Читать книгу La protohistoria en la península Ibérica - Группа авторов - Страница 14

Оглавление

VII. Tarteso a través de la muerte

La mejor documentación sobre Tarteso la encontramos a través del mundo de la muerte, la expresión social que nos sirve para valorar algunos comportamientos culturales, además de ser el mejor vehículo para analizar las manifestaciones artesanales de la época, aunque sin olvidar que se tratan de espacios cerrados vinculados con el poder y que, por lo tanto, en absoluto puede extrapolarse al resto de la población. Los rituales funerarios los conocemos exclusivamente por la arqueología, muy activa en este sentido desde que a finales del siglo XIX Bonsor iniciara sus trabajos en las necrópolis de los Alcores, en el valle del Guadalquivir, aunque el arqueólogo de Carmona nunca las relacionara con la cultura tartésica.

En contraste con la escasa información que tenemos de los rituales funerarios en el Bronce Final, con la colonización comienzan a detectarse un buen número de necrópolis fenicias en el sur peninsular que han servido para dibujar el mapa de la dispersión de las primeras colonias de origen mediterráneo. El impacto de la colonización fue de tal calibre que consiguió alterar las tradiciones locales, al menos entre las jefaturas y los personajes más destacados de esa sociedad, que incorporaron en sus rituales funerarios nuevas formas de enterramiento a imagen y semejanza de los que llevaban a cabo los fenicios; no obstante, las nuevas necrópolis que surgen a partir del siglo VIII a.C. gozan de una innegable originalidad como consecuencia de la conservación de sus propias tradiciones ancestrales. Por otra parte, y aunque en muchas ocasiones se mantiene el rito de la inhumación, se impone claramente la cremación y el sistema de ofrenda y ajuar de origen mediterráneo, una simbiosis que coincide con el final de las tumbas genuinamente fenicias para dar paso a una nueva expresión del ritual de la muerte que ya podemos definir como tartésico.

La escasa información que tenemos de las necrópolis fenicias del Levante mediterráneo perjudica el estudio comparativo del fenómeno con la península Ibérica; no obstante, de los datos disponibles de algunos lugares del Líbano e Israel se pueden extraer algunas conclusiones generales sobre el ritual que se llevó a cabo, que, por otra parte, es muy homogéneo. Aunque el rito generalizado es la cremación, también se han detectado algunas inhumaciones en cementerios como el de Achziv, en el norte de Israel. La información más completa procede de las excavaciones que M. E. Aubet realiza en la necrópolis de Tiro, donde parece detectarse un ritual funerario más complejo del que hasta ahora se atribuía a los fenicios. Las necrópolis fenicias se disponen junto al mar, alejadas del centro urbano; las urnas con los restos cremados seleccionados aparecen siempre tapadas generalmente con platos y enterradas en fosas, a veces señalizadas por estelas de piedra, aunque muchas otras pudieron estar igualmente señalizadas mediante estela de madera hoy desaparecidas. Las urnas suelen estar acompañadas de los típicos jarros de anillo junto al cuello, los de boca trilobulada y de los cuencos para beber, una vajilla que es muy común en todas las necrópolis fenicias de esa zona y que transcenderá a las necrópolis más antiguas de sus colonias occidentales.

La mayor parte de las necrópolis fenicias halladas en la península Ibérica se han localizado también junto al mar, en concreto en la costa sudoriental peninsular, en las provincias de Málaga y Granada, donde parece que comienzan a funcionar a partir del siglo VIII a.C. Los tipos de enterramientos son variados, aunque predominan las cremaciones guardadas en urna enterradas en pozos; si bien los más destacados son los que se disponen en cámaras o hipogeos como en la necrópolis de Trayamar. Suelen ser pequeñas concentraciones dispersas, de no más de veinte tumbas, que parecen responder a espacios familiares, mientras que los hipogeos funcionarían como verdaderos panteones de determinadas familias de colonos. A partir del siglo VII, buena parte de las cremaciones fueron depositadas en vasos de alabastro importados de Egipto, lo que da una idea de la fluidez de las relaciones comerciales de los fe­nicios de Occidente con el resto del Mediterráneo. También los ajuares de estas tumbas son muy homogéneos, destacando, además de las urnas de alabastro, los platos y los jarros de boca de seta o de bo­ca trilobulada de barniz rojo, pero también son comunes las ánforas de saco, los pithoi, los cuencos y determinadas joyas. A partir del siglo VII, la tipología de estas necrópolis varía sensiblemente como consecuencia de la incorporación de las comunidades indígenas, lo que dio lugar a rituales más complejos que terminarán por definir el ritual tartésico de la muerte. Además, las peculiaridades que presentan las diferentes necrópolis tartésicas, y a pesar de que compartan rasgos comunes en el ritual y en los materiales depositados en ellas, nos permiten delimitar territorios, pues los ritos funerarios son también uno de los mejores marcadores de la identidad de una comunidad.

