Читать книгу La protohistoria en la península Ibérica - Группа авторов - Страница 13
ОглавлениеVI. Las manifestaciones artesanales
La infructuosa búsqueda de la ciudad de Tarteso a través de los textos clásicos durante la primera mitad del siglo XX, dejó de lado su identificación arqueológica; se daba así la paradoja de que se buscaba con ahínco una ciudad de la que se ignoraban los materiales arqueológicos que la caracterizaban. Fue a partir del hallazgo en 1956 de El Carambolo, identificado en un principio con Tarteso, cuando se asimilaron los objetos allí hallados como prototipos de la cultura material tartésica. A partir de ese momento, comenzaron a encajar otros materiales procedentes del sur peninsular hasta esa fecha poco definidos culturalmente, como los tesoros de oro, los jarros de bronce, algunos tipos de cerámicas decoradas, etc. Por último, como se aludirá más adelante, las necrópolis excavadas por Bonsor en el valle del Guadalquivir entre los años finales del siglo XIX y los iniciales del XX pasaron a representar la manifestación de la muerte en Tarteso, incorporándose así una serie de objetos hasta esa fecha poco definidos. A partir de ese momento comenzaron a elaborarse mapas de dispersión de hallazgos basados en los objetos que se definían ya como tartésicos, si bien la mayor parte de ellos eran descubrimientos producidos fuera de cualquier contexto arqueológico. De esta forma, en los mapas donde se intentaba dibujar la presencia de la cultura tartésica se utilizaban tanto las necrópolis como los fragmentos cerámicos dispersos, lo que distorsionaba gravemente la verdadera dimensión de su cultura. Del mismo modo, también se han utilizado esos materiales para configurar un territorio geográfico para Tarteso, sin discriminar los tipos de objetos, cuando sabemos que la capacidad de penetración de un objeto de lujo es muy superior al de los elementos de uso común, que por otra parte siempre son mucho más indicativos.
La llegada de los fenicios supuso un avance tecnológico en todos los campos que afectó directamente a las producciones artesanales; a partir de ese momento, la orfebrería, de gran tradición en las tierras del interior durante el Bronce Final, adopta nuevas técnicas de elaboración y decorativas (fig. 20). También se incorporan nuevas técnicas y tipos en la elaboración de los bronces, abandonándose paulatinamente la industria del batido de los vasos de bronce por la del fundido, que permite fabricar vasos mucho más sólidos y sofisticados en su decoración; en este sentido, es muy relevante la introducción del jarro de bronce, uno de los objetos más característico de esta época junto al denominado «braserillo», un conjunto que se ha venido utilizando hasta hace poco como base tipológica para construir una cronología para Tarteso, lo que no deja de ser un error toda vez que estos conjuntos, y fundamentalmente los «braserillos», se siguieron utilizando en época ibérica. También irrumpe con fuerza la eboraria, el trabajo del marfil, con motivos iconográficos de clara influencia mediterránea; es interesante observar cómo en el caso de Tarteso la técnica decorativa empleada en estas decoraciones es la incisión, mientras que en los marfiles del resto del Mediterráneo predomina la decoración en relieve, una muestra de la originalidad de estos marfiles peninsulares que, no obstante, mantienen los motivos orientales en sus ornamentos.
Fig. 20. Bronce Carriazo, Museo Arqueológico de Sevilla.
El avance más significativo en el ámbito artesanal se produce con la introducción del torno de alfarero, una innovación que va a permitir revolucionar la tipología cerámica indígena al poderse crear nuevas formas con pastas más finas y resistentes, además de potenciar su especialización, hasta ese momento restringida al ámbito doméstico o comunal; pero también incidirá en el desarrollo de hornos más potentes capaces de alcanzar altas temperaturas para elaborar estos nuevos productos de calidad; y por último, repercutirá en el fomento de las redes de intercambio, en muchos casos reconstruidas gracias a los vestigios cerámicos de esta época. No obstante, las comunidades indígenas elaboraban ciertos tipos cerámicos que se resistieron a la innovación tecnológica importada; así, por ejemplo, los objetos cerámicos realizados a mano y relacionados con el culto, resistieron hasta épocas más avanzadas, conviviendo con los nuevos vasos introducidos originariamente por los fenicios, por lo que el cambio no sería tan radical como algunos han propuesto. Otros tipos mantienen su formato original procedente del Bronce Final, si bien ya realizados a torno y con decoraciones más acordes con la nueva iconografía de raíz oriental.
