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El divorcio de mi mujer no fue largo ni doloroso. El proceso en sí no duró más de cuatro o cinco meses, lo que entraba dentro de lo normal. Por supuesto, hubo que aflojar algo de dinero para acelerar los trámites. Pensaba que me iba a rehacer fácilmente. Mi mujer también. Durante la primera vista, que no duró más de un par de minutos, afirmamos que nuestra decisión era ­«definitiva e ­irrevocable». La fiscal fue mayormente una borde. Recuerdo sus brazos peludos y un lunar enorme a la izquierda de su nariz. Fijó fecha para la segunda vista al cabo de tres meses, periodo en el que tendríamos, según nos dijo, la oportunidad de reconciliarnos, y llamó a los siguientes. Decidimos caminar un poco.

—En fin. Te da tiempo a decidirte hasta la siguiente vista —comentó mi mujer.

Imaginé cómo sería si al divorcio asistieran todos los invitados que estuvieron en aquel salón de actos, durante la boda. Al fin y al cabo, ambos rituales están estrechamente relacionados. Sería justo que los testigos de entonces estuvieran presentes también ahora. Al menos, nos ahorraríamos la molestia de informar a cada uno por separado de que ya no estamos juntos, de que ya no contesto a mi antiguo número de teléfono, etcétera. Imaginé también a los más cercanos, llorando al oírnos responder a la juez: «definitiva e irrevocablemente, sí». Pero es que ellos lloraron también en la boda.

—Qué te parece. Ahora resulta que un matrimonio empieza igual que acaba, con un «sí» —dije para pasar por alto su comentario.

El embarazo de mi mujer era ya patente.

¿Saben qué? Mejor sigamos en otra ocasión. De todas formas, aún hay tiempo hasta la vista final.

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