Читать книгу No hables con extraños - Харлан Кобен - Страница 8
3
ОглавлениеEl aparcamiento de la American Legion estaba oscuro. Tan solo los resquicios de luz de las puertas de los coches abiertas y los destellos aún más pequeños de los teléfonos móviles contrarrestaban el negro que lo cubría todo. Adam se metió en su coche y se sentó al volante. Por unos momentos no hizo nada. Se limitó a quedarse ahí. Oía puertas de coches que se cerraban. Motores que se encendían. Adam no se movió.
«Podrías haberla dejado...».
Sintió la vibración del teléfono en el bolsillo. Sería, pensó, un mensaje de Corinne. Estaría impaciente por saber cómo había ido la selección. Adam sacó el teléfono y leyó el mensaje. Sí, era de Corinne:
Cómo ha ido??
Tal como pensaba. Adam se quedó mirando el mensaje como si contuviese algún mensaje oculto cuando oyó un golpeteo de nudillos contra el cristal que le hizo dar un respingo. La cabeza de Gastón, del tamaño de una calabaza, cubría toda la ventanilla del acompañante. Le mostró una sonrisa y le indicó con un gesto que bajara la ventanilla. Adam encendió el motor, apretó el botón y vio cómo bajaba el cristal.
—Eh, colega —dijo Gastón—. Sin rencores. Solo ha sido una diferencia de opiniones, ¿verdad?
—Verdad.
Gastón pasó la mano por la ventanilla para estrechársela. Adam le devolvió el saludo.
—Buena suerte esta temporada —dijo Gastón.
—Sí. Y buena suerte con la búsqueda de trabajo.
Gastón se quedó paralizado un segundo. Los dos se quedaron inmóviles: Gastón, imponente, junto a la ventanilla; Adam sentado en el coche, pero sin apartar la mirada. Al final, Gastón soltó la mano y se fue.
Payaso.
El teléfono vibró de nuevo. Otra vez Corinne.
Y bien?!?
Adam se la imaginaba mirando la pantalla, nerviosa, a la espera de una respuesta. No le gustaba marear la perdiz, y no vio motivo para no responder:
Ryan está en el A.
La reacción de ella fue inmediata.
Bien!!! Te llamo en media hora.
Guardó el teléfono, puso el coche en marcha y emprendió el camino a casa. Había exactamente 4,2 kilómetros: Corinne lo había medido con el cuentakilómetros una de las primeras ocasiones en que salió a correr. Adam pasó por la nueva tienda conjunta de Dunkin’ Donuts y Baskin-Robbins en South Maple y giró a la izquierda por la gasolinera Sunoco de la esquina. Cuando llegó a casa era tarde; pero, como siempre, todas las luces estaban encendidas. En los colegios de hoy en día se dedican muchos esfuerzos a hablar de conservación y energías renovables, pero sus dos hijos aún no habían aprendido a salir de una habitación sin dejar las luces encendidas.
Mientras se acercaba a la puerta y sacaba la llave oyó ladrar a su border collie, Jersey. Este le dio la bienvenida como si de un prisionero de guerra liberado se tratase. Adam observó que el cuenco del agua de la perra estaba vacío.
—¿Hola?
No hubo respuesta. A esas horas Ryan quizás estuviera ya durmiendo. Thomas estaría acabando los deberes o también en la cama. Nunca lo pillaba jugando con la consola o perdiendo el tiempo con el ordenador: siempre daba la casualidad de que estaba acabando los deberes y a punto de ponerse a jugar con la consola o a perder el tiempo con el ordenador.
Rellenó el cuenco de agua.
—¿Hola?
Thomas apareció en lo alto de las escaleras.
—Eh.
—¿Has sacado a Jersey a pasear?
—Aún no.
Lo cual, en lenguaje adolescente, significa «No».
—Pues sácala ahora.
—Primero tengo que acabar una cosa de los deberes.
En lenguaje adolescente: «No».
Adam estaba a punto de decirle «Ahora» —era el clásico tira y afloja adolescente-padre—, pero se frenó y se quedó mirando al chico. Se le humedecieron los ojos, aunque contuvo las lágrimas. Thomas se parecía a Adam. Todo el mundo lo decía. Tenía el mismo modo de caminar, la misma risa, el dedo índice de los pies más largo que el pulgar, como él.
Imposible. Era imposible que no fuera hijo suyo. Aunque el desconocido hubiera dicho que...
