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ОглавлениеV. La economía tartésica
Aunque el interés por Tarteso parece que radicó fundamentalmente en su riqueza minera, o al menos así lo manifiestan las fuentes clásicas, no cabe duda de que también disponía de otros recursos que despertaron el interés de los fenicios por levantar colonias estables en el sur peninsular. La riqueza de sus filones de piritas con oro, plata y cobre de Riotinto y Sierra Morena, inaccesibles para los fenicios por hallarse en las tierras del interior, se complementaban con su amplia línea de costa con enormes recursos marinos y unas tierras bañadas por el Guadalquivir y los llanos de Huelva de especial feracidad para la explotación agrícola y ganadera, lo que les proporcionaría un rápido desarrollo que no debemos soslayar. Por último, no podemos olvidar la estratégica posición de Tarteso una vez que se regularizó el cruce del estrecho de Gibraltar, cuando adquirió un papel fundamental en el tránsito comercial entre el Atlántico y el Mediterráneo, con un fácil acceso a las tierras del interior a través de los ríos Tajo y Guadiana, de donde procedían las principales materias primas.
El amplio conocimiento arqueológico que hoy tenemos de esta zona gracias a los análisis del territorio, nos permite acometer y cotejar con ciertas garantías las alusiones que sobre el lugar nos brindan las fuentes filológicas clásicas. Los estudios territoriales no sólo nos están permitiendo conocer mejor la estructura sociopolítica de un espacio geográfico concreto, sino también sus relaciones económicas y culturales con áreas adyacentes, lo que en definitiva permite reconstruir un amplio territorio culturalmente uniforme. Pero como es lógico, Tarteso estaba conformado por diferentes regiones o zonas que tenían sus propias peculiaridades culturales fruto de la actividad económica que desarrollaban; así, se aprecian diferencias sensibles entre las poblaciones con una economía fundamentalmente agrícola de las que se orientaban a la explotación de los recursos marinos o de las que se agrupaban en torno a la explotación minera, pero especialmente de las que centraban su actividad en el comercio exterior, lugares donde además se aglutinaban marineros, comerciantes y artesanos que ofrecerían sus productos a una población de perfil cosmopolita, y donde el intercambio de ideas y la hibridación cultural conseguirían su mayor desarrollo. La definición de todas estas particularidades culturales son las que nos permiten configurar la cultura tartésica.
A pesar de que las fuentes nos narren la llegada de los primeros navegantes mediterráneos a Tarteso como fruto de la casualidad, lo cierto es que esas navegaciones debieron contar con el soporte y la anuencia de las respectivas metrópolis de donde partían los comerciantes, pues de otra forma es difícil entender una iniciativa privada de esa naturaleza que, con el tiempo, sí pudo desarrollarse una vez abierta la ruta comercial. Pero la elección y el levantamiento de las primeras colonias, así como la enorme inversión que ello supuso en capital económico y humano, debieron estar garantizadas y financiadas por Tiro en el caso de los fenicios, si bien con el tiempo estas colonias adquirirían un rol independiente a medida que se asentaban en el territorio. El primer objetivo de los fenicios, por lo tanto, consistió en entablar una estrecha relación comercial con Huelva como punto de conexión entre el Atlántico y el Mediterráneo, y seguramente con la intención de monopolizar el comercio de estaño hacia el Mediterráneo, lo que justificaría la temprana presencia de cerámicas sardas y sículas en Huelva, así como la presencia de objetos procedentes de Huelva en Sicilia y Cerdeña, donde los fenicios ya habían establecido sus primeras colonias; el siguiente paso fue la fundación de Gadir, cuya colonia pronto se convertiría en el foco y punto de encuentro comercial entre sendos mares.