La primera dificultad para realizar un análisis de la evolución del ritual funerario en Tarteso la encontramos, precisamente, en su origen. No son pocos los que defienden que el rito de la cremación, el más extendido en Tarteso, proviene de los Campos de Urnas del nordeste peninsular; mientras que otros defienden su introducción y rápida aceptación gracias a la colonización fenicia. Sin embargo, y a tenor de la rapidez con la que se extendió el rito por todo el sur peninsular a partir del siglo VIII a.C., y ante la ausencia de inhumaciones que se puedan datar con anterioridad a este siglo en el sudoeste, parece que la irrupción de la cremación, o al menos su generalización, se debió a los fenicios, que no sólo introducirían una nueva forma de tratar el cadáver, sino todo el ritual que lo acompañaba. La segunda cuestión no es menos importante y aún sigue teniendo un enorme peso en la bibliografía tartésica; la discusión se centra en la autoría de las necrópolis halladas en el valle del Guadalquivir: si pertenecen a colonos agrícolas fenicios o procedentes de otros puntos del Mediterráneo, o bien si son tumbas de indígenas fuertemente influenciados por la cultura oriental. La primera hipótesis, defendida en los años ochenta del pasado siglo por J. Alvar y C. Gonzalez Wagner, cada día tiene más adeptos, máxime cuando, como decíamos, las fechas de la presencia fenicia son cada vez más antiguas. No obstante, a medida que vamos conociendo más y mejor las necrópolis, nos vamos dando cuenta de que es difícil distinguir entre tumbas tartésicas o fenicias, pues en ambos casos comparten materiales y ritos que les son comunes; además, la diversidad de los rituales funerarios en una misma necrópolis es un síntoma inequívoco de la variedad de procedencias y clanes de los allí enterrados. Por todo ello, parece más idóneo catalogar estas necrópolis como tartésicas, al menos a partir del siglo VII a.C., cuando a pesar de la variedad formal de los rituales, se percibe una homogeneidad en los materiales utilizados en los ajuares funerarios.

