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1. UN CONTINUO TEJER Y DESTEJER

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En su libro Luz tras las tinieblas, Roberto Blanco Valdés celebraba el cuarenta aniversario de la Constitución con una vindicación de la España constitucional, tal como subtituló el libro. Decidió hacerlo, según explica, en respuesta a la «lluvia fina» que venía cayendo sobre lo que algunos daban en llamar «régimen del 78», poniendo en cuestión las virtudes de la transición a la democracia y apelando a la necesidad de abrir no ya una reforma de la Constitución, sino un verdadero proceso constituyente.128

En sus conclusiones, Blanco Valdés afirma que la larga experiencia democrática de los últimos decenios ha permitido un aprendizaje muy profundo de los problemas constitucionales, así como del grado en que una reforma de la Constitución permitiría hacer frente a los problemas políticos planteados. Sostiene que las constituciones no se reforman para ponerlas al día, sino para resolver problemas que, en caso de no hacerlo, sería difícil o imposible afrontar; que no debería abrirse el proceso sin precisar de antemano los cambios concretos, y que antes de ponerse a ello habría que alcanzar los acuerdos políticos necesarios. Una reforma constitucional debería ser siempre política de Estado y nunca política de partido.

Blanco Valdés no es solo un excelente conocedor de la Constitución de 1978, sino también de nuestra historia constitucional y, más allá, de la historia comparada del constitucionalismo y de lo complejo de los procesos históricos de la construcción de la libertad a lo largo de los siglos XIX y XX, tal como tituló uno de su libros anteriores.129 En su libro Luz tras las tinieblas, las conclusiones llegan después de un rápido recorrido por la historia constitucional española, que considera un péndulo, un constante avanzar y recular, un tejer y destejer de Constituciones que se crearon y destruyeron, pero que jamás se transformaron. Quienes alcanzaban el poder, habitualmente tras un pronunciamiento militar acompañado de un levantamiento popular, en lugar de reformar la constitución vigente, la derogaban. Se sucedieron así en nuestra historia seis constituciones —nueve si añadimos el Estatuto Real de 1834, y las que no llegaron a aplicarse, como las de 1856 y 1873—; 62 años de negación radical del constitucionalismo —el reinado de Fernando VII, la dictadura de Primo de Rivera y de Franco—, y 68 de «constitucionalismo excluyente y oligárquico» —los de vigencia de las constituciones de 1845 y de 1876—. Apenas hubo tres décadas de «constitucionalismo progresista y democrático», las de vigencia de las constituciones de 1812, 1837, 1868 y 1931. Como colofón de semejante balance, Blanco Valdés admite, sin embargo, que entre 1834 y 1923 el país vivió ininterrumpidamente noventa años de régimen liberal, y que aquella centuria pendular, conflictiva y oligárquica no fue a la postre tan distinta de la de muchos de los países de nuestro entorno. La del siglo XX resultó, por el contrario, completamente diferente.

No es poca cosa reconocer que, pese a la agitada vida política del siglo XIX, España tuvo un régimen liberal desde muy temprano, como tituló hace ya tiempo uno de sus artículos Santos Juliá, y que, pese al continuo tejer y destejer, existió una cultura liberal constitucional arraigada, que voló por lo aires en 1923: en lugar de encaminarse hacia un proceso de parlamentarización y democratización de la monarquía, que estaba abierto incluso con propuestas de reforma constitucional, un golpe de Estado militar aceptado por el rey Alfonso XIII desvió la trayectoria y condujo a España por derroteros que acabaron rompiendo definitivamente con aquella larga experiencia constitucional. Hace ya muchos años que Raymond Carr llamó la atención sobre las consecuencias de aquella quiebra, la de 1923, sobre cuya trascendencia no siempre se ha insistido lo suficiente, quizás porque, en contraste con la que vendría más tarde, en 1936, aquella primera no suscitó apenas oposición ni desencadenó ningún proceso violento. Nadie parecía muy dispuesto a romper una lanza por aquel régimen liberal constitucional, que había acumulado críticas casi unánimes por su carácter oligárquico y caciquil, tal como lo había calificada Joaquín Costa. Apenas algunos de los políticos monárquicos se permitieron advertir al rey de las previsibles consecuencias para la monarquía de su «aceptación» del golpe y de su convivencia con un régimen dictatorial.130

Dado que la Constitución de 1876 fue la de más larga vigencia hasta la de 1978, dado también que hubo propuestas de reformarla para hacer frente a los problemas políticos del momento, y dado que dichos intentos fracasaron, me ha parecido oportuno recordarlo en estos encuentros sobre el cuarenta aniversario de la Constitución de 1978, consciente, por supuesto, de las profundas diferencias entre aquella monarquía —doctrinaria— y la actual —democrática—, entre aquel momento histórico y el actual.

Balance y perspectivas de la Constitución española de 1978

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