Durante el Bronce Final, en los momentos previos a la llegada de los fenicios, la zona que luego ocupó Tarteso se caracterizaba por la elaboración de ostentosos objetos de oro que han sido hallados en buena parte del cuadrante sudoccidental y la fachada atlántica, lo que da una idea de la importancia de la explotación de las placeres de oro en esa época. Pero además, la ingente cantidad de armas y otros elementos de adorno de bronce con fuertes composiciones de estaño, debieron llamar poderosamente la atención de los comerciantes orientales que vieron en ese metal una oportunidad para extender sus redes comerciales por todo el Mediterráneo, donde era escaso y muy demandado. De hecho, conocemos citas en las fuentes griegas donde se pone de manifiesto la importancia del estaño, y donde los foceos tienen un especial protagonismo; en este sentido, son especialmente relevantes tres citas históricas: la primera se la debemos a Avieno, sin duda sorprendente, pues describe Tarteso como un río cuyo caudal desplaza el estaño hasta la muralla de la ciudad, cuando sabemos que en todo el valle del Guadalquivir no existen filones estanníferos. La segunda mención se la debemos a Hecateo de Mileto, del siglo V a.C.: «Tarteso, ciudad de Iberia nombrada por el río que fluye de la montaña de la plata, río que arrastra también estaño». Más reveladora es la tercera cita de Escimno de Quíos que recogió Éforo de Cime, del siglo IV a.C.: «Tarteso, ciudad ilustre, que trae el estaño arrastrado por el río desde la Céltica, así como oro y cobre en mayor abundancia», una alusión muy ilustrativa porque nos remite al interior peninsular para situar los yacimientos estanníferos. Sin embargo, no conocemos los lugares exactos de donde se extraería el estaño, como tampoco sabemos donde se producirían los productos de bronce, con formas y técnicas muy homogéneas que aparecen distribuidos por toda la fachada atlántica, lo que al menos nos indica que existía una uniformidad estilística en toda esa zona que podría corresponderse con una cierta identidad cultural. Es más, salvo alguna excepción que una vez más se localiza en la periferia septentrional de Tarteso, carecemos de cualquier prueba fehaciente de la existencia de algún yacimiento de esa época donde se pudiera haber centralizado la explotación minera y metalúrgica, lo que sin duda dificulta nuestra labor investigadora. Lo que sí parece seguro es que los fenicios dejaron en manos de las jefaturas locales la provisión de los metales, lo que les reportaría grandes beneficios en su papel de intermediarios, limitándose los comerciantes fenicios a su distribución exterior.
Carecemos de pruebas y de alusiones en las fuentes antiguas sobre el afán de fenicios y griegos por el oro, aunque no podemos descartar que también formara parte de sus intereses comerciales. Lo que es evidente es que los indígenas dejaron de realizar objetos en oro macizo poco tiempo después de la colonización, sustituyéndolos por otros realizados en hueco a los que además incorporaron las técnicas y decoraciones importadas por las modas mediterráneas. La mayor parte de los conjuntos de oro han sido hallados de forma casual, formando parte de ocultaciones que se encuentran, por lo tanto, fuera de cualquier contexto arqueológico, lo que sin duda es un argumento de peso para considerar este metal como un bien relativamente escaso y de gran importancia económica y social para los indígenas; además, no olvidemos que el oro apenas fue utilizado en los ajuares de las tumbas tartésicas de mayor rango social, por lo que su uso debió tener un marcado y restringido carácter ritual, además de servir como garantía económica para las diferentes comunidades que lo atesoraban. La distribución de estos tesoros áureos coincide con la distribución de las estelas básicas, es decir, en el interior del cuadrante sudoccidental de la península Ibérica, y alejados, por lo tanto, del núcleo de Tarteso; no es extraño, pues, que también sea en esta zona del interior donde ya en plena época tartésica aparezcan tesoros de la importancia de Aliseda, un conjunto de joyas de oro y de otros materiales nobles de enorme importancia porque aúna la tradición indígena de algunos objetos con una iconografía y una técnica de elaboración genuinamente mediterránea.
