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Me gustaría que alguien dijese: la novela

es buena porque está entretejida con titubeos.

Al día siguiente se despertó tarde. No había recogido nada de la noche anterior. Los ceniceros apestaban como volcanes recién extinguidos, si es que los volcanes apestan. Anoche se agarró un pedo con los tres colegas que le ayudaron a hacer la mudanza. Pasaron la velada hablando de váteres. Él mismo dirigía la conversación hacia el asunto. Era lo mejor para todos. Nadie tenía ganas de hablar de lo que había pasado. Nadie lo mencionó siquiera. Lo mejor para que una conversación fluya es que haya un tema en concreto que evitar.

Se levantó de la cama. Bueno, en realidad había dormido vestido sobre un colchón tirado en el suelo. Se dirigió al baño, tropezó con una caja llena de libros. Soltó un juramento. Se preguntó cuándo se pondría en serio a ordenar todo aquello: cajas, sacos con libros, la cama, que aún seguía allí sin montar, una máquina de escribir antediluviana y otros trastos. Ah, claro, y la mecedora de bambú. La mecedora resultaba gigantesca para las dimensiones del cuarto. Ocupaba casi la mitad del espacio. Pero aportaba un toque de exquisitez ­decadente en todo aquel caos. Al volver del cuarto de baño rodeó con cuidado las cajas apiladas en el pasillo, pero no evitó golpearse la cabeza con la pantalla de la lámpara, herencia de los inquilinos anteriores, que pendía demasiado baja del techo.

Se dejó entonces caer en la mecedora. Y, por primera vez en los últimos días, se puso a pensar. Hasta ayer lo tenía todo. Tenía un piso amplio en uno de los mejores barrios de la ciudad, un teléfono, dos gatos, un trabajo relativamente bueno, dos o tres familias de amigos a las que solía ver a menudo. Y tenía a su mujer. Por poco se la olvida. A pesar de que en los últimos meses ambos se comunicaran solo delante de las visitas, ella era la fuerza que mantenía el hogar. Que lo mantenía en un estado decente. En un estado de serenidad en medio del cual lo único que él debía procurarse era tiempo para escribir. Todo aquello se había derrumbado en apenas unos días. Pero el derribo había empezado en realidad al menos un año antes, a pesar de que ambos hubieran cerrado los ojos a la evidencia, entregados a una especie de placer masoquista. Se levantó y sacó de la maleta un paquete de tabaco de su reserva intangible. Anoche se lo habían fumado todo. Con treinta años, no le apetecía «volver a empezar». ¿No era aquella la expresión más estúpida del mundo, útil tan solo para novelitas de saldo y pelis de sobremesa? Darle la espalda a todo. Levantarse después de la caída. Reunir la voluntad para un nuevo comienzo. Mierda todo.

Levantarse de dónde. Qué comienzo ni qué hostias. ¿Volver cinco años atrás? No, cinco son muy pocos. Diez, quince… Todo comenzó mucho, mucho antes…

Se acercaba el mediodía. Tenía varias opciones delante de sí. Mandarlo todo a la mierda y largarse a otra ciudad; a poder ser, a otro país. Colgarse de la cisterna del váter. Reunir todo su dinero, comprar cinco cartones de tabaco y otras tantas botellas de rakía, encerrarse en su cuarto y esperar a palmarla. Bajar y pillarse un bocata y un café muy largo y muy cargado.

Quince minutos más tarde, decidió empezar por la última.

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