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Prefacio. Recordando (sin ira)

Cuando se tiene la ocasión –gracias al empeño y a la generosidad de una persona a la que en gran parte se debe esta edición, Paula Brusca– de echar la vista atrás para intentar poner en orden los escritos, reflexiones y materiales dispersos que a lo largo de estos años de aventura en la gestión he podido ir escribiendo, aparecen sensaciones distintas y, a veces, contradictorias. Por un lado surge la cantidad de proyectos y propuestas que se han podido pensar, diseñar o plantear, los que realmente se han podido llevar a cabo, el análisis de los posibles resultados de los mismos en los contextos sociales en los que se desarrollaron; por otro, las huellas, cicatrices, arañazos y placeres que logros y fracasos pudieron causar en mí mismo.

De estas contradicciones, estas idas y vueltas en el cerebro, me vienen a la cabeza dos títulos emblemáticos de la escena del siglo XX. Por un lado, la obra de Osborne, símbolo de una época, Mirando hacia atrás con ira, y otra que marcó uno de los momentos más brillantes de la creación contemporánea, ¡Que revienten los artistas!, espectáculo de ese incalificable gran creador que fue Tadeus Kantor.

Así, esta recopilación de pensamientos sobre la gestión de las artes escénicas se podría llamar Mirando hacia atrás sin ira o algo que quizás me pueda situar en una situación incómoda si no se ubica en su justa medida: ¡Que revienten los gestores!

Así pues, desde una cierta ironía propongo un posible juego que consista en adentrarse en una lectura de estos materiales que, gracias a su fragmentación, no necesitan de continuidad lectora. Se trata de una cierta oportunidad de volver a poner sobre el tapete la necesidad absoluta de la gestión como motor para llevar adelante grandes proyectos culturales, pero también de alertar sobre los excesos que hayan podido cometerse en su práctica, sobre todo en la época anterior a la llamada “crisis” y, en especial, dentro de entornos que invitaban a ejercer una profesión que en muchos casos se intuía más que se conceptuaba.

Si tomo como ejemplo mi país, España, veremos que hasta los años ochenta del siglo anterior, esta profesión apenas si existía. Se podría hablar de productores, empresarios, animadores culturales o, incluso, de asesores culturales; pero en la complejidad y rigor que necesita un oficio como es el de la gestión cultural apenas podemos rastrear documentos que nos hablen de su existencia. Luego, sí, empiezan a surgir teóricos excelentes de la gestión, libros que recopilan estrategias sobre sus perfiles y una serie de postgrados o masters que ponen ya el acento en programas para su estudio y desarrollo. Fue el gran momento de la construcción de nuevos espacios culturales, de recuperación de una enorme red de teatros públicos que surge de la reconstrucción de los antiguos edificios del siglo XIX, de la implantación en todo el territorio de auditorios de música, de la eclosión de casas de cultura, de centros de arte contemporáneo o de la adecuación de edificios de otros usos (hospitales, cuarteles, iglesias, etc.) para adaptarlos a las prácticas culturales y artísticas. Fueron años de ilusión y mucho trabajo y, desde el punto de vista personal y de lo mucho que influyó en mi carrera, no quiero dejar de nombrar aquí a José Manuel Garrido, que puso en marcha el INAEM (Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música), el cual me encomendó la dirección del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, pero que más allá de esta labor específica me enseñó los vericuetos de la complejidad de la gestión, en este caso estatal, acompañándolo en los múltiples proyectos que impulsó desde el INAEM. Esa escuela práctica, gracias a Garrido, me hizo aprender más en esos años que lo que habría sido mi bagaje como director y gestor del grupo independiente Tábano en los años setenta.

Así pues, asumo que pertenezco a una generación de gestores que hemos aprendido nuestro trabajo en la acción cotidiana, en aciertos y equivocaciones que teníamos que probar sin tener antecedentes anteriores y asumir que el éxito o el fracaso en temas de gestión es una variable relativa.

