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3. LA GRAN GUERRA Y LA REFORMA CONSTITUCIONAL

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Ninguna fuerza política se opuso a la declaración de neutralidad que declaró el Gobierno conservador español, en aquel momento presidido por Eduardo Dato. Esa neutralidad se mantuvo a lo largo de todo el conflicto, si bien hubo momentos en los que muchas voces exigieron actitudes más firmes, proclives al acercamiento a Francia e Inglaterra. La neutralidad, sin embargo, no impidió que la opinión pública, y también las fuerzas políticas e instituciones poderosas como el Ejército o la Iglesia, se decantaran por unos u otros contendientes. La polémica entre «aliadófilos» y «germanófilos» saltó a la prensa, en la que no ya los políticos sino muchos intelectuales marcaron el debate. En mayo de 1914, meses antes del comienzo de la Gran Guerra, el joven filósofo José Ortega y Gasset había pronunciado en el teatro de la Comedia de Madrid su conferencia «Vieja y nueva política» en nombre de la Liga de Educación Política, una asociación, dijo Ortega, que representaba a toda una generación a medio camino de su vida, que contemplaba el creciente alejamiento de la «España oficial» y la «España vital». El Parlamento y los partidos políticos se habían situado «fuera y aparte de las corrientes centrales del alma española actual». La Restauración había «detenido», según Ortega, la vida nacional, frente al despliegue de «coraje, esfuerzo y dinamismo» de la primera mitad del siglo XIX. La estabilidad que había traído la Restauración palidecía frente a la efervescencia anterior. No había procurado sino «un panorama de fantasmas», con Cánovas como «el gran empresario de la fantasmagoría», por su renuncia a la lucha. Las virtudes de consenso inicial que pudieran atribuirse a la Constitución de 1876 se habían convertido en su mayor defecto, al lastrar cualquier posible evolución.

El discurso de Ortega, su condena sin paliativos de aquel sistema político tuvo un gran eco. La agitación que poco más tarde acompañó al inicio de la Gran Guerra y la conmoción que más allá de la tragedia parecía alumbrar una nueva época, se coló también en España. La neutralidad propició, además, una coyuntura excepcionalmente favorable para la economía española, que vio multiplicarse el número de empresas y de puestos de trabajo, acumuló beneficios extraordinarios para los empresarios y fortaleció la presencia de los dos grandes sindicatos, la UGT y la CNT. Pero también produjo inflación y crisis de subsistencias. La sociedad española se modernizaba, la población crecía y también los flujos del campo a unas ciudades que mudaban su estructuras, se pavimentaban, instalaban la iluminación eléctrica, abrían grandes vías, inauguraban hoteles de lujo, teatros y cafés de tertulianos, marcando cada vez con más claridad la distancia con un mundo rural estancado.

En aquel choque entre lo viejo y lo nuevo, en el año 1917 se desencadenó una triple crisis, buen reflejo de aquel contraste. Por un lado, los militares volvieron a escena, aunque en realidad no la habían abandonado nunca. Lo hicieron esta vez mediante las Juntas de Defensa, un trasunto de «sindicato» de oficiales afectados por la pérdida de poder adquisitivo de sus salarios y la pugna con los militares africanistas por el sistema de ascenso, y lanzaron una proclama con grandes críticas a los partidos turnantes. El intento de disolver las Juntas se llevó por delante al Gobierno liberal que presidía entonces García Prieto, y a finales del mes de junio, entre regionalistas, republicanos y socialistas cundió la idea de que quizás los militares, como había ocurrido repetidamente en el siglo anterior, podían facilitar un cambio político.

Detrás de los militares llegaron los diputados, exasperados por el prolongado cierre del Parlamento. Fueron los regionalistas catalanes quienes tomaron la iniciativa, como parte de su estrategia para poner fin al control del Gobierno por parte de conservadores y liberales, y, al mismo tiempo, abrir paso a su reivindicación de autonomía, al calor de los vientos favorables al autogobierno que soplaban en los países aliados. Habían ejercido una obstrucción parlamentaria, muy fácil en aquel parlamento con un reglamento tan abierto, para demostrar, como dijo Francesc Cambó, que sin contar con ellos en España no se podía gobernar. Con las Cortes ahora cerradas, optaron por promover la reunión en Barcelona de una Asamblea de Parlamentarios para exigir un régimen de autonomía para Cataluña y, además, la convocatoria de Cortes constituyentes. Pese a la advertencia del Gobierno de que según la Constitución le correspondía al rey, es decir al Gobierno, convocar, suspender y disolver las Cortes, y que por tanto aquella reunión era ilegal, el 19 de julio se reunieron en la capital condal parlamentarios regionalistas y republicanos, pero también un puñado de liberales a los que el partido había dejado libertad de acción. Creían contar con el apoyo, o al menos la neutralidad, de las Juntas de Defensa. Enseguida volveremos sobre el contenido y las consecuencias de esta asamblea, que fue disuelta sin violencia.

