Читать книгу No hables con extraños - Харлан Кобен - Страница 10

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Adam se despertó a las siete. Ryan estaba esperando junto a la puerta de su dormitorio.

—¿Papá...?

—Sí.

—¿Puedes mirar el correo y comprobar si el entrenador Baime ya ha enviado los resultados?

—Ya lo he hecho. Estás en el equipo A.

Ryan no lo celebró de manera ostentosa. Él no era así. Asintió e intentó contener la sonrisa.

—¿Puedo ir a casa de Max después de clase?

—¿Y qué vais a hacer, con el día tan bonito que hace?

—Sentarnos a oscuras a jugar con videojuegos —respondió Ryan. Adam frunció el ceño, pero sabía que Ryan le estaba tomando el pelo—. También vienen Jack y Colin. Vamos a jugar al lacrosse.

—Vale. —Adam sacó las piernas de la cama—. ¿Ya has desayunado?

—Aún no.

—¿Quieres que te haga mis «huevos a la papá»?

—Solo si prometes no llamarlos «huevos a la papá».

Adam sonrió.

—Trato hecho.

Por un momento, Adam se olvidó de la noche anterior, del desconocido, de Novelty Funsy y de Fake-A-Pregnancy. com. Todo eso le parecía un sueño, casi como si de imaginaciones suyas se tratara. Pero, por supuesto, sabía que no lo eran. Estaba bloqueándolo. De hecho, había dormido bastante bien. Si había soñado algo, no lo recordaba. Adam solía dormir bien. Era Corinne quien pasaba horas despierta, preocupada por todo. En algún momento de su vida, Adam había aprendido a no preocuparse por lo que no podía controlar, a relajarse. Ahora se preguntaba si lo que hacía era desconectar o tan solo bloquear.

Bajó las escaleras y preparó el desayuno. Los «huevos a la papá» eran huevos revueltos con leche, mostaza y parmesano. Cuando Ryan tenía seis años le encantaban, pero tal como suele ocurrir con los niños, creció y un día decidió que eran «tontos». Después de eso decidió que no volvería a tocarlos. Su nuevo entrenador acababa de decirle que debía empezar el día con un desayuno rico en proteínas, con lo que los «huevos a la papá» habían recuperado su protagonismo, como un musical clásico de reestreno.

Al ver a su hijo atacar el plato como si este le hubiera ofendido, intentó evocar la imagen de Ryan a los seis años comiéndose esos mismos huevos en esa misma cocina. No conseguía recuperar la imagen.

Thomas había ido a clase con un compañero, así que Adam llevó a Ryan en coche, en un cómodo silencio. Pasaron por un Baby Gap y por una escuela de kárate Tiger Schulmann. Habían abierto un Subway en aquel local «muerto» de la esquina, ese rincón del pueblo donde parece que no funciona ningún negocio. Ya había sido una tienda de bagels, una joyería, una tienda de una cadena de colchones caros y un Blimpie, que Adam siempre había considerado lo mismo que un Subway.

—Adiós, papá. Gracias.

Ryan saltó del coche sin darle un beso en la mejilla. ¿Cuándo había dejado de darle besos? No lo recordaba.

Dio la vuelta en Oak Street, pasó por el 7-Eleven y vio el Walgreens. Soltó un suspiro. Aparcó y se quedó sentado en el coche unos minutos. Un anciano pasó a su lado aferrando su bolsa de medicinas entre la mano nudosa y el manillar de su andador. Le echó una mirada desconfiada a Adam, aunque quizá fuera el único tipo de mirada que tenía.

Adam entró y cogió un pequeño cesto para la compra. Necesitaban pasta de dientes y jabón antibacteriano, pero todo eso era una excusa. Recordó sus tiempos de juventud, cuando echaba algunos cuantos artículos de tocador en la cesta para que no se notara mucho que en realidad quería comprar preservativos, que permanecerían sin usar en su cartera hasta que el tiempo los cuartease.

Las pruebas de ADN estaban junto al mostrador. Adam se acercó, haciendo todo lo posible por parecer tranquilo. Miró a la izquierda. Miró a la derecha. Cogió la caja y leyó el dorso:

EL 30 % DE LOS «PADRES» QUE HACEN ESTA PRUEBA DESCUBREN QUE EL HIJO QUE ESTÁN CRIANDO NO ES SUYO.

