Читать книгу No hables con extraños - Харлан Кобен - Страница 13

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El desconocido estaba sentado a una mesa de la esquina del Red Lobster de Beachwood, en Ohio, a las afueras de Cleveland.

Sostenía con delicadeza el «cóctel del día» del Red Lobster, un mai tai de mango. La salsa de sus gambas al ajo había empezado a solidificarse, convertida en una especie de engrudo. El camarero había intentado llevarse el plato dos veces, pero el desconocido se lo había quitado de encima con un gesto de la mano. Ingrid estaba sentada enfrente. Suspiró y consultó el reloj.

—Este debe de ser el almuerzo más largo de la historia.

El desconocido asintió.

—Casi dos horas.

Estaban observando una mesa con cuatro mujeres que iban por su tercer «cóctel del día» pese a que aún no eran ni las dos y media. Dos de ellas se habían pedido el Crabfest, un plato de la casa servido en una bandeja con el diámetro aproximado de una tapa de alcantarilla. La tercera había pedido linguini con langostinos Alfredo. La salsa cremosa del plato se le quedaba pegada en las comisuras de los labios pintados de rosa.

La cuarta mujer, que se llamaba Heidi Dann, era el motivo por el que estaban allí. Heidi había pedido el salmón a la brasa. Tenía cuarenta y nueve años, y era una mujer grande y animada, con el cabello pajizo. Llevaba un top con rayas de tigre y un escote bastante pronunciado. Heidi tenía una risa estentórea pero melódica. El desconocido la llevaba escuchando dos horas. Había algo hipnótico en aquel sonido.

—Le he cogido cariño —dijo el desconocido.

—Yo también. —Ingrid se echó la rubia melena hacia atrás con ambas manos, formando una cola imaginaria, y luego la soltó. Era un gesto recurrente. Llevaba la clásica melena lacia, y el pelo le caía una y otra vez sobre los ojos—. Tiene una vitalidad especial, ¿sabes?

Sabía exactamente lo que quería decir Ingrid.

—A fin de cuentas —añadió ella—, le estamos haciendo un favor.

Aquella era la justificación. El desconocido estaba de acuerdo. Si los cimientos están podridos, entonces hay que demoler toda la casa. No se puede arreglar con una capa de pintura y unos tablones de madera. Eso lo sabía. Lo entendía. Lo había vivido.

Estaba convencido.

Pero eso no significaba que disfrutara siendo quien accionaba los explosivos. Y así era como se veía. Él era quien hacía volar la casa de los cimientos podridos por los aires; pero nunca se quedaba para comprobar si la reconstruían, ni cómo.

Ni siquiera se quedaba para asegurarse de que no había nadie dentro de la casa en el momento de hacerla saltar por los aires.

La camarera se acercó y les llevó la cuenta a las señoritas. Todas echaron mano del monedero y sacaron dinero. La mujer de los linguini hizo números, dividiendo la cuenta con precisión. Las dos que habían comido el Crabfest sacaron sus billetes a la vez. Luego abrieron los portamonedas como si fueran sendos cinturones de castidad oxidados.

Heidi puso unos billetes de veinte dólares sobre la mesa.

Lo hizo de un modo —con delicadeza y desenvoltura a la vez— que le llegó al alma. Supuso que los Dann no tenían problemas de dinero, pero ¿quién sabe hoy en día? Heidi y su marido, Marty, llevaban casados veinte años. Tenían tres hijos. La hija mayor, Kimberly, estaba en primer curso en la Universidad de Nueva York, en Manhattan. Los dos chicos, Charlie y John, aún estaban en el instituto. Heidi trabajaba en la sección de cosmética del Macy’s de University Heights. Marty Dann era subdirector de ventas y marketing de la TTI Floor Care, en Glenwillow. La TTI se dedicaba a las aspiradoras. Eran propietarios de Hoover, Oreck, Royal y la marca en la que había trabajado Marty los últimos once años, Dirt Devil. Viajaba mucho por trabajo, sobre todo a Bentonville, en Arkansas, porque allí estaba la dirección operativa de Walmart.

