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Cada segundo, en este mundo, hay una larga fila de gente que llora. Y otra, más pequeña, de gente que ríe. Hay también una tercera fila que ya ni llora ni ríe. Es la más triste de todas. Es de esta de la que quiero hablar.

Nos estamos separando. En el sueño, la separación consiste simplemente en abandonar la casa. Todo en la estancia está embalado, las cajas se apilan hasta el techo y, sin embargo, todavía queda espacio. El pasillo y los otros cuartos están abarrotados de familiares, míos y de Ema. Cuchichean, susurran, esperan a ver qué haremos. Ema y yo estamos junto a la ventana. Solo nos falta por repartirnos un lote de discos de vinilo. De pronto, saca de la funda el primer vinilo y lo arroja con fuerza por la ventana. Este es mío, dice. La ventana está cerrada, pero el vinilo la atraviesa como si fuese de aire. De manera instintiva, saco el siguiente y lo arrojo yo también. El vinilo vuela como un frisbi, gira alrededor de su eje como si girase en el gramófono, pero más ­rápido. Se escucha su silbido. Más o menos a la altura de los contenedores de basura, se dirige peligrosamente hacia una paloma mugrienta que vuela a ras del suelo. En un primer momento parece que la colisión podrá evitarse, pero enseguida contemplo horrorizado cómo el borde del vinilo penetra con suavidad en el inflado buche del ave. Todo parece ocurrir a cámara lenta, lo que no hace sino intensificar el horror. Se oyen con claridad unas breves notas cuando el disco le rebana el buche. La afilada fúrcula de la paloma arranca un sonido efímero del vinilo al rozar el surco. Nada más que el inicio de una melodía. Una chanson. No recuerdo. ¿Les Parapluies de Cherbourg? ¿Á Paris?

¿Le Café des trois colombes? No recuerdo. Pero había música. La cabeza cercenada sigue volando por inercia unos metros más mientras el cuerpo se desploma suavemente sobre el polvo, junto a los contenedores. No hay sangre.

Todo en el sueño es de una sobriedad infinita. Ema se agacha y lanza el siguiente vinilo. Luego, yo. Ella. Yo. Ella. Cada vinilo reproduce el suceso del primero. La acera bajo la ventana se cubre de cabezas de pájaro, grises, uniformes, con las membranas de los ojos cerradas. Cada vez que una cabeza cae, los familiares a nuestras espaldas estallan en súbitos aplausos. Desde el alféizar, Mitza se relame, voraz.

Me desperté con dolor de garganta. Primero pensé en contarle el sueño a Ema. Luego deseché la idea. Un sueño, nada más que eso.

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