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I. Algunas precisiones conceptuales sobre metodología, terminología y cronología

La consideración de la cultura fenicio-púnica como protohistórica no es del todo correcta por cuanto este concepto engloba a aquellas comunidades ágrafas descritas por testigos ajenos a ellas, o bien a poblaciones con escritura no descifrada aún; en uno y otro caso no dispondríamos de informaciones escritas vernáculas. Sin embargo, la escritura fenicia y sus formas evolucionadas (púnica y neopúnica) son perfectamente legibles, aunque los testimonios, sobre todo los epigráficos, aun siendo abundantes, aportan una información muy limitada. Es conocida, además, la pérdida irrecuperable de fuentes escritas fenicias conservadas en bibliotecas y archivos, o transmitidas por autores de origen fenicio o griegos al servicio de Cartago, como Filino de Agrigento (Polibio I, 14), narrador de los acontecimientos de la Primera Guerra Púnica, Sileno de Calacte, autor de una historia de Cartago (Cicerón, Divinat. Lib. I), o Sósilo de Lacedemonia, profesor de griego e historiógrafo de Aníbal.

Así, hay referencias textuales de unos Libri Punici (Sal., Bell. Yug., XVII, 7), de una Historia Poenorum (Ps.-Arist., Mir. Ausc. 134) y de una Punica Historia (Serv., in Aen, I, 343), y de ciertos anales púnicos conservados al menos hasta el siglo IV (Avieno, Or. Mar., 414; Agustín de Hipona, Ep. XVII, 2). Las bibliotecas de Cartago debieron sobrevivir a la destrucción de la ciudad en 146 a.C. porque, según Plinio (Nat. XVIII, 22), el Senado romano había regalado los fondos a dinastas africanos, uno de cuyos descendientes, Juba II (ca. 52 a.C.-23 d.C.), aún los pudo consultar.

Son igualmente numerosos los testimonios directos e indirectos sobre archivos reales y de santuarios, sobre cuerpos de escribas en los templos de las principales ciudades fenicias de oriente y occidente, como tampoco son excepcionales las alusiones a autores de origen fenicio (Sancuniatón de Beritos, Filón de Biblos, Antípatros de Sidón, etc.), y a obras y a escritores de géneros literarios diversos: agronomía (Magón), geografía (en Amiano Marcelino XXII 15, 8; y Solino XXXII 2), filosofía, derecho público e internacional, poesía (Meleagro, Apolonio de Kition), épica y mitología, periplografía (Hanón, Himilcón) y cronística. Por último, y sin insistir más en ello, del extremo occidental sólo se conservan algunas referencias a archivos y registros de carácter histórico, geográfico y económico del templo de Melkart-Hércules de Gadir, y a un autor ya tardío, Moderato de Gades (siglo I d.C.), que lideraba una escuela filosófica.

Sobre metodología: las fuentes de información

Todos estos datos confirman la existencia de una cultura gráfica y de una tradición literaria centenaria en las comunidades fenicias de oriente y de la diáspora, pero también la pérdida irrecuperable de todo este acervo cultural. Este hecho condiciona lógicamente la metodología que empleemos en la construcción de la historia de estas poblaciones, al no disponer apenas de fuentes escritas vernáculas, sino tan sólo de una colección exigua de textos griegos y latinos –en su mayor parte inconexos y tardíos– y de un amplísimo caudal de datos arqueológicos, en algunos aspectos aún por sistematizar.

Hay que ser conscientes, por tanto, de la capacidad informativa de una y otra fuente, y de los límites de ambas. Los testimonios de autores griegos y latinos constituyen una visión etic (exógena, exoétnica) de las comunidades de origen fenicio, y por tanto deben ser analizadas teniendo en cuenta los conocimientos reales sobre otros pueblos de unos y otros, la evolución de la producción literaria clásica y de sus géneros a lo largo de más de un milenio, los intereses de los autores, sus prejuicios étnicos y, sobre todo, la condiciones de creación, transmisión y fosilización de noticias gestadas a lo largo de este extenso periodo, que podríamos acotar grosso modo entre el 500 a.C. y el 500 d.C. Los textos informan, centrándonos en Iberia, de hechos políticos y bélicos puntuales, como la Segunda Guerra Púnica, de aspectos geográficos y étnicos, de la onomástica, de fenómenos asombrosos, o de la evemerización de mitos clásicos en las tierras extremo-occidentales, que son, en definitiva, los conocimientos –reales o no– que los griegos acumularon desde el siglo VII hasta el III a.C., y, tras la conquista romana, recopilaron, o elaboraron como testigos directos, autores griegos y latinos de época tardohelenística e imperial romana. Salvo hallazgos muy ocasionales, como el del papiro de Artemidoro, se trata de un cuerpo de información cerrado, aunque admite continuas revisiones y exégesis.