Dejó la caja en el estante y se alejó a toda prisa, como si la caja pudiera hacerlo volver atrás. No. Eso no lo haría. Al menos, no de momento.

Llevó el resto de los artículos a la caja, cogió un paquete de chicles y pagó. Cogió la carretera 17, dejó atrás unas cuantas tiendas más de colchones (¿a qué se debería esa afición por los colchones en el norte de Nueva Jersey?) y se fue al gimnasio. Se cambió y se fue a la sala de pesas. Adam se había pasado toda la vida adulta explorando un batiburrillo de actividades físicas tales como yoga (le faltaba de flexibilidad), pilates (le resultó extraño), boot camp (para eso era preferible alistarse), zumba (mejor no hacer preguntas), aquagym (por poco se ahoga) o spinning (vaya dolor de culo), pero al final siempre volvía a las pesas. A veces lo asaltaban las ganas de tensar los músculos y no veía la hora de llegar al gimnasio. Otros días no le apetecía nada, y solo quería levantar el batido de proteínas de mantequilla de cacahuete de después del ejercicio.

Fue haciendo su rutina, intentando recordar que debía contraer el músculo y aguantar al final del recorrido. Había aprendido que esa era la clave. No solo levantar pesas. Levantarlas, aguantar un segundo tensando el bíceps y luego bajar. Se duchó, se vistió para el trabajo y se dirigió a su oficina, en Midland Avenue, en Paramus. El edificio tenía cuatro plantas y era de cristal, y solo destacaba por ser el clásico edificio de oficinas. Nadie pensaría que pudiera contener otra cosa.

—Eh, Adam. ¿Tienes un segundo?

Era Andy Gribbel, el mejor paralegal del despacho. Cuando llegó, todo el mundo le llamaba «el Nota» por su aspecto desaliñado similar al del personaje de Jeff Bridges. Era mayor que casi todos los paralegales —de hecho, era mayor que Adam— y no le habría costado nada cursar la carrera de Derecho y sacarse el título, pero, tal como lo planteaba Gribbel, «no es lo mío, colega».

Sí, así es justo como lo había dicho.

—¿Qué hay? —preguntó Adam.

—El viejo Rinsky.

La especialidad de Adam eran las expropiaciones, los casos en los que el gobierno intenta arrebatar a alguien su terreno para construir una carretera, una escuela o algo así. En este caso, el municipio de Kasselton trataba de quedarse con la casa de Rinsky para reurbanizar la zona. Traducido, eso quería decir que habían calificado aquel barrio de «poco deseable» o, en un lenguaje más pedestre, de «estercolero», y que los órganos de gobierno habían encontrado a un constructor dispuesto a demoler todas las casas y construir un nuevo barrio con atractivos edificios, tiendas y restaurantes.

—¿Qué le pasa?

—Vamos a verlo a su casa.

—Vale, muy bien.

—¿Debería llevar a los... pistoleros?

Era una de las opciones.

—Aún no —respondió Adam—. ¿Algo más?

Gribbel se recostó en la silla y apoyó las botas de trabajo en la mesa.

—Esta noche tocamos. ¿Quieres venir?

Adam meneó la cabeza. Andy Gribbel tocaba en una banda de versiones de los años setenta que había actuado en alguno de los antros más prestigiosos del norte de Nueva Jersey.

—No puedo.

—Nada de tocar a los Eagles, te lo prometo.

—Vosotros nunca tocáis canciones de los Eagles.

—No es lo que más me gusta —repuso Gribbel—. Pero vamos a tocar Please Come to Boston por primera vez. ¿Recuerdas esa canción?

—Claro.

—¿Y qué te parece?

—No es de mis preferidas —confesó Adam.

—¿De verdad? Es un gran éxito de la canción romántica. A ti te encantan las canciones románticas.

—No es un éxito de la canción romántica —le corrigió Adam.

Hey ramblin’ boy, why don’t you settle down? —cantó Gribbel.

—Probablemente la chica de la canción sea una pesada —respondió Adam—. El tío no deja de pedirle que le acompañe a una nueva ciudad. Ella le dice que no una y otra vez, y ella lloriquea pidiéndole que se quede en Tennessee.

—Eso es porque ella es la fan número uno del hombre de Tennessee.

—A lo mejor él no necesita una fan. A lo mejor necesita una compañera y una amante.

—Ya entiendo adónde quieres ir a parar —concedió Gribbel, mesándose la barba.