Cuando los fenicios llegaron a la península, los indígenas ya explotarían el cobre de las minas de Riotinto, cercanas a Huelva, así como de otras minas de la zona de Sierra Morena; igualmente, se abastecerían del estaño del interior peninsular para así elaborar sus armas y otros objetos de bronce cuyos tipos eran muy similares a los que se realizaban en el resto del litoral atlántico europeo. La obtención del estaño se convertiría así en uno de los objetivos principales de los comerciantes orientales, quizá incluso el verdadero origen de su interés por el sudoeste peninsular; sin embargo, y una vez asentados en la península, se darían cuenta del enorme potencial que ofrecían las minas de plata, escasa y muy solicitada en el Mediterráneo. Por lo tanto, la gran aportación de los fenicios a la cultura indígena fue la implantación de una tecnología que permitió en poco tiempo multiplicar, exponencialmente, la explotación de la plata al mejorar no sólo los métodos extractivos, sino también las nuevas técnicas del refinado y la copelación, y, por supuesto, facilitar su comercialización. A partir de ese momento, la extracción de la plata, en detrimento del cobre, y la obtención del estaño se convierten en el foco de interés de su presencia en Tarteso.
Como es natural, serían las jefaturas indígenas las responsables de llevar a cabo la explotación de las minas y de organizar su transporte hasta los puertos costeros del Atlántico, donde los fenicios se encargarían de su exportación. No cabe duda de que el beneficio para ambas partes debió ser extraordinario a tenor del fuerte impulso de la zona en tan solo medio siglo, pues pasamos de un práctico desconocimiento de la sociedad indígena hacia el siglo IX a.C. a un sensible aumento de población y de un importante aumento de objetos mediterráneos de diferentes procedencias ya a comienzos del siglo VIII a.C. Es en este punto donde debemos valorar el gran esfuerzo organizativo que debió desplegar la sociedad indígena, que tuvo que destinar una enorme cantidad de mano de obra para explotar sus recursos minerales, lo que obligaría a tender redes de cooperación con otras comunidades para incentivar a la vez la explotación agrícola que tenía que cubrir las necesidades alimenticias de esa nueva población que, en definitiva, pasó a formar parte de la sociedad tartésica. Así mismo, no debemos descartar, como algunos investigadores han apuntado, la posible existencia de mano de obra esclava para llevar a cabo la explotación de la minas, lo que representaría una enorme desigualdad social difícil de detectar arqueológicamente; o la existencia de mano de obra voluntaria ante las perspectivas económicas de futuro que se abrían en Tarteso y que, a la postre, repercutirían de forma positiva en las jefaturas del interior que, por otro parte y a medida que se afianza la colonización, se irían asentando cada vez más cerca del foco tartésico.
Así pues, fue a partir de la colonización fenicia cuando la explotación de las minas se convierte en uno de los objetivos preferentes de Tarteso, un hecho que además viene avalado por la aparición de un gran número de escorias en el entorno de Riotinto, zona donde la extracción de la plata está documentada a partir del siglo VIII a.C., así como por los estudios del paisaje, en los cuales se ha detectado una intensa deforestación en el entorno a los focos mineros, ejercicio imprescindible para generar el combustible necesario para alimentar los hornos destinados al beneficio del metal.
Localizar los centros de distribución del metal es otro de los objetivos de la investigación, hasta ahora limitados a yacimientos de cierta importancia como Peñalosa, San Bartolomé de Almonte o Tejada la Vieja, siendo este último el que mayor interés ha suscitado. La importancia de Tejada se debe fundamentalmente a su situación geográfica, pues se ubica entre las zonas mineras de Sevilla y Huelva, cuyos núcleos urbanos actuarían como los puertos principales de la vertiente atlántica junto a Cádiz; además, se encuentra próxima al poblado de Peñalosa, fechado en el Bronce Final, tal vez el antecedente indígena de la comercialización del metal; por último, Tejada presenta una muralla cuya construcción se fecha en el siglo VIII a.C., contemporánea por lo tanto a los momentos de la colonización (fig. 19). Del mismo modo, son también muy significativos los restos documentados en San Bartolomé de Almonte, tanto porque en el poblado se detecta una actividad metalúrgica desde el Bronce Final, como por su gran desarrollo a partir del siglo VIII a.C., momento en el que pasaría a convertirse en un centro de importante valor estratégico para la salida del metal a través de la desembocadura del Guadalquivir. Por último, cabe también reseñar la presencia de plomo en estos yacimientos, un elemento imprescindible para el copelado de la plata.
Fig. 19. Planta de Tejada la Vieja (según Fernández Jurado, 1987).