El cambio que se produce en la cerámica es muy significativo, si bien se siguen manteniendo tipos de la época anterior, incluso realizados a mano, destinados principalmente a las tareas de cocina. Es muy revelador el hecho de que a la vez que se produce la colonización fenicia en el valle del Guadalquivir, hagan su aparición los dos tipos cerámicos más característicos vinculados a la cultura tartésica: los vasos con decoración bruñida y los pintados con decoración geométrica, asociados a las poblaciones indígenas y que progresivamente fueron sustituidos por los elaborados a torno. Pero si el primer tipo parece que tiene su raíz en las producciones indígenas del Bronce Final, la decoración geométrica se relaciona con los gustos del protogeométrico griego que se generalizó durante el siglo VIII a.C. en todo el Mediterráneo y que pudo introducirse en el sur peninsular a través de los primeros contactos fenicios antes de la colonización histórica. Pero las cerámicas tartésicas por excelencia son las grises realizadas a torno, continuadoras en las formas de los tipos que ya se elaboraban durante el Bronce Final y que tienen una amplia presencia en el sudoeste peninsular hasta incluso después de la crisis de Tarteso, por lo que han servido de base para sistematizar los estudios sobre el territorio y las relaciones culturales en esta época, pues están muy presente en la periferia geográfica de Tarteso e incluso en el sureste peninsular. Lo que parece lógico pensar es que ni los fenicios se trajeron a la península Ibérica todo el ajuar cerámico que necesitaban utilizar, ni que los indígenas prescindieron del suyo para aceptar los nuevos tipos; por ello, debemos ser muy cautos a la hora de sistematizar yacimientos y establecer cronologías en función del número de cerámicas de uno u otro origen.
En resumen, antes de la llegada de los fenicios, en el sur de la península Ibérica las cerámicas se realizaban en hornos sencillos de cocción reductora, lo que daban como resultado vasos negruzcos que se elaboraban en el entorno familiar. Sin embargo, y gracias a los diferentes tipos que se han podido documentar, ya había un estilo común en esta amplia zona del sudoeste peninsular, lo que significa que existía un rasgo cultural común o, si se quiere, una identidad cultural a través de las cerámicas. Esta consideración es de gran interés, pues si tenemos en cuenta que aún no existía una producción industrial de estas cerámicas precisamente por la poca capacidad de los hornos y las dificultades de distribución, se acentúa aún más la uniformidad cultural del territorio donde se van a asentar los colonizadores mediterráneos. En realidad no existe una gran variedad de formas ni de estilos decorativos, aunque sí se aprecia un sensible aumento de la producción a partir del siglo VIII a.C., en paralelo a la llegada de los primeros contactos comerciales mediterráneos, que concuerda con la elaboración de grandes recipientes para guardar excedentes. También coincide este momento con la sustitución paulatina de las decoraciones típicas del Bronce Final, realizada a base de bruñidos y donde destacan especialmente las denominadas «retículas bruñidas», por las pintadas con motivos geométricos. Pero no podemos olvidar que las cerámicas a mano se siguieron elaborando en el sur peninsular hasta bien entrado el I milenio, conviviendo con las cerámicas más sofisticadas de clara influencia mediterránea.
Pero no cabe duda de que el tipo cerámico más significativo de Tarteso, y que se ha convertido en una especie de «fósil-guía» de su cultura, es el denominado «tipo Carambolo», por ser en este yacimiento donde se hallaron con mayor profusión (fig. 21). Si en un principio no se dudaba de la adscripción de estas originales producciones al mundo indígena, la revisión cronológica de El Carambolo y de otros yacimientos tartésicos las han hecho coincidir con el momento de la colonización, lo que ha disparado las interpretaciones sobre su verdadero origen, sin olvidar que son cerámicas realizadas a mano, aunque con decoraciones geométricas en sintonía con el gusto mediterráneo que prima en ese momento. La decoración se basa en pinturas monocromas en rojo hasta cierto punto similares a las bruñidas del Bronce Final, aunque con mayores variantes temáticas. Las formas apenas cambian, destacando las cazuelas carenadas, pero también aparecen otras nuevas como los grandes vasos cerrados. Más significativa es su dispersión geográfica, circunscrita al núcleo tartésico, con algunas variantes en su periferia geográfica, que sin embargo gozan de una gran originalidad, lo que hace dudosa su derivación directa de aquellas.