El registro arqueológico es, al contrario, un corpus de datos emic, vernáculo, conformado por aquellos restos materiales producidos por estas comunidades y preservados una vez amortizados, que, de manera casual o sistemática, y a lo largo de los últimos cien años, se han ido integrando en el mismo. Al contrario que los textos, es un corpus (casi) ilimitado, dinámico, pues incorpora constantemente nuevos datos, aunque estos no están exentos de problemas de interpretación, entre ellos la propia consideración de los restos arqueológicos como púnicos, una categorización étnica y cultural que nosotros adjudicamos y de la que probablemente no eran conscientes las poblaciones analizadas.

La categoría «registro arqueológico» reúne datos de diversa naturaleza que tienen en común su documentación a través de la metodología arqueológica (excavación, prospección), su estudio mediante análisis privativos de la disciplina arqueológica (arqueometría, tipología, geoarqueología, estudio del territorio y del paisaje, etc.), y su interpretación a través de las tendencias epistemológicas existentes. La investigación arqueológica perfila otro tipo de historia, más atenta a los procesos históricos de larga duración que a los personajes y a los hechos históricos, por lo que es capaz de generar una imagen diferente de cualquier sociedad sin memoria escrita o sin memoria conservada, sobre todo de aquellos aspectos sin voz en la historia textual: costumbres funerarias y religiosas, tipos de asentamiento, distribución de la población y explotación económica del territorio, comercio, artesanía, datos demográficos, etcétera.

Entre los testimonios arqueológicos hay dos grupos que, por sus características y la especialización de sus estudios, merecen un tratamiento aparte: las monedas y los epígrafes. Las primeras se pueden analizar casi siempre como documentos epigráficos ya que suelen incorporar leyendas, normalmente topónimos y en ocasiones fórmulas sobre la autoridad de emisión, pero no son sólo soportes epigráficos sino también fuentes de información sobre la economía de estas comunidades, sus relaciones con otros estados (Cartago, Roma), sus símbolos identitarios, la metrología o los estudios de circulación monetaria. El único problema es que su adopción por las ciudades púnicas de Iberia es relativamente tardía, las más precoces (Gadir, Ebusus) a principios de siglo III a.C., aunque la mayoría acuñaron después de la Segunda Guerra Púnica y, por ende, bajo la administración romana.

En cuanto al segundo grupo, asumido que la mayoría de los soportes escriptorios utilizados por los fenicios, como el papiro, sólo se conservan en condiciones determinadas, queda la duda del volumen de documentación perdida, que debió ser notable como cultura con tradición gráfica que fue. De este conjunto, sólo han sobrevivido los epígrafes en soportes duros (piedra, cerámica, moneda) que, aunque numerosos desde el punto de vista cuantitativo, contienen informaciones limitadas habitualmente a iniciales, numerales, topónimos, teóforos o cortas fórmulas reiterativas.

Sobre terminología

¿Fenicios o púnicos?

La confusión terminológica a la hora de otorgar un etnónimo genérico a estas poblaciones es considerable porque, como veremos, fueron muchos los nombres con los que los escritores griegos y latinos designaron a estas poblaciones. La raíz del problema está en que las comunidades que nosotros denominamos fenicias y/o púnicas no se consideraban a sí mismas como tales, porque no eran étnicos autoasignados, sino los utilizados por los griegos (Phoïnix, phoenices), de los que derivarían posteriormente las palabras latinas Poenus (poeni en plural) y su adjetivación poenicus (o punicus). No sabemos en realidad cómo se denominaban a sí mismos, si es que llegaron a asignarse un étnico aglutinante, quizá cananeos (chanaani), porque así era como se denominaban a sí mismos los habitantes del Sahel tunecino para distinguirse de los cristianos en tiempos de Agustín de Hipona (Ep. ad Rom. 13), aunque la identificación entre cananeos y fenicios sea tardía y no haya una asimilación completa entre ambas nociones.