—Y lo único que dice el pobre hombre es «Por favor, ven a Boston a pasar la primavera». La primavera. Tampoco es que le esté pidiendo que deje Tennessee para siempre. ¿Y qué responde ella? Que ni hablar. ¿Qué actitud es esa? Nada de diálogo, nada de escucharlo... No es no, y no se hable más. Luego, él le sugiere Denver, o incluso Los Ángeles. La misma respuesta. No, no, no. Caray, ábrete un poco, chica. ¡Vive un poco!

Gribbel sonrió.

—Estás colgado, colega.

—Y además —prosiguió Adam, dejándose llevar—, luego afirma que en esas enormes ciudades (Boston, Denver y Los Ángeles) no hay nadie como ella. Un poco sobrada, ¿no?

—¿Adam?

—¿Qué?

—Quizá le estés dando demasiadas vueltas, hermano.

Adam asintió.

—Cierto.

—Le das demasiadas vueltas a demasiadas cosas, Adam.

—Tienes razón.

—Por eso eres el mejor abogado que conozco.

—Gracias —dijo Adam—. Y no, no puedes salir antes para preparar el concierto.

—Venga, tío, no seas así.

—Lo siento.

—¿Adam?

—¿Qué?

—¿Sabes el tipo de la canción? ¿El trotamundos que le pide que lo acompañe a Boston?

—¿Qué le pasa?

—Tienes que ser justo con la chica.

—¿Y eso?

—Le dice a la chica que podría vender sus cuadros en la acera, frente al café donde espera encontrar trabajo él. —Gribbel extendió los brazos—. Desde luego, ¿qué plan de futuro es ese?

Touché —reconoció Adam, con media sonrisa—. Parece que harían mejor en dejarlo.

—Qué va. Tienen buen rollo. Se oye en su voz.

Adam se encogió de hombros y se metió en su despacho. Aquella digresión le había ido bien. Volvía a estar solo ante sus pensamientos. Y no era muy agradable. Hizo unas llamadas, vio a un par de clientes, hizo consultas a sus auxiliares y comprobó que se hubieran seguido los pasos correctos en un par de casos. El mundo sigue girando, pase lo que pase. Adam lo había aprendido a los catorce años, al morir su padre de un ataque al corazón. Sentado en el gran coche negro, junto a su madre, miró por la ventanilla y observó cómo los demás seguían adelante con sus vidas. Los niños seguían yendo al colegio. Los padres seguían yendo al trabajo. Los conductores hacían sonar las bocinas. El sol seguía brillando. Su padre se había ido. Y no había cambiado nada.

Una vez más, la situación le recordaba lo obvio: al mundo no le importamos lo más mínimo, ni nosotros ni nuestros pequeños problemas. Eso no va a pasar. Pueden destrozarnos la vida, ¿es que alguien se va a dar cuenta? No. Para el mundo exterior, Adam era el mismo, actuaba igual, sentía lo mismo. Nos cabreamos como bestias cuando alguien nos bloquea el paso con el coche, o cuando el café tarda demasiado en el Starbucks, o cuando alguien no nos responde exactamente como nos esperamos, y no tenemos ni idea de que detrás de esa fachada quizá se estén enfrentando a una situación de mierda a escala industrial. Quizás estén destrozados. Quizás estén en medio de una tragedia de proporciones inimaginables, con su salud mental colgando de un hilo.

Pero no nos importa. No lo vemos. Seguimos adelante.

En el camino de vuelta a casa fue cambiando de emisora hasta dar con una deportiva en la que discutían de tonterías. El mundo estaba siempre dividido, siempre en conflicto, así que resultaba agradable oír que un grupo de personas pudiera discutir por algo tan intrascendente como el baloncesto profesional.

Cuando llegó a su calle, le sorprendió un poco encontrar el Honda Odyssey de Corinne en la entrada de la casa. El vendedor de coches había definido el color como «cereza perlada oscuro», sin inmutarse siquiera. En la quinta puerta tenía una calcomanía ovalada con el nombre de su población en letras negras a modo de tatuaje tribal burgués. También había un adhesivo redondo con dos sticks de lacrosse cruzados y la inscripción «Panther Lacrosse», el nombre de la mascota del equipo del pueblo, y otro con una W verde enorme de la Willard Middle School, el colegio de Ryan.

Corinne había llegado de Atlantic City antes de lo esperado.

