valdés, Luz tras las tinieblas. Vindicación de la España constitucional, Madrid, Alianza Editorial, 2018.

129 Roberto L. Blanco Valdés, La construcción de la libertad, Madrid, Alianza Editorial, 2010.

130 Santos Juliá, «Liberalismo temprano, democracia tardía», en John Dunn (ed.), Democracia: el viaje inacabado (508 a.C-1993), Barcelona, Tusquets, 1995, págs. 253-291. Raymon Carr, España 1808-1975, Barcelona, Ariel 1979.

131 Carlos Dardé Morales, Alfonso XII, Madrid, Arlanza Ediciones, 2001 pág. 148.

132 Mercedes Cabrera y Miguel Martorell, «EL Parlamento en el orden constitucional de la Restauración», en Mercedes Cabrera (dir,.), Con luz y taquígrafos. El Parlamento en la Restauración (1913-1923), Madrid, Taurus, 2017, 2.ª ed., pág. 23 y sigs.

133 Para las relaciones del rey Alfonso XIII con los partidos turnantes, véase María Jesús González, «El rey de los conservadores» y Javier Moreno Luzón, «El rey de los liberales», en Javier Moreno Luzón (ed.), Alfonso XIII. Un político en el Trono, Madrid, Marcial Pons, 2003, págs. 113-149 y 153-186.

134 El libro clásico sobre la triple crisis de 1917 es el de José Antonio Lacomba, La crisis española de 1917, Madrid, Ciencia Nueva, 1970. Véase el resumen de Miguel Martorell y Santos Juliá, Manual de historia política y social de España (1808-2011), Barcelona, RBA, 2012, págs. 217-225.

135 Mercedes Cabrera, «El rey constitucional», en Javier Moreno (ed.), Alfonso XIII. Un político en el trono, op. cit., págs. 83-110.

136 La trayectoria de Melquíades Álvarez y del Partido reformista puede seguirse en las obras de Manuel Suárez Cortina, «Melquíades Álvarez y la democracia liberal en España» y en Javier moreno Luzón (ed.), Progresistas, Madrid, Taurus, 2005, págs. 237-270

137 Mercedes Cabrera, «El rey constitucional», op. cit., págs. 102ss.

138 Miguel Martorell Linares, José Sánchez Guerra. Un hombre de honor (1859-1935), Madrid, Marcial Pons, 2011, págs. 279-302.

139 Mirar más al pasado que al futuro como explicación de la crisis final de la Restauración, en Santos Juliá, Demasiados retrocesos. España 1898-2018, págs. 271-73.

140 José Varela Ortega (dir.), El poder de la influencia. Geografía del caciquismo en España (1875-1923), Madrid, Marcial Pons-Centro de Estudios Constitucionales, 2001.

141 Adolfo Posada, El Régimen Constitucional. La Reforma Constitucional, Madrid, 1930.

Balance y perspectivas de la Constitución española de 1978

Подняться наверх