Fig. 21. Cerámicas tipo Carambolo.
También son muy características de la cultura tartésica las cerámicas pintadas con motivos vegetales y zoomorfos, asociadas por norma general a recintos con clara funcionalidad cultual. Estas cerámicas irrumpen hacia el siglo VII a.C. y parece que sustituyeron a las «tipo Carambolo», que no vuelven a hacer acto de presencia en la zona. Estas cerámicas, pintadas por regla general en rojo y negro, presentan formas comunes como cuencos y copas, si bien las más características son los pithoi, ya que gracias a sus grandes dimensiones permiten realizar una decoración profusa y narraciones iconográficas significativas. Destacan las escenas de seres fantásticos marchando entre una abundante decoración floral o la sucesión de capullos y flores de loto, unas decoraciones muy similares a las que ofrecen los marfiles. Por último, destacar otro de los elementos cerámicos definidor de la cultura material tartésica: las urnas denominadas «Cruz del Negro», que ocupan prácticamente todo el periodo tartésico (fig. 22). Estas características urnas de cuerpo globular y asas geminadas tienen como función contener los huesos cremados de los difuntos y caracterizan así a las necrópolis tartésicas, no sólo en el núcleo cultural, sino en buena parte de su ámbito geográfico.
Fig. 22. Urna tipo Cruz del Negro, Hispanic Society of America, Nueva York.
Estas cerámicas tartésicas convivieron con las producciones fenicias de barniz rojo, primero importadas y poco después imitadas en la propia península, por lo que estos característicos ejemplares de origen fenicio, donde destacan los cuencos, los platos y los jarros de «boca de seta» y los trilobulados, las lucernas o los quemaperfumes, prolongaron su producción hasta el siglo VI a.C., es decir, hasta el final del periodo tartésico en el valle del Guadalquivir.
La forma que irrumpe con más fuerza por su importancia funcional es el ánfora, fundamental para fomentar el comercio marítimo a larga distancia y para el almacenamiento de excedentes agrícolas. La presencia de ánforas en la península es muy temprana, procedentes de los más variados puntos del Mediterráneo como consecuencia de los primeros contactos fenicios con las zonas de Huelva y Cádiz; muy pronto, estos contenedores comienzan a elaborarse en la península imitando los tipos fenicios y generalizándose por todo el área tartésica y su periferia geográfica. Con las ánforas, donde destacan las «tipo R-1» con una gran dispersión geográfica, y las «tipo Sagona-2», llegan productos como el vino o el aceite, pero también pronto se exportarán bienes elaborados en la península como las salazones, que adquirirán una significativa importancia económica hasta época romana. Las ánforas han servido, y siguen siendo un referente, para reconstruir la red comercial de Tarteso, así como para registrar la dieta practicada gracias a las analíticas que de su contenido se vienen realizando en los últimos años. Y no son menos importantes para conocer a fondo el comercio internacional que se llevaba a cabo desde Tarteso, gracias también en buena medida a las inscripciones que algunas guardan, donde entran en juego las ánforas «tipo SOS» procedentes del comercio griego, así como otras procedentes de Cerdeña y otros puntos del Mediterráneo a partir del siglo VIII, pero especialmente a partir del VII a.C.
Sin embargo, y como por otra parte es lógico, lo que más ha transcendido de la cultura tartésica han sido sus objetos de lujo y prestigio vinculados con el culto y el ritual, generalmente procedentes de los santuarios y las tumbas más significativas; si bien también conocemos un buen número de elementos de alto valor artístico hallados fuera de cualquier contexto arqueológico, lo que a veces ha distorsionado el ámbito geográfico y cultural de Tarteso. Los bronces han sido con diferencia los objetos a los que más atención se les ha prestado a la hora de sistematizar los materiales de adscripción tartésica, tanto por su cantidad como por la calidad de las producciones; además, su temprano estudio sirvió para introducir el término «orientalizante», empleado, como ya se ha dicho, para definir el arte de estilo oriental que transmitían principalmente los jarros, pero que poco a poco se fue extendiendo a todas las manifestaciones artísticas de la época, lo que a la postre ha provocado un abuso del término que no ayuda a definir correctamente el concepto cultural de lo tartésico. La artesanía en bronce de Tarteso no se caracteriza precisamente por su especial abundancia, aunque sí por su calidad, fruto quizá de la experiencia acumulada durante el Bronce Final. Por otra parte, y a pesar de lo que nos transmiten las fuentes clásicas sobre la riqueza en plata de Tarteso, los objetos realizados en este metal son muy poco significativos, por no decir marginales, cuando se supone que era uno de los elementos clave para entender el despegue y el desarrollo de la economía tartésica; es posible que la plata estuviese destinada en exclusiva a la exportación, lo que justificaría su escasa presencia en los objetos tartésicos.