El problema se complica por el uso, a veces indiscriminado, que hacen helenos y romanos de estos etnónimos y de un tercero, cartagineses (karchedonioi), y de la utilización que hacemos de ellos los historiadores contemporáneos, confundiendo aspectos étnicos, políticos y cronológicos, y generando vocablos que no fueron utilizados ni por unos ni por otros, como «fenicios occidentales». Los grecoparlantes emplearon el término «fenicio» con un valor étnico, el de pueblo, y el de «cartagineses» con un valor político, como habitantes de la ciudad norteafricana, de manera que estos últimos se incluían entre los primeros, como, por ejemplo, los naturales de Tiro, de Sidón o de Ebuso (Diod., V, 16, 3).

Por su parte, los latinohablantes emplearon tres étnicos: Phoenix, Poenus y Karchedonioi. Poenus –y su derivación poenicus o punicus– es la forma más antigua, derivada del griego, y es sinónimo de fenicio. Sin embargo, cuando Roma entró en contacto con Cartago, recurrió a la palabra Phoenix para distinguir a los habitantes de Fenicia de los poeni, sus interlocutores norteafricanos. Esto, no obstante, no fue una norma estricta si nos atenemos a los testimonios de Varrón (De lengua latina VIII, 23 y 36), quien utiliza poenicum como equivalente de fenicios; o Cicerón, para el que poeni es también sinónimo de Phoenicum (Pro Scauro XIX). Griegos y latinos no dudaron de la identidad común entre unos y otros, como Estrabón (III, 2, 14), al establecer una continuidad étnica entre los colonos fenicios de Iberia y el imperio cartaginés; o Plinio (Nat. III, 8), quien transmite la idea de M. Agrippa de que la costa de Iberia fue en su origen de los púnicos.

Nosotros emplearemos indistintamente los étnicos «fenicio» y «púnico» como sinónimos, aunque dado el matiz cronológico y geográfico del segundo, asumido convencionalmente por muchos como equivalente a las comunidades fenicias de época poscolonial del Mediterráneo central y occidental, prefiramos utilizarlo de manera sistemática, siendo conscientes de que no es asimilable a cartaginés, gentilicio con el que nos referiremos exclusivamente a los habitantes de la ciudad norteafricana.

Los fenicios «invisibles»: mastienos, tartesios, cinetes, bástulos

El problema terminológico-étnico se complica aún más cuando constatamos que el etnónimo «fenicio» adscrito a Iberia fue empleado en muy contadas ocasiones (Heródoto, Pseudo-Escílax) antes de la conquista romana, siendo un fenómeno característico del tardohelenismo. Esta «invisibilidad» de los fenicios se puede explicar, no obstante, si valoramos la existencia de otros etnónimos utilizados para designar a las poblaciones del litoral meridional mediterráneo y atlántico de Iberia, el área colonizada y habitada por los fenicios desde el siglo IX a.C.

La frecuentación de las costas ibéricas por navegantes y comerciantes griegos durante los siglos VII y VI a.C. propició la elaboración un mapa geográfico y étnico de Iberia muy esquemático, fijado hacia 500 a.C. en la obra Descripción de la Tierra de Hecateo de Mileto (fig. 1). De esta periégesis han quedado algunos vestigios en obras tardías que pueden dar una idea aproximada de cuál era la imagen del Extremo Occidente al final de la época arcaica. Paradójicamente en ella no hay alusiones a fenicios, pero sí a pueblos y ciudades del litoral meridional y oriental de Iberia: tartesios, elbestios, mastienos e íberos. Este es el esquema étnico que perduró hasta la conquista romana, aunque quedaron huellas de él en obras tardías, como la Ora Maritima de Avieno (siglo IV d.C.). En el siguiente esquema sintetizamos esta información:



Fig. 1. Mapa de Hecateo de Mileto (ca. 500 a.C.) y reconstrucción etnogeográfica del litoral meridional de la península Ibérica.

¿Cuál es el criterio seguido en estas clasificaciones étnicas? Extraña sin duda la ausencia de los fenicios, sobre todo si nos cercioramos por la documentación arqueológica de que samios y foceos habían frecuentado los activos puertos fenicios del Extremo Occidente y conocían su realidad étnica. La explicación a este enigma podría estar en que, en la elaboración de esta etnografía sintética, no intervinieron criterios de clasificación antropológicos y culturales sino geográficos, de manera que los habitantes de esos parajes serían agrupados según el topónimo de la región donde residían, ya fuera este de origen autóctono (Tarteso, Mastia), o un préstamo procedente de otra parte de la ecúmene (Iberia).