Disponemos, en este sentido, de un ejemplo revelador en la necrópolis de Las Cumbres, junto al poblado de Doña Blanca, en el Puerto de Santa María (Cádiz) (fig. 26). La necrópolis es muy significativa por cuanto documenta la existencia de distintas prácticas rituales en el mismo cementerio. Aunque sólo conocemos un círculo funerario dentro de la extensa área dedicada a los muertos, se trata de una de las necrópolis más antiguas atestiguada hasta el momento, donde el rito de la cremación es exclusivo, y donde aparecieron ajuares cuyos materiales también se han documentado en el poblado. Sin embargo, la jerarquización del espacio funerario, así como la variedad de los rituales, parece que nos remite a la existencia de una sociedad mixta que habrá que estudiar con mayor detenimiento cuando se pueda ampliar la excavación de tan magnífico yacimiento. Lo cierto es que gracias al estudio de las necrópolis tartésicas podemos llevar a cabo, o al menos ensayar con ciertas garantías, la organización social de los vivos. En este sentido, la necrópolis que mejores datos nos ha proporcionado es la de Setefilla, en Lora del Río (Sevilla), fechada a partir del siglo VIII a.C. La necrópolis acoge una serie de túmulos cuya estructura es similar al de otras necrópolis tartésicas. En el centro de estos túmulos funerarios aparece excavado el ustrinum donde se depositaba el cadáver antes de ser cremado. Alrededor del ustrinum se abrían pequeñas fosas donde se colocaban las urnas que guardaban los huesos quemados seleccionados y lavados, así como los objetos de adorno que acompañaban al difunto. Junto a la urna se depositaba el ajuar funerario, compuesto tanto por elementos indígenas como por otros de importación mediterránea. Una vez que el espacio funerario se completó, se procedió a taparlo con piedras y tierra hasta formar el túmulo artificial que ha llegado a nosotros, alcanzando algunos hasta los tres metros de altura. En Setefilla se ha documentado una gran variedad de rituales, lo que incide una vez más en la variedad étnica, al menos en origen, de estas poblaciones; así, se han encontrado tumbas de cámara levantadas con mampuestos; fosas excavadas en la roca; tumbas o cistas limitadas por lajas de piedra que guardaban inhumaciones; y, por último, urnas con los restos de las cremaciones que pertenecen a los enterramientos más antiguos, coincidiendo así con la necrópolis de Las Cumbres, donde a pesar de su antigüedad no se ha detectado ninguna inhumación. Llama poderosamente la atención que los ajuares de estas tumbas están compuestos tanto por materiales típicos del Bronce Final indígena como por elementos de origen fenicio, un dato más para apuntalar la idea de la existencia de una sociedad mixta desde momentos muy tempranos de la colonización.


Fig. 26. Necrópolis de Las Cumbres, Puerto de Santa María, Cádiz (según Ruiz Mata y Pérez, 1995).

La necrópolis de Setefilla también nos ha proporcionado valiosos datos sobre la organización social de estas gentes; en concreto a partir del túmulo B de la necrópolis, donde se excavaron un importante número de cremaciones depositadas en urnas y distribuidas en el espacio de una manera jerárquica (fig. 27). Así, los enterramientos con los ajuares más ricos se ubicaban en el centro del túmulo, pertenecientes a hombres adultos, rodeados de otros enterramientos femeninos también con destacados ajuares. A medida que las tumbas se iban alejando del círculo funerario, los ajuares eran más modestos, algunos de ellos pertenecientes a nonatos. Esta jerarquización coincide con la estructura social de estas comunidades de base económica ganadera, consistente en jefaturas familiares que debieron ser preponderantes entre los indígenas antes de la colonización, cuando ya cobra más valor la agricultura y la explotación de los recursos mineros y marinos. Por último, gracias a los análisis realizados en varias tumbas, sabemos que la edad media de los habitantes de Setefilla no rebasaba los treinta años de edad, cuando tan solo tres generaciones después, y en zonas con economías de base agrícola como Medellín, la edad se elevó hasta casi los cuarenta, sin duda debido a la estabilización de los poblados tartesios en torno a la agricultura, la pesca o la explotación de la sal, pero también al consumo de nuevos productos alimenticios introducidos por los fenicios que consiguieron una dieta mucho más rica y variada.


Fig. 27. Túmulo B de Setefilla, Lora del Río, Sevilla, (según Aubet, 1978).

Pero el conjunto funerario más amplio se ha documentado dentro del paisaje eminentemente agrícola de Los Alcores, donde Carmona, en una excelente posición estratégica, se erige como el eje poblacional en torno al cual se organizaron un buen número de túmulos funerarios. La necrópolis más significativa es la de La Cruz del Negro, de la que conocemos más de un centenar de tumbas que nos permite analizar con ciertas garantías sobre la organización social de la zona, pero también sobre sus ritos funerarios. En sintonía con las necrópolis ya mencionadas de Las Cumbres y Setefilla, las tumbas más antiguas de La Cruz del Negro, del siglo VIII a.C., son también de cremación, siendo muy escasas las inhumaciones, ya a partir del siglo VII a.C. y relacionadas con mujeres y niños principalmente. De nuevo el ustrinum rectangular de tamaño humano es la estructura principal de estos túmulos donde se recogían algunos huesos calcinados para depositarlos en urnas cerámicas que se depositaban en huecos realizados en la roca. Las urnas, cuyo tipo característico, junto con las de cerámica gris, es el denominado «Cruz del Negro» por ser en esta necrópolis donde primero se documentaron, se han convertido en un símbolo de la identidad cultural de Tarteso, pues se extienden por todo el ámbito del sudoeste peninsular, pero también por las zonas periféricas de los valles del Tajo y Guadiana e incluso por el Levante peninsular e Ibiza, lo que ha servido para configurar el mapa de dispersión de la cultura tartésica y su capacidad de influencia. No obstante, este tipo de urna también se documenta por buena parte del Mediterráneo central y el norte de África, mientras que son escasas, curiosamente, en contextos puramente fenicios. Pero lo que nos interesa señalar es que la profusión de este tipo de urna coincide con el momento de mayor esplendor de la cultura tartésica, armonizando con la exposición de ajuares repletos de objetos de origen Mediterráneo o de estilo Orientalizante, ya realizados en talleres peninsulares, caso de los marfiles, los broches de cinturón, las fíbulas, la rica orfebrería, los vidrios o los jarros de bronce, por poner los ejemplos más conocidos.