«¿Es que vas a escuchar lo que dice un desconocido?».
Pensó en todas las ocasiones en que él mismo y Corinne habían advertido a los chicos sobre los desconocidos, sobre el peligro que suponían, todos aquellos consejos para que no se mostraran demasiado solícitos, para no llamar demasiado la atención si se les acercaba un adulto, sobre la creación de un lenguaje de seguridad. Thomas lo había pillado enseguida. Ryan era más confiado por naturaleza. Corinne desconfiaba de esos tipos que merodeaban por los campos de la Liga Escolar, los que se pasaban allí la vida, con una necesidad casi patológica de entrenar a los chavales, aunque hiciera años que sus hijos habían dejado la escuela o, peor aún, aunque no tuvieran hijos. Adam no había hecho nunca mucho caso, aunque quizás hubiera un motivo más oscuro: quizá fuera que, cuando se trataba de sus hijos, no confiaba en nadie, no solo en los que podían despertar sospechas.
Así era más fácil, ¿no?
Thomas vio algo en el rostro de su padre. Hizo una mueca y bajó las escaleras con el típico movimiento de los adolescentes, prácticamente dejándose caer, como si una mano invisible le empujara desde atrás y a sus pies les costara mantener el ritmo.
—Ya saco a Jersey ahora. Tampoco pasa nada —dijo.
Pasó junto a su padre y agarró la correa. Jersey ya estaba pegada a la puerta, lista para salir. Siempre dispuesta, como cualquier perro. Y mostraba su intenso deseo de salir colocándose frente a la puerta, pero impidiendo así su apertura. Perros.
—¿Dónde está Ryan? —preguntó Adam.
—En la cama.
Adam echó un vistazo al reloj del microondas. Las diez y cuarto. La hora de irse a la cama de Ryan eran las diez, aunque le permitían leer en la cama hasta las diez y media. Al igual que Corinne, Ryan era muy disciplinado. Nunca tenían que recordarle que eran las diez menos cuarto. Por la mañana, se levantaba en cuanto sonaba el despertador, se duchaba, se vestía y se preparaba el desayuno él mismo. Thomas era diferente. Adam se había planteado más de una vez comprarse un bastón eléctrico para ganado para sacar a su hijo de la cama por la mañana.
«Novelty Funsy...».
Adam oyó cómo se cerraba la puerta con mosquitera al salir Thomas y Jersey. Subió y fue a ver a Ryan. Se había dormido con la luz encendida, con la última novela de Rick Riordan caída sobre el pecho. Adam entró de puntillas, cogió el libro, encontró un punto de libro, se lo puso y lo cerró. Alargó la mano hacia el interruptor de la lámpara, pero en aquel momento Ryan se movió.
—¿Papá?
—Eh.
—¿He entrado en el equipo A?
—El correo electrónico sale mañana, colega.
Una mentirijilla. Se suponía que aún no se sabía. Los entrenadores no debían decírselo a los chavales hasta que se enviaran los correos de confirmación por la mañana, para que todo el mundo lo supiera a la vez.
—Vale.
Ryan cerró los ojos y se durmió antes de tocar la almohada con la cabeza. Adam se quedó mirando a su hijo durante un momento. En el aspecto físico, Ryan se parecía a su madre. Eso hasta aquel momento no había significado gran cosa para Adam —de hecho, hasta le había gustado la idea—, pero ahora, esa noche, le hacía preguntarse cosas. A lo mejor era una tontería, pero ahí estaba. Un camino sin retorno. Ese resquemor que no le dejaría en paz, aunque... ¿qué narices? Aunque fuera cierto, no cambiaría nada. Miró a Ryan y experimentó la sensación sobrecogedora que lo asaltaba a veces al mirar a sus hijos: en parte felicidad en estado puro, en parte miedo por lo que pudiera ocurrirles en este mundo cruel, en parte deseos y esperanzas, todo ello mezclado en la única cosa de todo el planeta que le parecía completamente pura. Suena cursi, sí, pero es lo que hay. Pureza. Eso es lo que ves cuando miras a tu hijo: una pureza que solo podría derivar de un amor genuino, incondicional.
Quería muchísimo a Ryan.
Y si descubriera que Ryan no era hijo suyo, ¿se perdería todo eso? ¿Puede desaparecer algo así? ¿Acaso importaba?