Hoy las cosas son diferentes. Es mucho más fácil que en aquella época, en la que los directores de escena y coreógrafos, por ejemplo, querían hacerlo todo ellos solos. Incluso se despreciaba el papel del productor o se le relegaba a ser un mero técnico en tareas prácticas, pero nunca en el ejercicio de desarrollar pensamiento que acompañara desde la gestión la aventura de los creadores. También ha pasado el tiempo de que cuando se entendía en un grupo que hacía falta alguien para llevar la gestión se pensara en el actor más torpe o en la bailarina que había sufrido una lesión, y por eso se les colocaba en el papel de distribuidores o productores a su pesar. Nunca he negado que se pueda sentir placer ejerciendo el trabajo en ambos lados, el productivo y el creativo, pero siempre que sea una opción elegida y nunca impuesta. Mi generación tuvo que aprender en la pura práctica. No tuvimos escuelas, maestros o postgrados; pero sí, una enorme energía y un gran compromiso con tantas cosas que queríamos cambiar. ¿Lo logramos? Pues seguramente no todo; pero puede que sí una parte, que haya situado el oficio y la práctica de la gestión ante nuevos retos y perspectivas.

En todo el ámbito iberoamericano existen hoy nuevas generaciones que ya han decidido dedicarse a esta profesión sin por ello ser unos frustrados de la práctica artística. Su vocación es la gestión, y en ello invierten su esfuerzo, su dedicación y su empeño de formarse en talleres, postgrados o en la propia acción cotidiana, diseñando y trabajando en proyectos escénicos de todo tipo. Sin duda que esta alternativa que hoy se nos presenta va a contribuir a que el excelente momento creativo que, afortunadamente, vivimos desde hace años, cuaje en una mayor sostenibilidad, profesionalización y proyección de esos proyectos artísticos, convirtiendo la dialéctica producción/creación en una realidad tangible.

Y esta no es una sensación especulativa, sino la convicción que saco ante los continuos talleres o clases concretas que imparto en diferentes postgrados y universidades de varios países iberoamericanos.

Por supuesto que hay cuestiones que me siguen preocupando profundamente. La idea, muchas veces extendida, de que la gestión cultural es una suma de materias técnicas que puede configurar un cuerpo teórico capaz de resolver los problemas mediante meras tablas, fórmulas o recetas que, para algunos, parecen infalibles. Si fuera así, ¿por qué muchos de estos maestros, profesores o gurús, cuando se dedican a la práctica productiva real, suelen tener sonoros fracasos? Muy fácil. Porque desarrollar prácticas artísticas tiene una especificidad real que no es homologable a otros segmentos de marketing o promoción, donde puede que sea fácil trasladar ciertas recetas de gestión. Siempre digo que el DAFO o FODA es un juego para desarrollar el sentido común; y en ese sentido me parece bien como guía especulativa, pero no como verdad científica. Si todo el mundo que piensa en un proyecto artístico fuera capaz de tener éxito automático, tendríamos el mundo lleno de millonarios surgidos a través de su inversión en teatro o en danza. Pero ¿cuántos logran realmente hacer rentables económicamente esos proyectos? Excluyendo, claro está, todo aquello que se haga con fondos exclusivamente públicos, donde muchas veces se olvida que el dinero que se invierte es de TODOS los ciudadanos y, por tanto, debería ser manejado con un extraordinario celo.

Transitar hoy por la vía de la creación/producción independiente es, sin duda, un riesgo y una aventura que no se puede sustentar solo en los buenos deseos o en la creencia de que aquello que hacemos es muy bueno pero existe una incomunicación exterior que nos impide hacer circular nuestro proyecto. Es fácil en nuestra profesión caer en pequeñas o grandes paranoias, pero estas no van a ayudar a mejorar el sistema de proyección de nuestra propuesta. Hay que asumir que trabajar en el tercer sector es hacer un ejercicio práctico de lucidez para saber qué, cómo, para qué y para quién “pensamos” esa propuesta escénica. Por eso, entiendo que no puede haber una disfunción entre qué creamos y cómo lo creamos… y cómo lo producimos. Y es por ello que debemos pensar en cómo la producción de ARTES ESCÉNICAS de años venideros, debe acercarse a nuevas estrategias de financiación y búsqueda de mercados para encontrar la tan ansiada sostenibilidad.