El tercer episodio de aquella crisis fue la convocatoria de una huelga general por parte de los dos sindicatos, UGT y CNT, que ya habían hecho, con éxito, un ensayo de huelga conjunta en el mes de diciembre anterior en protesta por la carestía y la escasez de productos de primera necesidad. Ahora apuntaron más alto, y por eso mismo hubo más voces disconformes: esta vez sería una huelga indefinida, revolucionaria, que no cesaría, según se decía en la proclama, «hasta no haber obtenido las garantías suficientes de iniciación del cambio de régimen». Los firmantes de la convocatoria mencionaban a las Juntas Militares, en cuyo apoyo confiaban, y a la Asamblea de Parlamentarios, como precedentes de un objetivo común: «Pedimos un Gobierno provisional que asuma los poderes ejecutivo y moderador y prepare, previas las modificaciones imprescindibles en una legislación viciada, la celebración de elecciones sinceras de unas Cortes constituyentes». El inicio de la huelga se adelantó, según algunos, por maniobras del propio Gobierno para frustrarla, el seguimiento fue muy desigual y finalmente fue un fracaso. El Gobierno declaró el estado de guerra y los militares acudieron a reprimirla. El comité de huelga fue detenido y encarcelado.134

La crisis de 1917 puso sobre la mesa la reforma de la Constitución en la Asamblea de Parlamentarios, pero también apostó por un cambio más radical: un Gobierno provisional y Cortes constituyentes. El Gobierno logró evitar la crisis, pero la herencia iba a ser de digestión difícil. No era la primera vez que se hablaba de una posible reforma de la Constitución. De hecho, en 1902, cuando se anunciaba la llegada al trono del nuevo rey, Alfonso XIII, en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas hubo un cierto debate sobre el papel de la Corona, tan central en aquel sistema, y cuyo desempeño por quien llegaba al trono abría cierta incertidumbre. Adolfo Posada, parafraseando a Bagehot, afirmó que un «rey prudente y cuerdo» no debería desear otros derechos que los de opinar, animar y advertir; que debía consumar felizmente la sustitución progresiva de sus funciones eficientes por las dignificadas. En tiempos de normalidad, el rey debía actuar como quien no hace nada, con tacto y prudencia, respetando la autonomía de los ministros, que no eran secretarios de despacho, sino miembros de un Gobierno que era el que hacía la política.135

En 1917 habían pasado quince años desde que Posada señalara el camino hacia la parlamentarización de la monarquía. Alfonso XIII se había mantenido fiel a su convicción de que sus deberes constitucionales iban más allá, y la evolución y creciente fragmentación de los dos partidos turnantes había ensanchado su margen de actuación. El ejercicio de la prerrogativa regia de nombrar y separar libremente a sus ministros y de conceder el decreto de disolución del parlamento eran piezas decisivas del funcionamiento de aquel régimen constitucional. El propio partido liberal, bajo el liderazgo de Canalejas, había confiado en que el rey pilotara la renovación política, y en los años previos a la Gran Guerra Alfonso XIII pareció convertirse en la clave de una evolución política posible. Así lo creyeron incluso los miembros del Partido Reformista, un partido republicano moderado fundado en 1912 por Melquíades Álvarez y muy vinculado al liberalismo institucionista. Tras la comentada visita al rey de tres de sus miembros más destacados, Gumersindo de Azcárate, Manuel Bartolome Cossío y Santiago Ramón y Cajal, se creyeron salvados los «obstáculos tradicionales», y el Partido Reformista se declaró «accidentalista», ofreciendo a la Corona un proyecto reformador y democratizador.136

La Asamblea de Parlamentarios celebrada en Barcelona, a la que acudieron los reformistas junto a destacados miembros del partido liberal, los regionalistas catalanes de la Lliga y el único diputado socialista, Pablo Iglesias, pretendía poner fin al carácter doctrinario de la Constitución afirmando la plena soberanía nacional, la autentificación de la representación parlamentaria mediante la reforma del Senado, el establecimiento de garantías para que los derechos y libertades recogidos en la Constitución no fueran suspendidos reiteradamente y la apertura de un proceso para el reconocimiento de la autonomía catalana. Tras ser disuelta en Barcelona, y pasada ya la huelga general, los parlamentarios se reunieron en Madrid el 30 de octubre. De cómo funcionaba aquella monarquía fue muestra el hecho de que Francesc Cambó, que pronunció un discurso en medio de gran expectación, salió de allí para ser recibido por Alfonso XIII al que, según declaró después el líder regionalista catalán, explicó que había quebrado definitivamente el sistema de alternancia entre los dos grandes partidos y que urgía encaminar la política por otros derroteros, hacia un ministerio de «amplísima y sincera concentración», que convocara elecciones con todas las garantías.

Efectivamente, se formó un Gobierno presidido por el liberal García Prieto, del que formaban parte las distintas corrientes y líderes del partido conservador y del partido liberal, y también de la Lliga regionalista, que contó con dos ministros. Aquel Gobierno, que fue llamado el «monstruo de Horacio» por romper la tradición de gobiernos de un solo partido, anunció la voluntad de convocar unas elecciones en las que el Ministerio de la Gobernación se abstendría de intervenir, mientras los dos ministros catalanes hacían pública su intención de defender en el Gobierno los objetivos de la Asamblea de Parlamentarios.

Las llamadas elecciones de la «renovación» se celebraron en febrero de 1918 y arrojaron como resultado una cámara tan fragmentada que se hizo imposible formar Gobierno, hasta que el rey, aconsejado al parecer por el conde de Romanones, decidió convocar en palacio a los diferentes líderes de los partidos conservador, liberal y regionalista y, tras amenazar con abandonar su puesto, les conminó a que hallaran una salida. De madrugada se anunció la formación de un Gobierno nacional presidido por el viejo líder conservador, Antonio Maura. La noticia fue recibida con alivio por la opinión pública, y el 22 de marzo, miles de curiosos se agolparon en la Puerta del Sol y en la Plaza de Oriente para ver a los ministros acudiendo a la jura de sus cargos. El más aplaudido fue Alfonso XIII. La expectación se repitió cuando el Gobierno se presentó primero ante el Senado y después ante el Congreso de los Diputados, ante el cual Maura anunció un programa de mínimos que había recibido el apoyo unánime. Entre ellos no estaba la reforma de la Constitución, aunque sí la del reglamento del Congreso y del Senado.

Balance y perspectivas de la Constitución española de 1978

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