Sacudió la cabeza y se volvió. Ya había tenido su buena ración de filosofía y paternidad por una noche. De momento, no había cambiado nada. Un tío raro le había soltado un rollo sobre un embarazo falso. Eso era todo. Adam llevaba suficiente tiempo trabajando en el sistema legal para saber que no se puede dar nada por seguro. Uno hace su trabajo. Investiga. La gente miente. Investiga porque sus ideas preconcebidas suelen saltar por los aires con demasiada frecuencia.
Sí, algo en su interior le decía que las palabras del desconocido tenían algo de cierto, pero el problema era ese: cuando escuchas tu voz interior, muchas veces no haces más que alimentar la incertidumbre.
«Haz tu trabajo. Investiga».
«¿Cómo?».
«Muy sencillo. Empieza con Novelty Funsy».
Tenían un ordenador de sobremesa para toda la familia en el salón. Había sido idea de Corinne. En casa no habría búsquedas secretas (léase porno). Adam y Corinne lo sabrían todo —o esa era la idea— y actuarían como padres maduros y responsables. Pero Adam no tardó en darse cuenta de que esa política era inútil o tonta. Los chicos podían buscar cosas en internet —también porno— a través de sus teléfonos. Podían ir a casa de un amigo. Podían coger uno de los portátiles o de las tabletas que había por la casa.
También era un intento por fomentar la responsabilidad de los chicos. Enseñarles a hacer lo correcto porque es lo correcto, no porque mamá o papá te estén controlando. Por supuesto, al principio todos los padres creen en esas cosas, pero muy pronto te das cuenta de que, en asuntos de educación, los atajos están ahí por algo.
El otro problema era más evidente: si querías usar el ordenador para lo que se supone que hay que usarlo —para estudiar o hacer deberes—, el ruido de la cocina y de la televisión sin duda suponían una distracción. Así que Adam había trasladado el escritorio al pequeño hueco que había bautizado, con suma generosidad, como «estudio», una salita que era demasiadas cosas para demasiadas personas. A la derecha estaban amontonados los ejercicios de los alumnos de Corinne, a la espera de recibir su calificación. Los deberes de los chavales siempre estaban desordenados, y en la impresora era fácil encontrar el borrador de una redacción abandonado como un soldado herido en el campo de batalla. Las facturas se amontonaban sobre la silla, a la espera de que Adam las pagara por internet.
El navegador estaba abierto, y mostraba la página web de un museo. Uno de los chicos debía de haber estado estudiando la antigua Grecia. Adam repasó el historial de búsquedas para comprobar qué había estado viendo, aunque los chavales habían aprendido lo suficiente como para dejar algún rastro incriminatorio. Aunque nunca se sabía. Una vez, Thomas había dejado su perfil de Facebook abierto por error. Adam se había sentado al ordenador y se había quedado mirando la página de inicio, intentando combatir la tentación de echar un vistazo al historial de mensajes de su hijo.
Había perdido aquella batalla.
Tras unos cuantos mensajes, lo había dejado. Su hijo estaba seguro —eso era lo importante—, pero la intrusión en la intimidad de su hijo le había afectado. Se había enterado de cosas que se suponía que no debía saber. Nada terrible. Nada estrepitoso. Pero cosas de las que quizás un padre debiera hablar a su hijo. Y ahora ¿qué se suponía que debía hacer con esa información? Si hablaba de ello a Thomas, tendría que admitir que había curioseado en su vida privada. ¿Valía la pena? Se planteó contárselo a Corinne, pero dejó que pasara un tiempo y, ya más relajado, se dio cuenta de que los mensajes que había leído no eran anormales, que él mismo había hecho cosas durante su adolescencia que no habría querido compartir con sus padres, que tan solo las había superado al madurar y que, si sus padres le hubieran espiado y le hubieran hecho hablar de ellas, probablemente habría sido peor.
Así que lo dejó estar.
Desde luego, criar a un hijo no es para flojos.
«Estás desviando el tema, Adam».
Sí, era consciente de ello. Así que a centrarse. Aquella noche no había nada espectacular en el historial. Uno de los chicos —tal vez Ryan— estaba estudiando, efectivamente, la antigua Grecia, o quizás estuviera profundizando en su libro de Riordan. Había enlaces que llevaban a Zeus, Hades, Hera e Ícaro. Así que, de manera más específica, la mitología griega. Retrocedió en el historial hasta el día anterior. Vio una búsqueda de indicaciones para llegar al Borgata Hotel Casino & Spa de Atlantic City. Tenía sentido. Ahí era donde se alojaba Corinne. También había buscado el programa de la convención y lo había examinado.