El criterio seguido fue, por tanto, el habitual entre los marinos y comerciantes que divisaban, describían y sectorizaban la costa teniendo en cuenta grandes hitos geográficos que permitían identificar el recorrido. Así, el litoral meridional y oriental de la península se compartimentaría de oeste a este en cuatro grandes áreas: la de los cinesios o cinetes (Hdt. II 33; IV 49) –cuyo etnónimo evolucionado (conios, cunetes) Estrabón (III 1, 4) relacionaría etimológicamente siglos después con la forma de cuña de la región–, extendida desde el cabo de san Vicente hasta la desembocadura del río Guadiana; Tarteso, desde este punto hasta las Columnas de Heracles, es decir, el golfo de Cádiz; Mastia, desde el estrecho de Gibraltar hasta un punto indeterminado de la costa levantina (¿cabo de Palos?); e Iberia, hasta el golfo de León.

Esta división étnica no incumbiría, como hemos comentado, a los aspectos antropológicos y culturales de estas poblaciones, pero es posible valorar otras noticias literarias y el registro arqueológico para indagar sobre el componente étnico de ellas. Otros datos extraídos de la obra de Hecateo informan de ciertas ciudades mastienas cuyos nombres se conservaron hasta época romana y son fácilmente identificables con poblaciones actuales: Sualis-Suel-Fuengirola, Sixo-Sexi-Almuñécar y Menobora-Maenoba-Torre del Mar. En los tres casos se trata de fundaciones fenicias. Por otro lado, algunas tradiciones más tardías identifican Tarteso como uno de los nombres de Gades (entre otros, Sall., Hist. II, 5; Plin., Nat. IV, 120; Avieno, Or. Mar. 85), o con Carteia (Mela II, 96; Plin. III, 8, 17), ambas colonias fenicias de época arcaica, o bien apodan al tartesio Argantonio como gaditano (entre otros, Cic. De sen. XIX 69; Plin. Nat., VII 156). Si contrastamos estos datos con el registro arqueológico, testigo irrefutable de la colonización fenicia desde las costas portuguesas hasta la desembocadura del río Segura (Alicante), nos cercioraremos de que cinetes, tartesios y mastienos tenían un componente étnico fenicio o culturalmente mixto, dependiendo del proceso colonizador, de la región y del contexto (urbano o rural).

Tras la conquista romana hubo un cambio en la nomenclatura de los pueblos del litoral meridional de Hispania: conios o cunetes, turdetanos-túrdulos y bástulos, aunque sería más acertado hablar de evolución si valoramos las hipótesis que establecen un cambio fonético o de trascripción de los mismos etnónimos: de cinetes a cunetes, de tartesios a turdetanos y túrdulos, de mastienos a bástulos. En el caso de estos últimos no hay duda de que ambos constituyen un mismo ethnos porque las ciudades ahora bástulas son las que antes eran consideradas mastienas. Pero observamos una novedad en esta fase: hubo una identificación de los bástulos con las poblaciones fenicio-púnicas, como queda patente en la aparición de étnicos mixtos como blastofenicios (App. Iber. 6) o bástulo-púnicos (Marcian. II 9), o la asimilación expresa de Ptolomeo (II 4, 6) entre bástulos y púnicos. En el cuadro siguiente sintetizamos la etnonimia posterior a la conquista romana:


Los bástulos, sin embargo, no eran únicamente oriundos de la antigua región mastiena, ya que compartían con los túrdulos la habitación de la costa occidental de la Bética, la antigua Tarteso (Mela, Chor. II 3; Plin., Nat. III 8). Es más, en la nueva ordenación provincial romana, los bástulos no dispusieron de un territorio étnico administrativamente reconocido sino que se integraron en su mayor parte en Turdetania, en la provincia Ulterior y, tras la reorganización de Augusto, en la Bética y en el conuentus gaditano, aunque otro sector, el más oriental, quedó adscrito a la Citerior, y posteriormente a la provincia Tarraconense.