Los primeros objetos de bronce son del más puro estilo mediterráneo, pues se corresponderían con las primeras importaciones realizadas por los fenicios para satisfacer la demanda de las jefaturas locales. Posteriormente, con la consolidación de la colonización, llegarían metalúrgicos y artesanos fenicios que poco a poco incorporarían mano de obra indígena para elaborar sus propios productos de inspiración oriental. Así, y a partir del siglo VII a.C., ya podemos hablar de una auténtica artesanía tartésica de estilo orientalizante, con una variedad de objetos que seguramente se corresponden con diferentes centros artesanales repartidos por buena parte del territorio tartésico, lo que justificaría las singularidades formales de cada zona. Como ya se ha mencionado, los objetos más destacados son los jarros, muchos de ellos hallados fuera de contexto arqueológico, si bien, cuando se han encontrado in situ, aparecen en tumbas de relevancia social o en santuarios, acompañados habitualmente por el «brasero» ritual también de bronce, otro de los elementos más característicos de la artesanía tartésica que perduró con éxito en la Cultura ibérica (fig. 23).
Fig. 23. Conjuntos de jarro y brasero tartésico (según Garrido y Orta, 1989).
También los quemaperfumes o thymateria representan uno de los elementos más significativos de la toréutica tartésica, asociados igualmente a la liturgia y procedentes de tumbas y santuarios. Por otra parte, la escultura antropomorfa no es muy abundante, si bien destacan los reshef, de clara influencia egipcia, que fueron introducidos por los fenicios en los primeros compases de la colonización, pues aparecen en el entorno donde debieron levantarse los santuarios de Melkart en Cádiz y en Huelva. A estas pequeñas esculturas bien conocidas por todo el ámbito mediterráneo y de claro origen sirio-palestino, se les une el sacerdote de Cádiz o la Astarté de El Carambolo, la única expresión escultórica que conocemos de esta época a pesar de la importancia que tuvo esta diosa en la religión tartésica. En definitiva, un pequeño número de ejemplares que expresan la escasa tradición que los fenicios tuvieron por la escultura antropomorfa y que continuó en época tartésica, donde apenas conocemos algunas pequeñas esculturas relacionadas con representaciones zoomorfas, si bien casi todas fuera de su contexto arqueológico y, por ello, con unas cronologías muy dispares.
Los objetos realizados en marfil son los que muestran una mayor riqueza iconográfica de indudable origen oriental. Los primeros marfiles fueron descubiertos en las distintas necrópolis excavadas en los Alcores sevillanos por Bonsor, adscritos entonces al mundo fenicio y a los que el arqueólogo dedicó buena parte de sus estudios. Pronto, estos marfiles fueron considerados «orientalizantes» por su estilo, pero tartésicos por la cultura a la que pertenecían. Aunque el elemento mejor conocido de este material es el peine, hay otros objetos que también tienen una presencia significativa como las placas decoradas, las cajas circulares o píxides o las paletas con cazoleta circular, todos ellos muy vinculados a la ritualidad de la religión tartésica y en su inmensa mayoría hallados en las tumbas y lugares de culto tanto del núcleo de Tarteso como de su periferia geográfica, y en distintas fases cronológicas, desde el siglo VII al V a.C., lo que incide una vez más en la singularidad de la artesanía tartésica y en su fuerte implantación tras la fase de colonización. Los motivos iconográficos de los peines son reiterativos, principalmente leones, ciervos, esfinges y grifos, además de motivos vegetales, normalmente enmarcados en frisos decorados con trenzados o motivos en forma de zigzag. En cuanto a las placas, destacan los motivos de guerreros grabados en las de Bencarrón (fig. 24). Fechadas en el siglo VII a.C., estas placas muestran una decoración inspirada en la mitología oriental, con animales ajenos al imaginario indígena, lo que demuestra la pervivencia de esta iconografía hasta bien entrado el periodo tartésico. Por último, destacar las paletas rectangulares con cazoleta circular en el centro que aunque tradicionalmente se han interpretado como paletas cosméticas, ningún análisis ha podido certificar esta función; estos singulares objetos ofrecen una iconografía muy rica con grifos y esfinges, figuras humanas, flores de loto o caballos tirando de un carro, destacando las de Alcantarilla, aunque recientemente se han descubierto varios ejemplares en la necrópolis de inhumación de la Angorrilla, en Alcalá del Río, que han servido para completar el análisis de estos objetos vinculados especialmente a las tumbas tartésicas.