Ingrid escrutó el rostro del desconocido.

—Puedo encargarme de esto sola, si lo prefieres.

Él meneó la cabeza. Era su trabajo. Ingrid estaba allí porque tenía que acercarse a una mujer, y si iba solo podía quedar raro. ¿Una pareja, hombre y mujer, que se acercan a alguien? Nadie se preocupa. ¿Un hombre que se acerca a otro, pongamos en un bar o en un local de la American Legion? Tampoco. Pero ¿un hombre de veintisiete años que se acerca a una mujer de cuarenta y nueve, por ejemplo, en un Red Lobster?

Eso podía complicarse.

Ingrid ya había pagado la cuenta, así que actuaron con rapidez. Heidi había acudido sola, en un Nissan Sentra gris. Ingrid y el desconocido habían aparcado su coche de alquiler a dos plazas de distancia. Esperaron junto al coche, con la llave en la mano, haciendo ver que estaban a punto de subirse y ponerse en marcha.

No querían llamar la atención.

Cinco minutos más tarde, las cuatro mujeres salieron del restaurante. Esperaban que Heidi se quedara sola, pero no tenían modo de saber con seguridad cuándo ocurriría. Cabía la posibilidad de que una de sus amigas la acompañara al coche, en cuyo caso tendrían que seguir a Heidi hasta su casa e intentar salirle al encuentro allí (nunca es buena idea enfrentarse a una víctima en su propiedad; eso las pone a la defensiva) o esperar a que saliera de nuevo.

Las mujeres se despidieron abrazándose. Por lo que parecía, a Heidi se le daban muy bien los abrazos. Abrazaba con sentimiento. Cuando lo hacía, cerraba los ojos y la persona abrazada también los cerraba. Era ese tipo de abrazo.

Las otras tres mujeres se fueron en dirección contraria. Perfecto.

Heidi se encaminó a su coche. Llevaba unos pantalones piratas. Los tacones altos la hacían tambalearse ligeramente después de tanto beber, pero lo controlaba con un aplomo fruto de años de práctica. Sonreía. Ingrid asintió, dándole la señal al desconocido. Ambos hacían todo lo posible por parecer inofensivos.

—¿Heidi Dann?

El desconocido intentó mantener una expresión amistosa, o al menos neutra. Heidi se volvió y le miró a los ojos. Pero la sonrisa se le cayó al suelo, como si alguien le hubiera atado un ancla.

Lo sabía.

A él no le sorprendió. Muchos lo reconocían, aunque también era frecuente la negación. Pero en ella veía fuerza e inteligencia. Heidi ya sabía que lo que le iba a decir lo cambiaría todo.

—¿Sí?

—Existe una página web llamada FindYourSugarBaby. com —comenzó el desconocido: había aprendido que lo mejor era ir al grano.

No le preguntas a la víctima si tiene un momento, o si quiere sentarse o ir a algún sitio tranquilo. Te lanzas.

—¿Qué?

—Se presenta como un moderno servicio de citas por internet. Pero no lo es. Los hombres (supuestamente hombres de gran poder adquisitivo) se apuntan para quedar..., bueno, con jovencitas. ¿Ha oído hablar de ello?

Heidi lo miró durante un segundo más. Luego se volvió hacia Ingrid. Esta le sonrió para infundirle confianza.

—¿Quiénes son ustedes dos?

—Eso es lo de menos —respondió él.

Hay quien ofrece resistencia. Otras personas piensan que, en conjunto, eso no es más que una pérdida de tiempo superflua. Heidi era de estas últimas.

—No, nunca he oído hablar de él. Por lo que dicen, parece uno de esos sitios que usan las personas casadas para tener aventuras.

El desconocido hizo un gesto de sí y no a la vez con la cabeza.

—No exactamente. Esa página web propone más bien una transacción económica, no sé si me entiende.

—No le entiendo en absoluto —dijo Heidi.