No obstante, los autores de época tardohelenística eran plenamente conscientes del peso demográfico y cultural de los fenicios en la configuración étnica de Turdetania-Bética, si atendemos a la cita de Estrabón (III 2, 13) referente a que los habitantes de Iberia «llegaron a estar tan sometidos a los fenicios que la mayor parte de Turdetania y de las regiones vecinas se hallan en la actualidad habitadas por aquellos». Esta es la conclusión a la que llegó el geógrafo de Amasía después de consultar fuentes autópticas (Polibio, Posidonio, Artemidoro) de mediados del siglo II y principios del I a.C., en un momento en el que se estaba produciendo una revalorización de «lo fenicio» en todo el Mediterráneo, y en concreto en Hispania, como un antecedente civilizado de la «romanización».

La etnonimia del área meridional de Iberia-Hispania es, por tanto, como un palimpsesto donde se pueden advertir estratificadas las fases y los criterios de asignación de étnicos (siempre externos a las poblaciones descritas) a lo largo de más de quinientos años. Cinetes, tartesios y mastienos recibieron sus respectivos etnónimos de las regiones que habitaban, aunque todos compartían en diverso grado un componente étnico y cultural fenicio. Tras la conquista romana, el criterio geográfico dejó paso al étnico, identificándose bástulos con fenicio-púnicos, a la vez que se elaboraba una genealogía y, en cierta manera, una apología de la colonización fenicia de Iberia. Fue entonces, y no antes, cuando los términos «fenicio» y «púnico», casi siempre sinónimos, empezaron a ser usados asiduamente, conscientes de la trascendencia de la colonización fenicia en la historia y en la configuración étnica de las poblaciones meridionales de Hispania.

En la Antigüedad Tardía (siglos IV-V d.C.) se produciría un fenómeno paradójico, atribuible a la capacidad retroalimentadora de la literatura grecolatina: Avieno resucitaba la clasificación étnica más arcaica, creada novecientos años antes de su época, al mismo tiempo que Marciano de Heraclea, consultando a Ptolomeo, rescribía un periplo, ya anacrónico, en el que se exponía la etnonimia de época tardohelenística.

Los libiofenicios

En este sintético esquema étnico hay, sin embargo, una anomalía: la comparecencia de libiofenicios, introducidos en el mapa paleoetnológico por dos autores de época romana, Pseudo-Escimno y Avieno, cuya trascendencia en la historiografía española ha sido inversamente proporcional a la calidad y fiabilidad como fuentes de conocimiento para la descripción étnica de Iberia. El problema de origen reside, como veremos, en la identificación desde el siglo XIX de estos libiofenicios con determinadas cecas neopúnicas del sur de Iberia y, por otro lado, en una lectura exenta de exégesis de estos testimonios literarios. Una y otra han propiciado interpretaciones tan dispares como las que conciben a estos libiofenicios como colonos de Cartago establecidos en el litoral mediterráneo andaluz desde fines del siglo VI a.C. para repoblar los antiguos asentamientos fenicios, explotar las riquezas del sur de Iberia o repeler la amenaza de pueblos íberos, identificándolos a veces con los bástulos y blastofenicios; o bien como poblaciones de origen norteafricano, sobre todo númidas, trasladadas a Iberia durante la Segunda Guerra Púnica y asentadas en zonas poco habitadas de Lusitania.

Los libiofenicios son, como su nombre indica, originarios de África, pero su identidad étnica no está bien definida en los textos griegos y latinos. Diodoro (XX, 55, 4) y Livio (XXI, 22; XXV, 4) señalaban que eran una mezcla de púnicos y africanos, y que tenían lazos de epigamia con los cartagineses (Diod. XX, 55, 4), es decir, que podían celebrar matrimonios mixtos. Polibio (VII, 9, 3), testigo y colaborador de la destrucción de Cartago en 146 a.C., refiere que eran dependientes de Cartago y que se regían por las mismas leyes. Autores posteriores, como Estrabón (XVII, 3, 19), Plinio (V, 24) y Ptolomeo (IV, 3, 6), los identifican con poblaciones establecidas en diversas regiones, entre el litoral y las montañas de Getulia, o al sur de Cartago, en la región de Buzakitis o Byzacium, respectivamente.