Fig. 24. Marfil del Bencarrón (Carmona, Sevilla), Hispanic Society of America, Nueva York.
En definitiva, los marfiles son una expresión más del producto artesanal genuinamente tartésico, elaborados por lo tanto en la península desde los primeros momentos de su aparición, primero en la costa y más tarde en talleres de su periferia geográfica, donde irrumpen con fuerza a partir del siglo VI a.C. En estos momentos postreros de la cultura tartésica, los marfiles son sustituidos por huesos también decorados a base de incisiones, si bien los motivos iconográficos que ahora predominan son los geométricos en detrimento de las alusiones mitológicas. No obstante, en estas tierras del interior siguió circulando el marfil procedente del comercio marítimo como lo demuestra el trozo en bruto hallado en el santuario de Cancho Roano, preparado para ser cortado y decorado por artesanos que se acercarían al propio santuario.
Para finalizar, hemos de hacer una obligada alusión a los tesoros áureos y a la orfebrería en general procedente, principalmente, de ocultaciones, aunque también se ha recuperado algún conjunto de importancia en el interior de tumbas y santuarios, donde destacan sin duda los de El Carambolo y Cancho Roano. En el caso de la orfebrería, partimos de un escenario muy distinto al que hemos visto hasta ahora para otros elementos como los bronces o los marfiles, pues desde el Bronce Final existía en la península talleres de orfebre que nos han dejado una gran cantidad de objetos de oro y plata procedentes de ocultaciones, una práctica que parece que se mantuvo en época tartésica a tenor de los numerosos tesoros recuperados en estas circunstancias. No obstante, es muy significativo que esos tesoros del Bronce Final proceden en su inmensa mayoría de la zona del interior de Portugal y Extremadura, es decir, de las zonas que se convertirán en la periferia geográfica de Tarteso siglos más tarde, una circunstancia muy similar a la que ya ocurría con las estelas de guerrero. De este modo, sólo a partir del siglo VII a.C. comenzarán a aparecer tesoros orientalizantes en el núcleo tartésico, si bien conocemos algunas joyas de factura original fenicia en los primeros momentos de la colonización. Los grandes y pesados torques y otros objetos realizados en oro macizo elaborados durante el Bronce Final pudieron ser uno de los reclamos para los comerciantes fenicios y explicaría la rápida penetración de productos mediterráneos hacia el interior, donde se localizaban los más importantes ríos con oro aluvial.
La llegada de los fenicios va a suponer la introducción de nuevas técnicas de elaboración para la orfebrería, destacando en primer lugar el trabajo en hueco, cuyos objetos pronto sustituirán a las grandes piezas macizas del Bronce Final por otras de mayor ligereza y, por lo tanto, con un sustancial ahorro en materia prima. Las nuevas técnicas también permitieron a los orfebres indígenas conocer nuevas aleaciones y controlar mejor las temperaturas para producir mejores acabados de las piezas; y, por último, se propagaron técnicas decorativas hasta ese momento ignoradas como la filigrana o el granulado, decoraciones que ya se habían generalizado en todo el ámbito mediterráneo. El éxito de esta nueva forma de elaborar las joyas supuso el repentino abandono de la tradición anterior, si bien se mantuvieron ciertas formas tradicionales que confieren a la orfebrería tartésica una originalidad evidente con respecto a la del resto del Mediterráneo.