Eso le alteraba un poco los planes. Adam llevaba todo el día ensayando para sí la discusión que les esperaba. La había repasado en bucle durante las últimas horas. Había probado diferentes enfoques, pero ninguno le parecía del todo adecuado. Sabía que era algo que no podía planificar. Hablar de lo que le había dicho el desconocido —exponerle lo que ahora veía claro que era cierto— sería como quitarle la anilla a la granada. No tenía ni idea de cómo iba a reaccionar.

¿Lo negaría?

Quizás. Aún quedaba la posibilidad de que hubiera una explicación inocente para todo aquello. Adam trataba de ser abierto de miras, aunque le parecía que, más que evitar los prejuicios, se estaba dando falsas esperanzas. Aparcó junto al coche de ella, en la entrada del garaje. Tenían un garaje de dos plazas, pero estaba lleno de muebles viejos, equipo deportivo y otros trastos viejos. Por eso Corinne y él solían aparcar en la entrada.

Adam salió del coche y fue hasta la puerta. La hierba tenía unas cuantas calvas. Corinne lo notaría y se quejaría. No era capaz de disfrutar sin más, olvidándose de todo. Le gustaba corregir y arreglar las cosas. Adam se consideraba más despreocupado, pero había quien pensaba que en realidad era un perezoso. La familia Bauer, que vivía justo al lado, tenía un jardín que parecía siempre estar listo para acoger un torneo de golf profesional. Corinne no podía evitar hacer comparaciones. A Adam no le importaba un comino.

Se abrió la puerta principal y salió Thomas con su bolsa de lacrosse sobre el hombro. Llevaba su uniforme de visitante. Sonrió a su padre, y el protector dental le bailó en la boca. Adam sintió una agradable sensación en el pecho.

—Eh, papá.

—Hola. ¿Qué pasa?

—Tengo partido, ¿recuerdas?

Como era lógico, Adam lo había olvidado, aunque eso explicaba por qué Corinne había hecho un esfuerzo por llegar a tiempo.

—Ya. ¿Contra quién jugáis?

—Glen Rock. Mamá va a llevarme. ¿Vienes más tarde?

—Claro.

Cuando Corinne apareció en la puerta, Adam sintió que el corazón se le caía a los pies. Seguía siendo guapa. Sí, le costaba visualizar a sus hijos con menos años, pero con Corinne le pasaba prácticamente lo contrario. Aún la veía como la belleza de veintitrés años de la que se había enamorado. Desde luego, si miraba con detalle, veía las patas de gallo y que los tejidos se habían ablandado algo con la edad, pero ya fuera por amor o porque al verla a diario los cambios graduales no se hacían evidentes, no tenía la impresión de que hubiera envejecido en absoluto.

Corinne aún tenía el pelo húmedo de la ducha.

—Hola, cariño.

Adam no se movió.

—Hola.

Ella se acercó y le dio un beso en la mejilla. El cabello le olía maravillosamente, a lilas.

—¿Podrás pasar a recoger a Ryan?

—¿Dónde está?

—Jugando con sus amiguitos en casa de Max.

Thomas hizo una mueca.

—No digas eso, mamá.

—¿El qué?

—Lo de los amiguitos. Ryan está en secundaria. Vas a jugar a casa de los amiguitos cuando tienes seis años.

Corinne suspiró, pero con una sonrisa.

—Vale, lo que tú digas. Está teniendo una reunión muy madura en casa de Max. —Miró a Adam—. ¿Puedes pasar a recogerlo antes de ir al partido?

Adam supo que estaba asintiendo, pero no recordaba haberse dado la orden mental para hacerlo.

—Claro. Nos vemos en el partido. ¿Qué tal ha ido en Atlantic City?

—Bien.

—Esto... ¿Papá? ¿Mamá? —los interrumpió Thomas—. ¿Podéis dejar la charla para más tarde? El entrenador se mosquea si no llegamos al menos una hora antes de que comience el partido.

—Vale —convino Adam. Luego se volvió hacia Corinne e intentó mantener el tono informal—. Podemos..., bueno, ya charlaremos más tarde.

Corinne vaciló medio segundo. Fue un momento, pero suficiente.

—Vale, no hay problema.

Adam se quedó en el umbral, observando cómo caminaban hasta el coche. Corinne apretó el mando a distancia y el portón trasero se abrió como una boca gigante. Thomas tiró la bolsa en el interior y se sentó en el asiento del acompañante. La enorme boca se cerró, tragándose el equipo. Corinne le saludó con la mano. Él le devolvió el saludo.