Hay, sin embargo, noticias sobre la política colonizadora con libiofenicios de Cartago: Aristóteles (Pol. II, 11, 1273b, 19), en el siglo IV a.C., informaba de que el estado cartaginés, mediante el asentamiento de libiofenicios en sus posesiones, pretendía aliviar la presión demográfica y las confrontaciones sociales; también, según consta en el periplo de Hanón (1, GGM I, 1), un controvertido texto griego de época helenística, el estado cartaginés envió con Hanón 60 barcos (pentecónteras) y unos 30.000 hombres y mujeres para repoblar el litoral entre la Columna de Heracles africana (Abila) y la ciudad fenicia de Lixus.

Lógicamente ni en uno ni en otro texto se hace mención alguna a Iberia, pero los espurios testimonios de Pseudo-Escimno y Avieno ofrecen la oportunidad de hacer partícipe a la península de esta política colonizadora. Una revisión de estos y de otros textos permitirá cerciorarnos de que se trata de una ficción. En primer lugar, los libiofenicios aparecen en otras dos ocasiones relacionados con Iberia, pero en su contexto original, es decir, durante la Segunda Guerra Púnica, dentro de la política anibálica de deportaciones y de traslados de tropas para evitar revueltas, manteniendo como rehenes a grupos socialmente significativos de uno y otro lado del Estrecho. Polibio (III, 33, 14-16) y Livio (XXI, 22, 2-3) aportan unas cifras similares, con variaciones poco significativas, de los contingentes multiétnicos de mercenarios trasladados de África y de otras partes del Mediterráneo occidental a la península, entre ellos 450 libiofenicios y africanos, reputados jinetes, una proporción ciertamente minoritaria en comparación con los 1.800 númidas y 11.800 infantes africanos, y más cercana a los 300 ilergetes, procedentes del nordeste de Iberia, y a los 500 baleares.

En segundo lugar, los mapas étnicos que aportan Pseudo-Escimno y Avieno no son el fruto de investigaciones o especulaciones geoetnográficas, ni de situaciones pasadas ni lógicamente del contexto coetáneo a sus respectivas fechas de redacción. Ambas obras tienen en común elementos formales y contextuales, como su inclusión en obras versificadas que adoptan en apariencia la estructura de un periplo, aunque los cambios de dirección en el recorrido y los repetidos excursos, entre otros criterios, impiden considerarlos como tales, y sí como poemas eruditos con fines pedagógicos y anticuaristas. A pesar de que ambas son fuentes tardías para los contextos que presumiblemente describen, la antigüedad atribuida a las noticias se basan única y exclusivamente en las supuestas fuentes de Pseudo-Escimno (Éforo) y de Avieno (periplo massaliota arcaico de autor anónimo), aunque en ninguno de los dos casos se reprodujo una cartografía verosímil, trufada con numerosas adulteraciones, si la contrastamos con las informaciones de Hecateo, Heródoro, Teopompo y Polibio.

La Orbis Descriptio de Pseudo-Escimno (ca. 90 a.C.) es un manual versificado en griego destinado a los escolares y carece de entidad como obra periegética o geográfica. Por ejemplo, la confusión en la dirección del recorrido hace situar la ciudad de Tarteso (un dato en sí de época romana) al este de Cádiz, y ubicar a orillas del mar Sardo, de oeste a este, a libiofenicios, «colonos de Cartago», tartesios, íberos, bébrices, ligies (ligures), seguidos de las colonias massaliotas de Emporion y Rodhe. Tartesios, íberos y ligures, aunque distribuidos arbitrariamente, son pueblos presentes en otras ordenaciones étnicas, pero los bébrices constituyen un ethnos mítico de Bitinia (norte de Asia Menor, a orillas del mar Negro) que aparece en la historia de los Argonautas.

Como señalábamos más arriba, para dotar de mayor antigüedad a la colonización libiofenicia en el litoral andaluz se ha recurrido a la supuesta fuente de la Orbis Descriptio, a Éforo de Cumas (siglo IV a.C.), sin advertir que esto redunda en el descrédito del propio texto, pues Éforo carecía de conocimientos sobre la realidad geoetnográfica de la península, y mostraba una evidente tendencia a la idealización propia de la escuela isocrática, utilizando los poemas homéricos como fuente de inspiración (por ejemplo, reproduce el mítico nombre de Eritea dado a Gades, en Plin., Nat. IV, 120). Además incurrió en errores conceptuales de bulto, como la idea de que los celtas poblaban todo el Extremo Occidente, dejando reducidos a los íberos al perímetro de una ciudad. En realidad, Éforo era un historiador de cultura libresca y reprodujo la idea extendida en su época de que la tierra era un paralelogramo cuyos extremos estaban habitados por pueblos bárbaros, celtas e indios, a oeste y este, y al norte y al sur, escitas y etíopes.