Por último, recientemente se ha excavado una nueva necrópolis que ha ayudado a entender mejor el significado social y ritual de estos sitios. Se trata de la Angorrilla, en Lora del Río (Sevilla), junto al Guadalquivir, una necrópolis con más de sesenta tumbas cubiertas por un túmulo artificial hoy perdido. Las tumbas más antiguas datan del VIII a.C., pero sin duda lo más llamativo es que ya en esas fechas se practicaba también la inhumación, un hecho prácticamente inédito hasta ahora que nos invita a pensar que se podría tratar de un rito ya practicado con anterioridad por las poblaciones indígenas. Por su parte, la jerarquización del espacio y los rituales llevados a cabo no desentonan con el resto de las necrópolis tartésicas.

Uno de los focos más importantes de la cultura tartésica es sin duda la ciudad de Huelva, donde no se puede atestiguar de forma fehaciente la existencia de una colonia fenicia, aunque sí la de un importante asentamiento fenicio que estaría relacionado con el intercambio comercial entre el Atlántico y el Mediterráneo, seguramente vinculado a la explotación metalúrgica desde los momentos más antiguos de la colonización como demuestran los objetos recuperados en el solar Méndez Núñez-Plaza de las Monjas de la ciudad. De aquí deriva precisamente la enorme importancia de la necrópolis de la Joya, de cuyas ricas tumbas se pueden extraer sólidas hipótesis sobre la estructura social de Tarteso, pero sin olvidar que se tratan, una vez más, de tumbas pertenecientes a los personajes más destacados de esa sociedad. La población de Huelva estaría muy vinculada a la explotación minero-metalúrgica desde el Bronce Final, por lo que no responde a los cánones socioeconómicos y culturales que hemos visto en otras zonas más vinculadas con la economía agropecuaria; además, su posición estratégica como uno de los focos del comercio atlántico, habría permitido a sus jefaturas negociar con los comerciantes fenicios sobre bases muy diferentes. Esto explicaría la temprana llegada de los comerciantes fenicios a la zona, como también manifestaría la ausencia de una colonia en esta área. Por ello, las necrópolis de Huelva, y especialmente la de la Joya, ofrecen una mayor presencia de expresiones indígenas en sus tumbas, mientras que no se ha detectado ni un solo enterramiento genuinamente fenicio. A pesar de todo ello, la necrópolis de la Joya, de gran originalidad y riqueza, difiere en poco del resto de necrópolis tartésicas en cuanto al ritual y al ajuar recuperado; así, dominan las cremaciones sobre las inhumaciones; las urnas pertenecen en su mayor parte al tipo «Cruz del Negro»; hay una gran variedad de platos y vasos fenicios; o aparecen asociados los jarros y braserillos de bronce. Sin embargo, los ajuares están compuestos por un gran número de materiales indígenas que prevalecen sobre los productos exógenos. Destaca entre otras la tumba 17, una fosa de más de 10 m2 en la que se empleó leña y cal para acelerar el proceso de cremación del cadáver de un personaje especialmente destacado que se rodeó de un magnífico ajuar compuesto por el conjunto de jarro y braserillo de bronce, un espejo, un quemaperfumes, un cinturón y diferentes objetos de uso personal, pero entre los que destaca especialmente un carro y los atalajes de los caballos del tiro; así mismo, el difunto se rodeó de elementos de clara tradición fenicia como las ánforas tipo R-1, los platos de barniz rojo, los vasos de alabastro, etc., pero junto a otros vasos cerámicos indígenas hechos a mano. Las tumbas de la Joya, denominadas «principescas» por la riqueza de sus ajuares, no sobrepasan el siglo VII a.C., por lo que son algo más modernas que las procedentes del valle del Guadalquivir o Cádiz, lo que demostraría que la sociedad de Huelva, al no ser colonizada, tardó más tiempo en asimilar los rituales fenicios, reservados en todo caso a las jefaturas de la zona (fig. 28).