—Debería leer el material si tiene ocasión. La página web explica que cada relación es en realidad una transacción, y lo importante que es definir el papel de cada uno, saber lo que se espera de uno y de su amante.

Heidi estaba cada vez más pálida.

—¿Amante?

—Bueno, eso funciona así —prosiguió el desconocido—. Un hombre se apunta, por ejemplo. Ojea un listado de mujeres, por lo general mucho más jóvenes. Encuentra una que le gusta. Si ella acepta, empiezan a negociar.

—¿Negociar?

—Él busca una sugar baby. La página web define una sugar baby como una mujer a quien él puede llevar a cenar fuera o como acompañante a un congreso o cosas así.

—Pero seguro que no es eso lo que ocurre en realidad —dijo Heidi.

—No —añadió el extraño—. No es eso lo que pasa.

Heidi soltó aire y apoyó las manos en las caderas.

—Siga.

—Negocian.

—El tipo rico y su sugar baby.

—Exacto. La página web le dice a la chica todo tipo de tonterías. Que todo está definido. Que las citas no son ningún juego. Que los hombres son ricos y sofisticados y que las tratarán bien, les comprarán regalos y las llevarán de vacaciones a sitios exóticos.

Heidi meneó la cabeza.

—¿Y las chicas realmente se lo creen?

—Algunas, quizá. Pero dudo de que sean muchas. La mayoría entiende de qué va la cosa.

Era como si Heidi le hubiera estado esperando, como si se esperara aquella noticia. Ahora estaba tranquila, aunque seguía notándose que por dentro estaba tocada.

—¿Así que negocian?

—Exacto. Al final alcanzan un acuerdo. Se firma un contrato en línea. En un caso, por ejemplo, la joven accede a estar con el hombre cinco veces al mes. Establecen los días de la semana posibles. Él le ofrece ochocientos dólares.

—¿Cada vez?

—Al mes.

—Es barato.

—Bueno, así es como empieza. Pero ella igual pide dos mil dólares. Regatean.

—¿Y alcanzan un acuerdo? —preguntó Heidi, que ya tenía los ojos húmedos.

El desconocido asintió.

—En este caso, quedaron en mil doscientos dólares al mes.

—Eso son catorce mil cuatrocientos dólares al año —dijo Heidi con una sonrisa triste—. Se me dan bien las matemáticas.

—Exacto.

—Y la chica... ¿qué le dice al hombre que es? Espere, no me lo diga. Le dice que es estudiante universitaria y que necesita costearse la carrera.

—En este caso sí.

—Vaya —dijo Heidi.

—Y en este caso —precisó el desconocido—, la chica le está diciendo la verdad.

—¿Es estudiante? —Heidi meneó la cabeza—. Genial.

—Pero la chica, en este caso, no se para ahí —prosiguió él—. Se cita con otros señores otros días de la semana.

—Qué desagradable.

—Así que con un tipo queda siempre los martes. Otro es el de los jueves. A otro le tocan los fines de semana.

—Eso va sumando. El dinero, quiero decir.

—Así es.

—Por no hablar de las enfermedades venéreas —añadió Heidi.

—De eso no podemos hablar.

—¿Por qué?

—Porque no sabemos si usa condones o no. No tenemos ningún informe médico. Ni siquiera sabemos qué es lo que hace exactamente con todos esos hombres.

—Dudo de que jueguen a las cartas.

—Yo también lo dudo.

—¿Por qué me está contando todo esto?

El desconocido miró a Ingrid. Esta habló por primera vez.

—Porque merece saberlo.

—¿Y ya está?

—Eso es todo lo que podemos contarle, sí —añadió el desconocido.

—Veinte años. —Heidi meneó la cabeza y apretó los dientes, conteniendo las lágrimas—. Ese cabrón.

—¿Perdón?

—Marty. Ese cabrón.

—Oh, no estamos hablando de Marty —dijo el desconocido, y, por primera vez, Heidi se quedó completamente perpleja.

—¿Qué? Entonces ¿de quién?

—Estamos hablando de su hija, Kimberly.

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