Prácticamente no había nada más.
Ya estaba bien de posponerlo.
Abrió la página web de su banco. Corinne y él tenían dos cuentas Visa. Entre ellos, las llamaban «personal» y «negocios», pero solo a efectos de contabilidad. Usaban la tarjeta de «negocios» para lo que consideraban un gasto profesional; por ejemplo, la convención de profesores en Atlantic City. Para todo lo demás usaban la tarjeta personal, y por eso fue la primera que consultó.
Tenían una herramienta de búsqueda universal. Introdujo la palabra novelty. No apareció nada. Pues bueno, pues vale. Se desconectó e hizo la misma búsqueda con la Visa de negocios.
Y ahí estaba.
Había un cargo de algo más de dos años antes, a una empresa llamada Novelty Funsy, por valor de 387,83 dólares. En el silencio, Adam oía incluso el murmullo del ordenador.
¿Cómo? ¿Cómo podía saber de ese cargo el desconocido? Ni idea.
Adam había visto el cargo en su momento, ¿no? Sí, estaba seguro. Buscó en lo más profundo de su cerebro, combinando recuerdos. Había estado ahí sentado, comprobando los cargos de la Visa. Le había preguntado por ese a Corinne. Ella se lo había aclarado. Había dicho algo sobre elementos de decoración para el aula. Le había sorprendido el importe, recordó. Le había parecido alto. Corinne había dicho que el colegio iba a reembolsárselo.
Novelty Funsy. No sonaba a nada perverso, ¿no?
Adam abrió otra ventana del navegador y buscó en Google «Novelty Funsy». Google respondió:
Mostrando resultados para Novelty Fancy No hay resultados para Novelty Funsy
Vaya. Eso sí que era raro. Google lo encontraba todo. Adam se apoyó en el respaldo de la silla y se replanteó sus opciones. ¿Por qué no iba a haber ni una coincidencia para Novelty Funsy? La empresa era real. El cargo de la Visa lo dejaba claro. Supuso que venderían algún tipo de elemento decorativo o..., bueno, artículos de fiesta divertidos.
Adam se mordió el labio inferior. No lo entendía. Un desconocido se le acerca y le dice que su mujer le ha mentido —durante mucho tiempo, según parecía— sobre su embarazo. ¿Y él quién era? ¿Por qué iba a hacerlo?
Vale, de momento podía dejar de lado esas dos preguntas y centrarse en la que más le importaba: ¿era cierto?
Adam habría querido limitarse a decir que no y seguir a lo suyo. Pese a todos sus posibles problemas, cicatrices lógicas tras dieciocho años de matrimonio, confiaba en ella. Muchas cosas se perdían con el tiempo, desaparecían, se disolvían o —siendo optimistas— cambiaban, pero lo único que permanece en cualquier caso y adquiere mayor cohesión es el vínculo de protección familiar: tu cónyuge y tú sois un equipo. Estáis en el mismo bando, estáis juntos en esto, y os cubrís las espaldas. Tus victorias son las suyas. Y también tus fracasos.
Adam confiaba en Corinne al máximo. Y sin embargo...
Lo había visto un millón de veces en su trabajo. En pocas palabras: la gente te engaña. Corinne y él podían ser una unidad cohesionada, pero también eran individuos. Sería bonito confiar de manera incondicional y olvidarse de la aparición del desconocido —y justo eso era lo que se sentía tentado de hacer—, pero aquello se acercaba demasiado a la imagen proverbial de quien mete la cabeza en la arena. La vocecilla que sembraba la duda en el fondo de la mente quizá se callara del todo un día, pero nunca desaparecería.
Al menos, hasta que estuviera seguro.
El desconocido había dicho que la prueba era ese cargo de Visa aparentemente inocuo. Tenía que comprobarlo, por sí mismo y —sí— por Corinne. Ella tampoco querría que la vocecilla les acompañara toda la vida, ¿no? Así que llamó al número gratuito de Visa. Una voz grabada le pidió que introdujera el número de tarjeta, la fecha de caducidad y el código CVV del dorso. Intentó darle la información de forma automática, pero al final la grabación le preguntó si quería hablar con un agente. Un agente. Como si estuviera llamando al FBI. Contestó «sí» y oyó el tono de llamada del teléfono.
Cuando se puso la agente, le hizo repetir la misma información exactamente —¿por qué hacen siempre eso?—, junto con las cuatro últimas cifras de su número de la seguridad social y su dirección.