Fig. 28. 1. Tumba 9 de la Joya, Huelva (según Garrido, 1970); 2. Tumba 17 de la Joya (según Garrido y Orta, 1978).

Sin embargo, y a pesar de la riqueza de estas tumbas, seguimos sin poder resolver la cuestión del control de la sociedad por parte de estas jefaturas. En efecto –y sigue siendo uno de los puntos aún sin aclarar de la arqueología tartésica–, apenas se han podido recuperar algunas armas en las tumbas más destacadas de Huelva, mientras que son prácticamente inexistentes en el resto de necrópolis tartésicas, así como en poblados o santuarios. Esta circunstancia choca con la representación de los guerreros de las estelas del Bronce Final que, sin embargo, a medida que se adentran en época tartésica, abandonan paulatinamente las armas que los acompañan en favor de los objetos de prestigio llegados del Mediterráneo. Por lo tanto, parece que el control de la sociedad debió estar bien asegurado a través de un potente poder político y económico que dejaría el control militar en manos de grupos relacionados con el parentesco de estas jefaturas y cuyas tumbas no se han encontrado por el momento.

El ritual tartésico terminó por extenderse por toda su periferia geográfica, dejándonos ejemplos muy significativos en los valles del Guadiana y del Tajo. Entre las necrópolis destaca especialmente la de Medellín (Badajoz), que comienza a funcionar, como mucho, a principios del siglo VII a.C., y donde sólo se han documentado cremaciones acompañados por rituales muy similares a los del núcleo de Tarteso, si bien, y como es lógico, la influencia indígena aporta algunas novedades reseñables como las estructuras de guijarros que cubren algunas de sus tumbas. Una tumba de especial importancia por la riqueza de su material y por hallarse en la zona más septentrional hasta ahora localizada es la de Belvís de la Jara (Toledo), con materiales que conectan directamente con el área nuclear de Tarteso.

A partir del siglo VII a.C., los ajuares de las tumbas comienzan a incorporar de forma generalizada objetos ya realizados en la península, aunque de fuerte influencia orientalizante; se trataría de talleres, bien abiertos por los fenicios en las colonias y en los que participarían activamente los indígenas, o bien de talleres indígenas, duchos en la elaboración de algunos productos de orfebrería y metalistería desde el Bronce Final, que incorporarían las nuevas técnicas de elaboración mediterránea. Es a partir de este momento, sino antes, cuando podemos hablar con propiedad de necrópolis tartésicas, donde las tumbas contrastan con la austeridad del ritual fenicio y donde se acentúa la jerarquización de los espacios, una derivación de la estructura social indígena que se debió respetar en Tarteso hasta la desaparición de su cultura. Además, vemos cómo a partir de ese momento hay una profusión de elementos indígenas como los vasos à chardon, las cerámicas a mano bruñidas, las urnas bicónicas, las fíbulas de doble resorte o los típicos broches de cinturón; pero también se siguen depositando elementos de clara filiación fenicia como los platos y cuencos de barniz rojo, las lucernas de pico, las cáscaras decoradas de huevos de avestruz, los escarabeos, los marfiles decorados, etc.; mientras que ya están ausentes otros elementos típicos de las necrópolis fenicias más antiguas como los jarros de boca de seta o trilobulada.

La protohistoria en la península Ibérica

Подняться наверх