Corinne y Adam se habían conocido en Atlanta, durante el período de formación de cinco semanas para colaborar con LitWorld, una organización sin ánimo de lucro que enviaba profesores a zonas desfavorecidas del mundo para enseñar a leer a la gente. Eso fue antes de que todo el mundo decidiera viajar a Zambia a construir cabañas para ponerlo en el apartado de méritos de la solicitud de la universidad. En este caso, todos los voluntarios habían acabado la universidad. Eran chavales honrados, quizá demasiado honrados, pero todos ellos de buen corazón.

Corinne y él no se conocieron en el campus de la Universidad de Emory, donde tenía lugar la instrucción, sino en un bar cercano, donde los estudiantes mayores de veintiún años podían beber y ligar en paz oyendo música country cutre. Ella estaba con un grupo de amigas; él, con un grupo de amigos. Adam buscaba temita. Corinne buscaba algo más. Los dos grupos se conocieron poco a poco, los chicos acercándose a las chicas como en una clásica escena de baile de una película cutre. Adam le preguntó a Corinne si podía invitarla a una copa. Ella dijo que de acuerdo, pero que con eso no iba a conseguir nada. Él la invitó de todos modos y, en un alarde de increíble originalidad, declaró que la noche era joven.

Llegaron las copas. Se pusieron a hablar. Fue bien. En algún momento, avanzada la noche, casi cuando el bar estaba a punto de cerrar, Corinne le dijo que había perdido a su padre cuando era joven, y entonces, Adam, que no había hablado nunca del tema con nadie, le contó la historia de la muerte de su padre y de que al mundo no le había importado en absoluto.

Los unieron sus tragedias paternas. Y así empezó.

Cuando se casaron, se fueron a vivir a un tranquilo bloque de apartamentos junto a la interestatal 78. Él aún intentaba ayudar a la gente como abogado de oficio. Ella daba clase en los barrios más difíciles de Newark. Cuando nació Thomas, llegó la hora de mudarse a una casa de verdad. Daba la impresión de que así tenía que ser. A Adam no le importaba mucho la casa. No le preocupaba si era moderna o algo más clásica, como la que al final se quedaron. Quería que Corinne fuera feliz, no por pura bondad, sino porque aquello tampoco le importaba demasiado. Así que Corinne escogió aquella casa por motivos obvios.

Quizás habría tenido que parar en aquel momento, pero no veía motivo para hacerlo. Le dejó escoger aquella casa en particular, porque era lo que quería. El pueblo. La casa. El garaje. Los coches. Los niños.

¿Y qué era lo que quería Adam?

No lo sabía, pero aquella casa —aquel barrio— les había supuesto un esfuerzo económico. Adam acabó dejando su trabajo en el turno de oficio por un puesto mucho mejor pagado en el bufete Bachmann Simpson Feagles. No tanto porque fuera lo que deseaba, sino porque era el camino fácil que tomaban los hombres como él: un lugar seguro para criar a sus hijos, una casa preciosa con cuatro dormitorios, un garaje de dos plazas, un aro de baloncesto en el patio, una barbacoa de gas en la terraza de madera, con vistas al jardín trasero.

Bonito, ¿no?

Tripp Evans lo había llamado «vivir el sueño». El sueño americano. Corinne habría estado de acuerdo.

«Podrías haberla dejado».

Pero, por supuesto, aquello no era cierto. El sueño se compone de elementos sutiles pero impagables. Uno no puede destruirlo así, sin más. Había que ser muy ingrato, muy egoísta, muy retorcido para no reconocer la suerte que se tiene cuando se ha alcanzado.

Abrió la puerta y entró en la cocina. La mesa de la cocina estaba hecha un asco, cubierta de deberes. Había un trabajo sobre los americanos nativos. El libro de álgebra de Thomas estaba abierto y mostraba un problema que le pedía que dibujara la gráfica de la ecuación 2x2 – 6x = 4. Había un lápiz del número dos en el hueco entre las páginas, y hojas milimetradas dispersas por doquier. Algunas habían caído al suelo.

Adam se agachó, las recogió y las puso otra vez sobre la mesa. Se quedó mirando los deberes un momento.

«Ve con cuidado», se recordó a sí mismo. Lo que se estaba jugando no era solo el sueño de ellos dos.

No hables con extraños

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