Como suele ser habitual en los poblados mineros de la Antigüedad, son muy escasos los restos constructivos que nos podrían servir para detallar sus trazados urbanos, seguramente por haber sido edificados con materiales perecederos. La pobreza de los poblados mineros detectados hasta el momento en el sudoeste de la península Ibérica, en concreto en la zona de Huelva, se justificaría así por la total ausencia de agentes fenicios en este territorio, por lo que la presencia de algunos objetos aislados de origen mediterráneo se ha interpretado como compensaciones o regalos a los responsables de la explotación y gestión minera. No obstante, los fenicios sí intervinieron activamente en los centros encargados de la distribución del metal, caso de Tejada la Vieja, donde su muralla fue levantada usando técnicas de construcción oriental que sólo pudieron ser introducidas por los agentes fenicios, lo que denota su interés por que el metal llegara en condiciones de máxima seguridad a los principales puertos encargados de su exportación, primero Huelva y Sevilla y más tarde Cádiz; los primeros como nexo de unión entre ambos mares, mientras que el segundo acabó por concentrar todo el tráfico hacía el Mediterráneo, como así nos lo confirma el rápido e intenso desarrollo social y urbano detectado a partir del VII a.C.
El incremento de la actividad metalúrgica y los beneficios obtenidos por los fenicios en su ejercicio de intermediación en la explotación de las principales regiones mineras del sudoeste y su posterior comercialización, propiciaría la creación de nuevas colonias desde las que controlaría directamente el negocio, intensificando, de ese modo, su presencia en Tarteso. Esta circunstancia aparece unida a la inestabilidad que en esos momentos se vivía en el Mediterráneo oriental, donde el estado asirio presionaba sobre todo el Levante, lo que empujó a una buena parte de la población a emigrar a otros lugares donde ya existían colonias bien asentadas y donde cada día resultaba más necesario la llegada de mano de obra destinada a la explotación de los recursos de la zona, como era el caso de Tarteso. De ese modo, al contingente de artesanos y comerciantes llegados en los primeros momentos de la colonización, pronto se les uniría mano de obra especializada necesaria para el desarrollo urbano, el trabajo en los puertos, las transacciones comerciales o la explotación agrícola. Estos nuevos contingentes de población, entre los que destacarían foceos y samios en el caso de Huelva, se unirían a la población indígena existente, lo que justificaría la personalidad cultural de Tarteso con respecto a otros lugares del Mediterráneo donde también se habían asentado fenicios junto a poblaciones de otros lugares de su entorno.
La agricultura y la ganadería habían constituido la base económica del sudoeste peninsular durante el Bronce Final. No podemos olvidar cómo las denominadas estelas de guerrero se han puesto en sucesivas ocasiones en relación con la existencia de jefaturas ganaderas, una hipótesis que vendría avalada por la propia dispersión de los monumentos, así como por la escasez de restos funerarios. También las fuentes clásicas sobre el mito de Tarteso nos invitan a considerar la importancia que la ganadería tendría en este territorio, pues no olvidemos que uno de los Trabajos de Hércules consistió, precisamente, en robar los toros de Gerión. También a la agricultura hacen referencia expresa las fuentes, al menos a la expansiva y generadora de excedentes, la cual se comenzaría a desarrollar a partir del reinado del legendario Habis, el rey civilizador a quien se le atribuye la creación de las primeras ciudades tartésicas. Pero detrás del mito hay una realidad evidente que se ve reflejada en la riqueza en pastos y la fertilidad de los territorios que se extienden por la vega de los ríos, caso del Guadalquivir, densamente ocupada pocos años más tarde del comienzo de la colonización, seguramente con el objetivo de producir excedentes que abastecieran a la mano de obra encargada de la explotación de la minas y a los numerosos contingentes que iban llegando desde otras áreas del Mediterráneo oriental. Así, a partir del siglo VIII a.C. comienza a detectarse el establecimiento de grandes poblados asentados en los terrenos más productivos del valle del Guadalquivir, donde Carmona parece convertirse en su núcleo principal.
