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La frontera del exilio
ОглавлениеUna tarde de finales de septiembre de 1936, la familia Semprún en pleno –es decir, el cabeza de familia, José María Semprún Gurrea, su segunda esposa, la suiza Annete Litschi, y sus siete hijos, de los cuales Jorge ocupaba el cuarto lugar–, subió a bordo del barco bacaladero Galerna, transformado por las circunstancias de la guerra civil por el gobierno vasco en un buque correo destinado a unir regularmente las ciudades de Bilbao y Bayona, en territorio francés. Unos meses antes, el 17 de julio, se había sublevado la guarnición del ejército español en Canarias contra el gobierno de la República Española y al día siguiente habían hecho lo propio diversas unidades militares en todo el territorio peninsular, si bien el intento insurreccional fracasó en las ciudades y plazas más importantes como Madrid y Barcelona. En consecuencia, a partir del 19 de julio, comenzó una guerra civil entre las dos partes en que quedó dividida España.
La familia Semprún pasaba las largas vacaciones de verano en la villa marinera vasca de Lequeitio (Vizcaya), costumbre repetida desde que la muerte de la primera esposa de José María Semprún, Susana Maura, la madre de Jorge, indujera al padre de familia a renunciar a los tradicionales veraneos en Santander, donde acostumbraba a viajar desde muchos años atrás, acompañando a su suegro, el político y académico Antonio Maura.
El norte de España se había mantenido en la zona «leal» a la República, si bien, atacada desde el principio desde Navarra, al este, esta zona iba viendo reducido poco a poco su territorio, primero con la pérdida de Irún, punto clave que facilitó el cierre de frontera con Francia, y después con la de la ciudad de San Sebastián, desde donde los sublevados continuarían la ofensiva hacia el oeste. En agosto, Jorge Semprún lo recuerda (Sol: 7–9; LV: 239), el frente se percibía cercano a Lequeitio. Ecos nítidos de los combates llegaban a la villa que se preparaba para resistir una invasión inminente. Desde la puerta de su casa, observaba la barricada en la carretera, al otro lado del puente, y con sus hermanos alentaba a los voluntarios defensores. Con las comunicaciones cortadas con Madrid y presa de la impotencia, Semprún Gurrea dispuso la salida de la familia hacia Francia, con el objetivo de alcanzar España desde otro punto fronterizo, desde Cataluña probablemente, como muchos hicieron a lo largo de la guerra civil. No sería el caso. La familia Semprún como tal nunca volvió a España.
Se puede decir que el día de la arribada a Bayona, el 23 de septiembre de 1936, de una forma tan poco heroica, Jorge Semprún, que no había cumplido los 13 años, franqueó –provisionalmente todavía– las puertas del exilio, cosa que por lo demás sucedió a muchos españoles que emprendieron idéntico viaje involuntario a consecuencia de aquella despiadada guerra que a tantos españoles llevó al abandono irreversible de España.1
El cruce de la frontera, por más que fuera menos perceptible al hacerlo por vía marítima, no pudo ser más decepcionante y amargo para él. No solo quedaba atrás todo lo que había sido su mundo y su vida hasta esos momentos, arrebatado de golpe, sino que enfrente, a la entrada en lo desconocido, en un país de lengua y gentes extrañas, se encontró con las miradas de desprecio, de rechazo y hostilidad lanzadas a quienes –como la familia Semprún– por primera vez se veían tachados de «rojos», españoles vencidos por el ejército «nacional». La primera experiencia de una frontera no pudo ser más adversa.
La toma de conciencia de lo que pudo significar esa herida injusta e injustificada, el trauma del primer cruce de frontera, sería un estímulo para que Semprún se propusiera combatir y hacer desaparecer, para sí y para los más, las razones por las que se erigían barreras divisorias, fronteras que encerraban pueblos enteros a merced de sus autoerigidos guardianes. Sería necesario buscar una nueva semántica de la frontera.
Por lo pronto, lo que para la familia Semprún fue un comienzo circunstancial, se convertiría poco después en una costumbre, en un ritual, igualmente involuntario. El Ministro de Estado del gobierno republicano, Julio Álvarez del Vayo, nombró a José María Semprún representante diplomático de la República, concretamente jefe de misión en la embajada de La Haya. En compañía de su familia, el joven Semprún comenzó uno de esos peregrinajes a los que la vida le acostumbraría años después. De Francia a Suiza, de aquí a París y finalmente a los Países Bajos. Cuando la derrota republicana estaba a punto de consumarse, en febrero de 1939, la familia Semprún se instaló provisionalmente en París, esta vez ya desunida, con sus miembros repartidos por diferentes residencias. Como recordaría Jorge años después, parafraseando a Karl Marx, para todos ellos, ahora sí, comenzaba indefectiblemente «die schlaflose Nacht des Exils», «la noche sin sueño del exilio»,2 sin un final previsible en el horizonte. Después de haber atravesado diversas fronteras y franqueado nuevos territorios, no podría evitar sentirse siempre fuera, expulsado, arrancado de su casa y de su mundo, involuntariamente radicado en el otro lado. Una cierta sensación de desarraigo que nunca le abandonaría se apoderó de Jorge Semprún desde estos años.