La temprana aparición del Tesoro de la Aliseda, en Cáceres, y por lo tanto en un lugar muy apartado del núcleo tartésico, supuso una enorme sorpresa dentro del panorama arqueológico de la época. Pocos se atrevieron a dudar de la factura oriental de estas piezas, si bien no se relacionaron en ese momento con Tarteso, que carecía por entonces de una cultura material identificable (fig 25). La aparición del tesoro de El Carambolo supuso el paso definitivo hacia la identificación de un tipo y una técnica propia de Tarteso, donde se mezclaban dos técnicas de elaboración del Bronce Final con las innovaciones traídas por los fenicios y que en definitiva sintetizaban la expresión de la orfebrería tartésica. Un caso similar es el de los candelabros de Lebrija, donde se utilizó una técnica de unión heredera del Bronce Final. Una vez sistematizada la tecnología empleada en los primeros compases de la colonización, la interpretación del tesoro de Aliseda tomó un nuevo impulso, justificándose su aparición en un lugar tan apartado del núcleo de Tarteso como una donación o dote de algún comerciante fenicio para facilitar el acceso hacia las tierras del interior, donde precisamente se hallaban los placeres de oro y otras materias primas como el estaño. Sin embargo, un examen de las piezas nos permite diferenciar claramente las producciones de origen fenicio de las de factura indígena, si bien todos los temas iconográficos son de inspiración mediterránea pero adaptados a las concepciones indígenas. De esta forma, las arracadas o pendientes amorcillados, la diadema con remates triangulares, el cinturón o el propio conjunto jarro/brasero, son la mejor expresión de un típico conjunto tartésico perteneciente probablemente a una ocultación o bien a un tesaurus de la comunidad, una interpretación que podría servir para entender el hallazgo de otros tesoros como el de El Carambolo o el de Ébora, en Cádiz.
Fig. 25. Tesoro de la Aliseda (Cáceres), Museo Arqueológico Nacional, Madrid.
Otros tesoros más recientes también parecen pertenecer a una ocultación junto a importantes poblados de la época; destacan especialmente los aparecidos nuevamente en tierras alejadas de Tarteso, en concreto en el valle del río Tajo, en Talaverilla (Cáceres), y en Villanueva de la Vera, más al norte aun, junto a la sierra de Gredos, fechados hacia los comienzos del siglo VI a.C. Por último, aludir al conjunto de joyas procedente del santuario de Cancho Roano, ya datado en el siglo V a.C., donde sin embargo aparecen arracadas de oro de tradición indígena junto a objetos decorados con filigrana y granulado; pero lo más llamativo de este conjunto es la existencia de dos arracadas geminadas elaboradas a la cera perdida aparecidas dentro de un vaso de plata que a su vez se hallaba dentro de una vasija cerámica en un hoyo bajo la escalera de acceso a la terraza del edificio, lo que sin duda se corresponde con un depósito de fundación para el que se utilizaron piezas realizadas con una técnica propia del Bronce Final.
En conclusión, podemos decir que a pesar de que hay una significativa presencia de piezas de origen mediterráneo entre los conjuntos de orfebrería tartésica (como los sellos de El Carambolo, los anillos giratorios de la Aliseda, los estuches para amuletos, etc.), la mayor parte de los objetos de oro y plata ofrecen una gran personalidad formal heredera de la tradición indígena, interpretada y enriquecida ahora con elementos iconográficos de origen oriental. Destaca, en este sentido, la diadema de extremos triangulares de claro origen indígena (como las de la Aliseda, Villanueva de la Vera o Ébora), como se pueden ver en las denominadas estelas femeninas o diademadas del Bronce Final; se trata de producciones exclusivas del ámbito tartésico, si bien ahora incorporan para su elaboración las nuevas técnicas introducidas por los fenicios; unas diademas que, por otra parte, perviven en la Cultura ibérica. También son exclusivas del ámbito tartésico las arracadas fusiformes, aunque ahora se adornan con una crestería donde se insertan motivos genuinamente orientales como las flores de loto, las palmetas o los halcones. Pero tampoco existen analogías formales fuera de la península de los brazaletes de El Carambolo o del magnífico cinturón de la Aliseda, un elemento que también aparece representado en las estelas del Bronce Final y al que, sin embargo, se le incorpora una decoración genuinamente oriental compuesta por grifos, palmetas invertidas y una lucha entre un hombre y un león rampante.
Por último, y a la luz de la importancia de la orfebrería en la periferia geográfica de Tarteso, de donde proceden un buen número de los tesoros localizados, se podría proponer la existencia de talleres de orfebres en el interior, además de los que sin duda existirían desde los primeros momentos de la colonización en las costas del sur. Estos talleres del entorno del Guadiana y del Tajo seguirían la tradición anterior, pero incorporando las nuevas técnicas introducidas por los fenicios hasta conseguir una orfebrería de gran originalidad que debemos clasificar sin ambages como tartésica.