Como es lógico, los mayores problemas surgen a la hora de intentar detectar los poblados asociados a la explotación ganadera, donde Setefilla, en Lora del Río, se erige como el único ejemplo a partir del cual podemos interpretar este tipo de sociedad por lo general nómada y socialmente muy jerarquizada, como nos han legado las necrópolis bajo túmulo documentadas en este vasto yacimiento, donde es muy significativo cómo los rituales indígenas se combinan con los ajuares fenicios. La multiplicación de los asentamientos destinados a las actividades agrícolas propiciaron la estabulación ganadera, lo que supuso un sensible aumento de la productividad y la introducción de nuevas especies hasta ese momento menos valoradas o incluso desconocidas, como es el caso de la gallina. Aunque los análisis de fauna son todavía escasos en los poblados tartésicos excavados, se detecta un fuerte aumento de la explotación de cabras y ovejas en detrimento de los bóvidos, predominantes en la dieta de la época anterior y destinados ahora a las tareas agrícolas, aunque pronto serían sustituidos por los burros, que contribuyeron también de forma determinante en el desarrollo del transporte de mercancías. Cabe destacar también el aumento del empleo del cerdo en la alimentación en un momento en el que cabría pensar en el retroceso de su consumo por influencia de poblaciones de origen semita, lo que incide una vez más en la participación de las diferentes identidades a la hora de configurar una nueva cultura; así, los rituales documentados en el último edificio Montemolín son un claro ejemplo de ello.
Por último, una consecuencia directa de la multiplicación de los asentamientos destinados a la explotación agrícola de las fértiles tierras de la vega del Guadalquivir fue el cultivo intensivo de especies hasta ese momento desconocidas o explotadas de forma marginal, lo que sin duda contribuyó en la mejora de la dieta alimenticia de los habitantes de Tarteso. A este respecto, cabe reseñar un aumento del cultivo de leguminosas, la introducción de nuevas variedades de cereales y frutales y una intensificación de los productos hortícolas; aunque quizá el mayor desarrollo económico vino de la mano de la introducción de la vid y el olivo, que se extendió rápidamente por todo el sudoeste peninsular y que ha marcado, hasta nuestros días, la economía agrícola de todo este paisaje. La única evidencia acerca de la explotación de la vid en este territorio desde fechas tan antiguas ha sido detectada en Huelva, concretamente en las excavaciones arqueológicas del Seminario, donde según sus excavadores, parece haberse documentado un paleosuelo testigo del desarrollo de dicha actividad.
La implicación directa de población fenicia en la economía agrícola de Tarteso viene avalada por la introducción e intensificación de los nuevos cultivos, la importación y cría de nuevas especies de ganado pero, sobre todo, por la implantación de nuevas tecnologías para la producción agropecuaria. Esto ha empujado a algunos investigadores a considerar que la causa de la colonización fenicia del valle del Guadalquivir pudo haber sido, precisamente, la disponibilidad de tierras fértiles apenas ocupadas por los indígenas, quienes se sumarían posteriormente a su explotación a tenor de los beneficios que pudo producir en un momento en el que la demanda de alimentos era intensa en todo el Mediterráneo oriental, sumido en una inestabilidad política profunda que seguramente incidió en la emigración de parte de su población hacia las nuevas colonias fenicias de Occidente. No obstante, los ajuares documentados en las numerosas necrópolis del valle del Guadalquivir demuestran que la colonización del campo no estuvo de forma exclusiva en manos de los fenicios, sino que existió una intensa participación de contingentes indígenas que influyeron decididamente en la configuración cultural de Tarteso. Es más, es precisamente en el valle del Guadalquivir donde mejor se perfila la cultura tartésica gracias a la participación fenicia e indígena; sin embargo, en zonas como Cádiz se aprecia con claridad cómo la huella fenicia es más patente; mientras que en Huelva se observa una preponderancia indígena, por lo que el grado de aculturación es algo diferente en sendas zonas. Además, es precisamente la zona del Bajo Guadalquivir la que va a encabezar la verdadera revolución cultural y económica de Tarteso, tanto por su localización geográfica entre Huelva, Cádiz y los territorios del interior, como por presentar una economía diversificada, basada en la explotación agropecuaria y la comercialización del metal y la pesca, convertida en otro foco de inversión económica gracias a la captura del atún y al inicio de su distribución comercial por buena parte del Mediterráneo.