El de Avieno (Or. Mar., 419-424) es un caso similar por cuanto la atribución de una cronología arcaica (siglo VI a.C.) a una colonización libiofenicia en Iberia se debe exclusivamente a la supuesta fuente utilizada por el autor, casi mil años después de su hipotética redacción. En esta ocasión los «feroces» libiofenicios habitarían junto al río Criso, acompañados de tartesios, cilbicenos y masienos, en una composición que tiene evidentes rasgos arcaicos, pero no debidos a la utilización de un periplo-base massaliota como siempre se ha sostenido, sino a la mezcla indiscriminada de noticias antiguas y contemporáneas, con el rasgo común del gusto por lo arcaizante. En esta amalgama confusa de datos de diversas épocas y orígenes, un número importante de topónimos e hidrónimos son de origen griego arcaico, de la época de las colonizaciones milesia y focea, de manera que se aprecia en el poema un fenómeno curioso de repetición de topónimos gemelos localizados en el ámbito del mar Negro (Prepóntide, Helesponto, Bitinia), en el golfo de León y en la península Ibérica.

La Ora Maritima es, por tanto, un poema didáctico y erudito de breve extensión y escaso valor literario, apreciable como fuente de datos, algunos muy antiguos, pero no puede ser considerado un periplo por sus características compositivas, ajenas al género periplográfico, ni por las numerosas extrapolaciones y excursos de diversas épocas. Por el contrario, se integra perfectamente en el momento histórico de Avieno, el renacimiento constantino-teodosiano o renovatio imperii, un movimiento intelectual que pretendía la vuelta a las fuentes clásicas, revitalizando géneros y formas literarias ya caducas.

En el ámbito de la investigación histórico-arqueológica, el hecho más significativo en el estudio de los libiofenicios en Iberia, quizá haya sido la identificación por Zobel de Zangróniz en 1863 como libiofenicias de un conjunto de cecas del sur peninsular. No hay que perder de vista que en el siglo XIX y durante buena parte del XX, las fuentes literarias «clásicas» (en el sentido de canónicas) eran consideradas la única fuente de autoridad, y en pleno auge de la arqueología filológica, la cultura material tenía como objetivo confirmar y complementar aquello que los textos apuntaban. La prueba de la existencia de libiofenicios la halló Zobel en ciertos talleres monetales (Arsa, Asido, Bailo, Iptuci, Lascuta, Oba, Turrirecina y Vesci) que tenían en común el uso de un alfabeto neopúnico no normalizado, motivo por el que fueron segregadas artificialmente del resto de las cecas púnicas y neopúnicas. Suponemos que en este juego de atribuciones intervino también la identificación del río Criso (donde se asentaban los libiofenicios de Avieno) con el río Guadiaro, en la provincia de Cádiz, en un área geográfica cercana a donde se situaba la mayoría de las cecas.

Sin embargo, los estudios epigráficos, lingüísticos y arqueológicos han desmentido cualquier relación de estas cecas con una colonización libiofenicia, y las reintegra en el contexto de las acuñaciones púnicas y neopúnicas de la Ulterior, aunque, dada la localización de estos talleres en zonas más alejadas de la costa, y la fecha de las acuñaciones, entre la segunda mitad del siglo II y mediados del I a.C., se advierten síntomas de escasa normalización debidos precisamente a su aislamiento. Lógicamente, la destrucción de Cartago en 146 a.C. tuvo como consecuencia una descentralización lingüística que dio lugar a varias formas de escritura neopúnica, fenómeno que se advierte en estas cecas en formas aberrantes y síntomas de latinización, como la tendencia a la vocalización y a la escritura dextrógira.