—¿En qué puedo ayudarle, señor Price?
—Hay un cargo a mi tarjeta Visa de una empresa llamada Novelty Funsy.
Ella le pidió que le deletreara «Funsy». Luego:
—¿Tiene el importe y la fecha de la transacción?
Adam le dio la información. Se esperaba algún problema al comunicar la fecha —el cargo tenía más de dos años de antigüedad—, pero la agente no hizo ningún comentario al respecto.
—¿Qué información necesita, señor Price?
—No recuerdo haber comprado nada de una empresa llamada Novelty Funsy.
—Hum —dijo la agente.
—¿Hum?
—Hum. Algunas compañías no facturan con su nombre real. Ya sabe, por discreción. Como cuando va a un hotel y le dicen que el título de la película de pago no aparecerá en su cuenta de gastos.
Estaba hablando de pornografía o de algo relacionado con el sexo.
—No es este el caso.
—Bueno, pues vamos a ver qué es, entonces. —Por el teléfono se oyó cómo tecleaba en su ordenador—. Novelty Funsy aparece como un negocio detallista. Eso suele indicar que es una empresa que valora la privacidad. ¿Eso le sirve de ayuda?
Sí y no.
—¿Hay algún modo de pedirles un recibo detallado?
—Por supuesto. Puede que tarde unas horas.
—No es ningún problema.
—Tenemos una dirección de correo electrónico en su ficha. —Se la leyó—. ¿Se lo enviamos allí?
—Sí, perfecto.
La agente le preguntó si podía ayudarle con alguna otra cosa. Él dijo que no, gracias. Ella le deseó que pasara buena noche. Él colgó el teléfono y se quedó mirando al listado de cargos en la pantalla. Novelty Funsy. Ahora que lo pensaba, también podía ser un nombre de un sex shop.
—¿Papá?
Era Thomas. Adam se apresuró a apagar la pantalla como..., bueno, como habría hecho uno de sus hijos si estuviera viendo porno.
—Eh —dijo Adam, como si nada—. ¿Qué hay?
Si su hijo había notado algo raro, no lo demostró. Los adolescentes eran increíblemente despistados y egocéntricos. Y en aquel momento, Adam lo agradeció. A Thomas no le interesaba lo más mínimo lo que pudiera estar haciendo su padre en internet.
—¿Me puedes llevar a casa de Justin?
—¿Ahora?
—Tiene mis pantalones.
—¿Qué pantalones?
—Los pantalones de deporte. Para el entrenamiento de mañana.
—¿Y no puedes ponerte otros?
Thomas miró a su padre como si le hubiera salido un cuerno en la frente.
—El entrenador dice que tenemos que llevar los pantalones reglamentarios al entrenamiento.
—¿Y Justin no te los puede llevar al colegio mañana?
—Se suponía que tenía que traérmelos hoy. Se le va la cabeza.
—¿Y qué has usado hoy?
—A Kevin le sobraba un par. De su hermano. Pero me iban grandes.
—¿Y no le puedes decir a Justin que los meta en la mochila ahora mismo?
—Sí que podría, pero no lo hará. Solo son cuatro manzanas. Y no me iría mal practicar con el coche.
Thomas acababa de sacarse el carné la semana anterior, el equivalente a una prueba de estrés para padres sin necesidad de electrocardiograma.
—Vale, bajo en un momento.
Adam limpió el historial de navegación y bajó. Jersey esperaba que contaran con ella para otro paseo y les puso aquellos ojos de «no puedo creerme que me dejéis aquí» al verlos pasar de largo. Thomas cogió las llaves y se puso al volante.
Adam conseguía mantener la calma en el asiento del acompañante. Corinne era una controladora obsesiva, y no dejaba de dar instrucciones y advertencias. Casi se le iba el pie a un pedal de freno imaginario. Cuando Thomas puso el coche en marcha, Adam se volvió y estudió el perfil de su hijo. Le estaba apareciendo algo de acné en las mejillas, y también empezaba a salirle algo de vello, al estilo de las patillas de Lincoln, no por el volumen, pero sí por la silueta. El caso era que su hijo ya tenía que afeitarse. No todos los días. No más de una vez por semana, pero lo hacía. Thomas llevaba pantalones cortos de corte militar. Tenía las piernas peludas. Y unos ojos azules muy bonitos. Todo el mundo lo decía. Tenían ese azul brillante del hielo.