Como hemos visto, el auge de Tarteso se ha explicado abogando a la riqueza de los metales que guardaba, principalmente la plata, pero también el oro y el estaño. Aunque no cabe duda de que esa sería una de las causas principales que empujaron a los fenicios a llevar a cabo la colonización de la península Ibérica, es lógico también pensar que, una vez consolidada la colonización, los fenicios se vieran obligados a diversificar su economía para evitar los riesgos de una producción basada en un único producto. Así, cobra especial relevancia la explotación de la sal marina, pues debió suponer un incentivo de gran importancia para fomentar el comercio con el interior peninsular y activar así nuevas vías de intercambio. La producción y comercialización de sal marina debieron suponer una revolución dentro de los mecanismos de intercambio con los centros del interior, donde se concentraban precisamente los metales que más interesaban a los fenicios. Aunque la explotación de la sal marina es muy antigua, desconocemos la importancia que pudo tener durante el Bronce Final, pues apenas disponemos de algún dato que nos documente sobre el aprovechamiento de los recursos marinos en ese periodo más allá de una explotación basada en la subsistencia. Sin embargo, a partir de la colonización fenicia se documenta una paulatina actividad pesquera que culminará en época púnica, cuando los productos procedentes de la bahía de Cádiz ya eran bien conocidos en el resto del Mediterráneo. De ese modo, la explotación de la sal marina primero y la industria del salazón, posteriormente, acabaron convirtiéndose en uno de los sectores más pujantes de la economía tartésica, pues debemos tener presente que ni la pesca ni las salazones eran actividades destacadas de la economía fenicia, por lo que su incorporación al modelo económico se debió seguramente a la iniciativa indígena, de ahí que su desarrollo fuera más tardío. De hecho, no parece que su explotación generalizada y su posterior comercialización sea anterior al siglo VI a.C. en la bahía de Cádiz.
La escasez de restos arqueológicos asociados a la explotación de los recursos marinos durante los primeros momentos de la colonización no nos permite calibrar la verdadera importancia que esta tuvo en plena época tartésica; sin embargo, el fuerte impacto que tuvo en el entorno de Gadir a partir del siglo VI a.C. permite hacerse una idea de la importancia que ya debía poseer en fechas anteriores, al menos en la zona del Estrecho. Dicha zona era rica en fauna marina, en cuyas aguas se puede pescar un gran número de especies, especialmente escómbridos (atún y bonito) y escualos (tiburones o cazones), aunque al parecer lo que más predominaba era la pesca de la corvina. La posterior elaboración de las salazones era un proceso largo en el tiempo desde la obtención de la salmuera hasta el autodiálisis por exposición al sol o bien mediante el uso de hornos como los que se han detectado en la zona. Existen indicios suficientes para conocer que la fabricación de las salazones se realizaba artesanalmente, y no como una actividad exclusivamente doméstica, por lo que la producción estaba orientada a la explotación y, por lo tanto, a la obtención de beneficio. Sin embargo, cuando se detecta una producción a gran escala, parece que esos medios de producción estaban controlados por la propia ciudad de Gadir, quizá bajo el control de los templos, al igual que parece ocurrir con la explotación del vino. Este hecho queda atestiguado en los sellos de las ánforas destinadas a la explotación de las salazones, razón por la cual vinculamos a este sector de la producción la expansión de la industria alfarera encargada de elaborar los grandes envases para el almacenaje y la exportación de los productos, lo que al mismo tiempo justifica la existencia de importantes complejos alfareros en la bahía de Cádiz. No podemos olvidar que los sellos documentados en las ánforas eran una garantía más de la calidad del producto, lo que seguramente favorecía el ejercicio de las transacciones internacionales a nivel estatal.