Según su localización geográfica se han distinguido dos grupos de cecas: el de la trascosta gaditana, en las serranías de Cádiz y Málaga, y el de la Baeturia túrdula (Arsa, Turrirecina), en el sur de la provincia de Badajoz. La utilización del alfabeto neopúnico y de ciertos tipos monetales (cabeza de Melkart-Hércules, atunes, delfines) en estos talleres se ha interpretado como una expresión de la integración económica de estas ciudades en un circuito liderado por Gades, basado, en lo que se refiere a las cecas del grupo asidonense, en la explotación de minas de sal gema y de arroyos salados para suministrar sal a la «industria» de salazones, y, en el de la Baeturia túrdula, en el aprovechamiento de los recursos mineros de la zona.

Sobre cronología: criterios de periodización

En la historia de la colonización fenicia de Iberia está firmemente asentada la secuencia cronológica tripartita que establece un periodo «fenicio» o arcaico de la colonización (siglos VIII-VI a.C.), que se ha ido ensanchando en antigüedad hasta el siglo IX a.C. por nuevos hallazgos y dataciones absolutas (incluso se ha propuesto una fase previa de precolonización en los siglos XI-X a.C.), una etapa «púnica» (siglos V-III a.C.), y una tercera fase «tardopúnica» o «neopúnica» (siglos II-I a.C.), ya bajo la administración romana.

Esta división temporal es fruto de un proceso historiográfico alambicado de siglos y de tradiciones cruzadas que tiene como ingredientes, por un lado, la noción biologicista de surgimiento, auge y decadencia de las culturas; por otro, el paradigma invasionista que entiende los cambios culturales como consecuencias de la sustitución de unas poblaciones por otras; en tercer lugar, la exportación de experiencias históricas centro-mediterráneas a Iberia; y, por último, la búsqueda de hitos históricos que permitan establecer cesuras o fases en un periodo prolongado de tiempo. Estos hitos han sido, tradicionalmente, la conquista de Tiro por Nabuconodosor II en 572 a.C. y el inicio de la ocupación romana de Hispania en 206 a.C. El primero contribuiría definitivamente a deshacer los lazos entre la metrópoli y las colonias, momento que sería aprovechado por Cartago para sustituir a Tiro en el dominio de las antiguas colonias fenicias del Mediterráneo central y occidental, y repoblarlas con libiofenicios, de ahí que la fase «púnica» sea considerada equívocamente como sinónimo de fase «cartaginesa».

En ocasiones también se ha contemplado una fase corta entre el segundo y el tercer periodo, la de la conquista cartaginesa de los Barca (237-206 a.C.), para algunos un hito más dentro del periodo púnico protagonizado por la omnipresencia cartaginesa, mientras que para otros constituye una fase diferente, decisiva, de la evolución de estas poblaciones.

Este esquema cronológico recibió también la sanción de los estudios arqueológicos enmarcados en el historicismo cultural, siempre atento a que cualquier mutación en el registro arqueológico constituyese la evidencia de un cambio cultural provocado por la sustitución de una población por otra. Los tradicionales fósiles-guía, las estructuras y ajuares funerarios y la cerámica, sirvieron para constatar esta transición entre la colonización fenicia y la cartaginesa, pues en todas las necrópolis se advertían transformaciones en el ritual de enterramiento desde la cremación, característica de los fenicios, a la inhumación, costumbre funeraria atribuida a los cartagineses. Paralelamente, la evolución de las vajillas cerámicas, a partir de un repertorio fenicio en el que predominaba la diversidad de formas, la bicromía y el engobe rojo, hacia el elenco vascular monótono y monócromo de época púnica, de manera casi sincrónica en el Mediterráneo central y occidental, contribuyó, a pesar de las particularidades locales, a atribuir estos fenómenos a la actuación cartaginesa.

Esta secuencia definida con tales criterios no tiene hoy vigencia, aunque se siga contemplando como periodización útil, cuando ya nadie duda de la continuidad demográfica y cultural de las comunidades fenicias, independientemente de la influencia ejercida sobre ellas por Cartago o por Roma, que lógicamente habrá que definir y calibrar. Es preciso construir la historia de estas comunidades desde su propio devenir y a través de la información vernácula, y no mediante el recurso a la historia de terceros. Por tanto, la periodización sigue siendo válida mientras esté acreditada por unas transformaciones estructurales simbolizadas, primeramente, por la transición de una sociedad colonial a otra poscolonial y por la conformación de ciudades-estados independientes; y, en segundo término, por la integración a fines del siglo III a.C. de estos microestados en dos formaciones estatales en plena expansión territorial, primero Cartago y después Roma.

La protohistoria en la península Ibérica

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