Si recuerdo el pasado, observo un panorama como gestor en el que he pasado por todo tipo de situación política, social y económica. Cuando empecé con Tábano en el teatro de mediados de los setenta, es decir, en el tardofranquismo, ningún grupo profesional de la época tenía una sola subvención para su mantenimiento. Nos machacábamos a giras, actuábamos a taquilla y hacíamos unos ejercicios casi infantiles en cuestión de marketing y merchandising. Pero siempre pensábamos en el futuro e invertíamos en bienes propios (furgoneta, focos, equipo de sonido, etc.) para lograr una cierta autonomía en las giras. No despreciábamos ninguna actuación y acudíamos a cualquier espacio convencional o alternativo para lograr tener un número suficiente de funciones al cabo de un tiempo. Cierto que eran otros tiempos y había un público cómplice (lo mismo que ahora necesitamos) y unas estructuras políticas que posibilitaban la contestación.

Lo curioso del caso es que ahora se verá si la amplia nómina de asesores culturales, programadores, distribuidores, exhibidores y productores surgidos en los últimos años tienen el suficiente oficio, la necesaria preparación y un mínimo discurso filosófico a la hora de encarar una crisis que amenaza con hacer desaparecer hábitos y costumbres de cuando se ordeñaban las vacas gordas. Donde de verdad aparecen los gestores capaces es en la época de las vacas flacas, ya que manejar un proyecto cultural sobre la base de talonario libre es una tarea relativamente fácil. Y de ahí mi recuerdo de Kantor, cuando ya al final de su vida plantea reventar a los artistas… estoy convencido de que se nos viene un ciclo en que muchos de los autoproclamados gestores reventarán por ser incapaces de plantear estrategias y alternativas de gestión a la crisis y su metástasis. Ha habido mucho torero de salón, muchos acumuladores de teorías sin fundamento en sus prácticas cotidianas, muchos arribistas que vieron en esta profesión un modo de escalar más sencillo que en otras carreras más exigentes… como si la verdadera gestión cultural no tuviera un grado de exigencia mayor que otras profesiones más valoradas por su tradición. Pero tampoco debemos olvidar que si bien han aparecido impostores/as, también ha desarrollado su trabajo con pasión, entrega y rigor otro gran número de profesionales que, sin duda, han hecho avanzar la maquinaria de la gestión escénica iberoamericana hasta niveles que no se conocían hace años.

Lógicamente, cuando recordamos, seguro que ejercemos lo que podríamos llamar “memoria selectiva”. Por ello quiero, en este pequeño prólogo, solo ahondar en algunas cuestiones que quizás estén más desarrolladas en los artículos, ponencias y escritos que he ido materializando en papel para “no quemar la memoria”. Nada más lejos de mi intención que sentar la más mínima cátedra, ya que siempre he reivindicado una cierta humildad laica en esta profesión. Como reivindico que la gestión es una forma de creación, y pienso que en el territorio artístico es imposible la objetividad o la formulación de credos cerrados, el ejercicio de esta profesión debe estar abierto a la diversidad, la subjetividad y la confrontación de ideas. Nunca debemos olvidar que dependerá del entorno concreto (social, geopolítico, cultural, económico, etc.) donde desarrollemos nuestro trabajo. Así, será preciso establecer estrategias de gestión precisas y específicas para atender a sus demandas.

Tampoco puedo olvidar que, en realidad, yo soy un director de escena y dramaturgo metido a gestor, tal vez porque en la época en que empecé a trabajar en el teatro no encontré otra opción que aprender el oficio para dar respuesta a esa fascinante cuestión que es la dialéctica entre producción y creación. En fin, como ya he señalado en otras ocasiones, un ser disperso que se apasiona por cualquier cuestión que tenga que ver con el intrincado tejido de lo productivo y lo creativo en los discursos de la construcción de una escena viva para una sociedad contemporánea.

Guillermo Heras

Pensar la gestión de las artes escénicas

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