Thomas se detuvo frente a la casa de su amigo. Tal vez se pegó demasiado al bordillo derecho.
—Serán dos segundos —dijo.
—Vale.
Thomas echó el freno y salió corriendo hacia la puerta principal.
Para su sorpresa, abrió la madre de Justin, Kristin Hoy. Adam la reconoció por el brillo de su rubia melena. Kristin daba clase en el mismo instituto que Corinne. Las dos se habían hecho bastante amigas. Adam había supuesto que estaría en Atlantic City, pero luego recordó que la convención era de profesores de historia y lenguas. Kristin daba clase de matemáticas.
Kristin sonrió y le saludó desde lejos. Él le devolvió el saludo. Thomas desapareció en el interior de la casa, y Kristin aprovechó para acercarse al coche. Sería políticamente incorrecto pensarlo, sí, pero Kristin Hoy era una de esas MILF. Adam se lo había oído decir a muchos amigos de Thomas, aunque se lo habría podido imaginar él mismo. En ese momento se le acercaba contoneándose con sus vaqueros pintados y un top blanco ajustado. Participaba en competiciones de culturismo o algo así. Adam no sabía muy bien qué era, pero había alcanzado el nivel pro, fuera lo que fuese eso. Él nunca había sido un gran admirador de las culturistas tradicionales, y, en efecto, Kristin aparecía excesivamente fibrosa en alguna de sus fotos de competición. Su cabello también era de un rubio casi exagerado; su sonrisa, quizá demasiado blanca, y su bronceado, tal vez anaranjado en exceso, pero en persona tenía un aspecto sensacional.
—Hola, Adam.
Adam no estaba seguro de si debía salir del coche. Decidió quedarse dentro.
—Eh, Kristin.
—¿Corinne sigue fuera?
—Sí.
—Pero vuelve mañana, ¿verdad?
—Eso.
—Muy bien. Ya le diré algo. Tenemos que entrenar. Tengo los estatales en dos semanas.
En su página de Facebook afirmaba ser una «modelo de fitness» y «WBFF Pro». Corinne la envidiaba por su cuerpo. De un tiempo a esa parte habían empezado a entrenar juntas. Como suele ocurrir con la mayoría de las cosas buenas, un hábito potencialmente positivo se estaba convirtiendo en una especie de obsesión.
Thomas ya había regresado con los pantalones.
—Adiós, Thomas.
—Adiós, señora Hoy.
—Buenas noches, chicos. No os divirtáis demasiado ahora que no está mamá —dijo, y volvió contoneándose hacia la casa.
—Es un poco pesada —sentenció Thomas.
—No digas eso. No está bien.
—Deberías ver su cocina.
—¿Por qué? ¿Qué le pasa a su cocina?
—Tiene fotos suyas en bikini en la nevera —contestó Thomas—. Es desagradable.
Para eso no tenía respuesta. Pero en el momento en que el coche se puso en marcha, vio que Thomas sonreía.
—¿Qué pasa? —preguntó Adam.
—Kyle la llama «la Gamba» —respondió Thomas.
—¿A quién?
—A la señora Hoy.
Adam se preguntó si aquello tenía connotaciones sexuales, como MILF, o algo así.
—¿La Gamba?
—Bueno, es lo que se dice de una que no es guapa de cara... pero tiene un buen cuerpo.
—No te sigo.
—Como las gambas —se explicó Thomas—. Que les quitas la cabeza, y el cuerpo está riquísimo.
Adam intentó contener una sonrisa mientras meneaba la cabeza en señal de desaprobación. Iba a reñirle a su hijo (al tiempo que se preguntaba cómo hacerlo sin que le diera la risa tonta) cuando sonó el teléfono. Miró la pantalla.
Era Corinne.
Apretó el botón de rechazar. Tenía que prestar atención a la conducción de su hijo. Corinne lo entendería. Estaba a punto de meterse el teléfono en el bolsillo cuando sintió que vibraba. No podía ser el mensaje del contestador: demasiado rápido. Era un correo electrónico de su banco. Lo abrió. Había enlaces para ver el detalle de sus compras, pero Adam apenas los vio.
—¿Papá? ¿Todo bien?
—No apartes la vista de la calzada, Thomas.
Ya lo miraría de arriba abajo cuando llegara a casa; pero, en ese momento, la primera línea del email le decía más de lo que quería saber.
Novelty Funsy es el nombre de facturación del siguiente detallista online:
Fake-A-Pregnancy.com*