Esta revolución económica, no sólo basada en la explotación minera como se ha venido defendiendo reiteradamente, benefició especialmente a los colonos fenicios, quienes controlaban la comercialización de las materias primas y los productos manufacturados, por los que conseguirían grandes beneficios. Así, el interés de los fenicios por el amplio territorio del interior peninsular estaría basado en los ricos recursos mineros y agropecuarios que ofrecía, pero también humanos, al mismo tiempo que las jefaturas guerreras representadas en las estelas se convertían en los intermediarios más idóneos para conseguir esos productos. Esta bonanza económica repercutió muy positivamente en dichas jefaturas indígenas, como así nos lo indica la elevada demanda de productos de lujo o prestigio, cada vez mejor documentados en lugares apartados del núcleo de Tarteso, caso del valle del Tajo. Los indígenas serían cada vez más conscientes de su esencial papel como intermediarios para hacer llegar esos productos a los puertos del atlántico peninsular, lo que reforzaría su autoridad política. La confluencia de intereses terminaría por forjar una fuerte alianza entre ambas comunidades a través de pactos políticos y sociales que han dado como resultado lo que algunos han definido como «aculturación», aunque parece más ajustado el término de hibridación, pues se trata de un proceso bidireccional en el que la sociedad tartésica se encuentra en plena expansión.
Como consecuencia de esta demanda de productos de prestigio para abastecer a las jerarquías tartésicas, se crearían talleres de artesanía en el sur peninsular, centros en los que se realizarían objetos siguiendo el estilo oriental, pero utilizando formas e incluyendo imágenes propias del mundo indígena, lo que le aporta a estas piezas una marcada personalidad. La orfebrería, la toréutica o trabajo en bronce, la eboraria o la artesanía del marfil, así como la alfarería para las vajillas de lujo, adquirieron un estilo oriental que, sin problemas, podemos calificar como tartésico, pues es el resultado de la fusión entre temas y tecnologías orientales e indígenas que los diferencian de otros ámbitos del Mediterráneo.
Más difícil nos resulta conocer cuáles fueron los mecanismos de hibridación e integración cultural de ambas comunidades, pero también es cierto que a partir del siglo VII a.C. se detecta una organización social mucho más compleja que se acercaría a un modelo de organización estatal, tal vez inspirado en los patrones orientales. Esta nueva organización social no estaría exenta de dificultades, adscritas principalmente a la existencia de conflictos sociales y raciales. Posiblemente, entre las jefaturas indígenas debieron producirse conflictos de intereses por el control de las vías de comunicación a través de las que se distribuirían las materias primas del interior; de igual modo, entre los fenicios existirían tensiones sociales, principalmente entre los primeros colonizadores, considerados ya plenamente indígenas, y aquellos que fueron llegando en generaciones posteriores, relegados a tareas menos lucrativas que las derivadas del comercio exterior; y, por último, existirían conflictos entre las distintas comunidades procedentes del interior, las cuales ocuparían el último estrato social, llegando algunas de ellas a subsistir, posiblemente, en régimen de esclavitud.
El desarrollo de la explotación metalúrgica, la especialización agrícola y el aprovechamiento de los recursos pesqueros traerían aparejada la adopción de un nuevo patrón urbano asociado al sensible aumento de la población en Tarteso que se vio traducido en el inmediato y rápido crecimiento de los poblados indígenas a partir del siglo VIII a.C., los cuales adaptaron el modelo urbano oriental para racionalizar sus espacios. Así mismo, los pequeños asentamientos coloniales fenicios se fueron haciendo más complejos para dar cabida tanto a los nuevos contingentes de población llegados desde el Mediterráneo, como a los indígenas que buscaban prosperar en los núcleos de población donde el desarrollo económico era más intenso. De ese modo, la demanda de manos de obra crecerá exponencialmente, lo que propiciará la entrada de un número muy elevado de población indígena que conformaría, con su integración, buena parte de la masa social de Tarteso.
Como ya apuntábamos con anterioridad, una de las actividades más destacadas, sin olvidar la gran variedad de trabajos relacionados con la artesanía, es la alfarería, imprescindible para llevar a cabo la comercialización de los productos susceptibles de ser exportados, caso de las salazones, el aceite o el vino. La elaboración de ánforas para el transporte marítimo, así como de otros recipientes destinados al almacenaje, se completaron con la fabricación de vajillas de mesa y cocina que sirvieron para abastecer las necesidades básicas de la población. Es curioso observar cómo la producción de ánforas indígenas comienza a ganarle paulatinamente el terreno a las genuinamente fenicias, mientras que en los poblados del interior se comienzan a imitar los tipos cerámicos fenicios gracias a la introducción y uso del torno de alfarero, hasta ese momento desconocido en la península.
Un claro reflejo del desarrollo económico de Tarteso es el aumento de sus poblados, así como la mayor complejidad que adquiere su sistema constructivo. Destaca especialmente la construcción de murallas, que al mismo tiempo que protegían los poblados, servían para adquirir el estatus de ciudad al modo mediterráneo, siguiendo así los cánones fenicios de la poliorcética. A ello se une la realización de obras de mayor envergadura técnica cuya finalidad no era otra que la de asentar los mecanismos de poder. Un ejemplo de ello lo constituyen los santuarios, edificados en los inicios del siglo VIII a.C. bajo una evidente influencia fenicia, pero amortizados para volver a levantar sobre sus restos nuevos santuarios que, a pesar de conservar el genuino estilo oriental, introducen variaciones en la articulación de sus plantas arquitectónicas que responden a la asimilación o inclusión de las creencias indígenas. Estaríamos hablando, por lo tanto, de los primeros santuarios tartésicos propiamente dichos, lugares donde no sólo se compartiría el culto, sino donde además se normalizarían los rituales y las advocaciones religiosas de las diferentes comunidades. La aparición de estos santuarios en áreas generalmente apartadas de los poblados ha favorecido su conservación al no haber estado supeditados a las constantes reformas que sufren los trazados urbanos de las ciudades modernas; y precisamente por este motivo desconocemos la planta de los palacios y santuarios tartésicos urbanos, cuyos materiales constructivos serían seguramente aprovechados para las reconstrucciones y remodelaciones de las nuevas ciudades que se fueron levantando sucesivamente en núcleos como Huelva, Sevilla o Carmona. Tampoco se tiene constancia de restos de edificios públicos de esa naturaleza en Cádiz o en el Castillo de Doña Blanca, donde habría grandes posibilidades de localizarlos, si bien apenas se ha excavado una pequeña parcela de esta última ciudad.
La adopción de este nuevo modelo tuvo una inmediata repercusión en los pequeños asentamientos del interior, donde se pasó de la cabaña redonda u ovalada característica del Bronce Final a la adopción de estructuras cuadrangulares que permitían gestionar de mejor manera el espacio al poder adosar unos edificios a otros. A estas obras debemos añadir el trazado y posterior pavimentado de las vías principales en los núcleos urbanos, la construcción de estructuras de desagüe y otras obras de infraestructura imprescindibles para el buen funcionamiento y mantenimiento de los poblados. No obstante, todavía no se han localizado grandes poblados amurallados de esta época en las tierras del interior peninsular, de donde se deduce que, a pesar de la influencia oriental detectada, los modelos de asentamiento siguieron manteniendo una estructura muy similar a la existente con anterioridad.
El aumento del tráfico marítimo, derivado del aumento de las actividades productivas mencionadas y, por ende, del comercio, trajo aparejada una intensa concentración de mano de obra en las áreas de costa, destinada a la construcción o ampliación de los principales puertos del litoral atlántico. El aumento de la actividad comercial supondría la construcción de nuevos muelles para facilitar las tareas de estibación y de almacenes en los que proteger las mercancías. Del mismo modo, parte de esta mano de obra encargada del funcionamiento de los puertos estaría destinada al mantenimiento de la industria naval, lo que supondría la especialización en trabajos relacionados con el empleo de la madera para la construcción de barcos o del tejido del lino para la fabricación de las velas. Es de suponer que toda esta actividad tendría una amplia repercusión ecológica, como la tala de árboles de los bosques cercanos a los puertos.
Lo que parece claro es que los enormes beneficios generados por el comercio entre el Atlántico y el Mediterráneo y la introducción de novedades tecnológicas fueron las circunstancias que permitieron una estabilidad social en Tarteso hasta su descomposición en el siglo VI a.C., momento en el que la irrupción del poder cartaginés causó el traslado de la estructura socioeconómica hacia la costa mediterránea peninsular, lo que convirtió a Gadir en una potencia renovada ahora de espaldas al antiguo territorio de Tarteso.